Viaje por tres mundos – Alexander Abramov, Serguei Abramov

Los conocidos ojos de Oleg con sus largas pestañas casi femeninas, sonreían. Su frente estaba despejada y parecía más grande. Por sus mejillas corrían profundas arrugas. Sin embargo, en este rostro inconmensurablemente querido había una cosa ajena y extraña: la marca del tiempo. Así hubiera sido Oleg, caso de haber seguido vivo; pero sólo vivía en el mundo artificial de este sueño. Si Fausto creó este modelo de mundo, es un Dios.

Comencé a dudar: ¿y cuál de los dos mundos es el verdadero? De pronto, me hice una pregunta: ¿y si se daña algo en el laboratorio de Fausto y me quedo aquí para siempre? ¿Lo lamentaría? No sé.

Pellizqué mi mano con fuerza.

—¿Por qué haces eso? —preguntó Oleg asombrado.

—Pensaba que todo era un sueño.

Oleg sonrió y, lentamente, empezó a desaparecer en la niebla color lila. Era una niebla conocida. Tragándoselo todo, ennegreció.

***

La voz de Zargarián, desde las tinieblas, preguntó:

—¿Está vivo?

—Sí, estoy vivo —respondí.

—Levante los brazos. ¿Los movimientos son libres?

Agité los brazos, en la oscuridad.

—Arremánguese y desabróchese el cuello.

Sentí objetos fríos en el pecho y la muñeca.

—No se asuste, es para auscultar su corazón. No hable.

Pero, ¿cómo podía ver en esta oscuridad, en la que no brillaba un solo rayo de luz? Y, sin embargo, veía.

—Todo normal —dijo con voz satisfecha—, a excepción del pulso que se ha acelerado un poco.

—¿No crees que debemos terminar? —preguntó la voz de Nikodímov en las tinieblas.

—¿Por qué? Serguéi Nikoláevich tiene unos nervios de acero. Lo haremos soñar de nuevo.

—¡Ah! Entonces era un sueño —dije como liberado de un gran peso.

—Quién sabe —exclamó Zargarián con malicia— ¿Y si no lo es?

Antes de que pudiese contestarle, la oscuridad me devoró como un mar.

EL SUEÑO HISTÉRICO

Un haz de luz, surgiendo de las tinieblas, cayó sobre la blanca mesa de operaciones, inundándola.

En ella, cubierto hasta la cintura por una blanca sábana, estaba tendido el cuerpo de un hombre. Su tórax abierto tenía al descubierto los sangrantes tejidos internos y la blancura de las costillas. Los ojos estaban cerrados y el rostro inmóvil y exangüe. Este rostro tenía algo de conocido: las profundas arrugas en las mejillas y la cicatriz oblicua que corría por la sien derecha.

La sonda que sostenía en mis manos estaba hundida en la profunda herida. Yo estaba vestido con una bata y un gorro blanco, en tanto que una máscara de gasa cubría mi boca y mi nariz. Los que me rodeaban vestían igual. No conocía a ninguno de ellos, a excepción de la mujer parada a la cabecera del paciente; su mirada estaba clavada en mis manos como una cuerda rígida e invisible mientras la sonda se hundía en la herida.

De pronto, a mi memoria llegaron los recuerdos de lo sucedido antes: el chirrido displicente de los frenos del automóvil al parar frente a la entrada del hospital; los escalones de granito aún húmedos a causa de la lluvia anterior; la calle conocida, en la que había soñado muy frecuentemente; la reverente sonrisa del guardarropa al atrapar mi abrigo en el aire; el despegue lento del ascensor y la fulgurante blancura de la sala de operaciones, donde me vestí con la bata blanca y me lavé las manos lentamente a despecho de mis deseos. Recordé además cómo empecé esta operación, cómo abrí con el escalpelo el tórax, corté y suturé con la destreza de un profesional. Todo esto cruzó por mi mente a la velocidad de la luz, y desapareció. Ahora, lo había olvidado todo. La agilidad habitual de mis manos se había transformado en un temblor. Y, poseído por un terror inefable, llegué a la conclusión de que, carente de conocimientos médicos, mi acción se convertiría en un asesinato.

Saqué la sonda de la herida y la dejé caer al suelo, produciendo un ruido sordo. En los ojos fijos en mí, por encima de las máscaras de gasa, se insinuaba una sola pregunta: «¿qué sucede?».

Con las piernas temblorosas y blandas, me encaminé hacia la puerta; allí me di vuelta y miré cómo una espalda desconocida ocupaba mi lugar y le pedía a la enfermera con voz de bajo:

—¡La sonda!

«Huye —me decía el pensamiento—, para que no te vea nadie, y para que no leas más de lo que leíste en aquellos ojos enormemente abiertos, asombrados y acusadores». Sin sentir las piernas, me lancé como un bólido a través del quirófano hacia un espacio ubicado en el ángulo de dos corredores. Había un sillón: caí en él.

«Acabo de matar a Oleg con estas manos» me dije, y, apretando mis sienes con las palmas heladas, empecé a gemir.

—¿Qué le pasa… Serguéi Nikoláevich? ¿Qué le sucede, mi amigo? —indagó una voz asustada.

Frente a mí había un hombre alto, calvo y vestido de blanco.

—¿Qué pasó? ¿Cómo quedó la operación?

—No sé —le respondí.

—¿Cómo es posible?

—Dejé todo… me fui —proferí con trabajo—. Me sentía mal.

—Entonces, ¿quién opera? ¿Asáfiev?

—No sé.

—¿Cómo?

—¡Yo no sé nada! ¡No lo conozco! ¿Quién es usted? ¿Cómo se llama? ¿Dónde estoy? ¡Demonios! —grité desaforadamente.

Se quedó petrificado en su sitio; sus ojos, sin comprender nada, me miraban absortos, y, tras unos segundos, echó a correr hacia la puerta por la que yo había salido. Lo seguí con la mirada y me levanté. Al tirar de los faldones traseros de mi bata atada en la espalda, los cordones se rompieron; me limpié las manos con ellos y los lancé al suelo, e hice lo mismo con el gorro.

Por el corredor que se extendía al frente, apareció una muchacha vestida de blanco —médico o enfermera— haciendo ruido por el entarimado con los tacos, y desapareció luego por una de las puertas del pasillo. Maquinalmente, me dirigí en esa dirección, pasando por delante de las puertas blancas que conducían a los gabinetes de los médicos y cuyos nombres estaban escritos en tarjetas cuadradas de plástico. «Doctor Grómov S. N.» —leí en una de las tapetas. «Este era mi gabinete”. ¡Qué se le va a hacer! ¡Adentro!

Frente a una gran ventana italiana, detrás de «mi» mesa de escribir, estaba sentado Kliónov, leyendo un periódico.

—¿Ya? —preguntó parco, pero con inquietud y miedo.

Yo no contesté.

—¿Vive?

—¿Y por qué estás aquí? —inquirí en vez de responder.

—¡Si tú mismo me pediste que te esperara aquí! —exclamó colérico—. ¿Cómo está?

—No sé.

—¿Por qué no sabes? —preguntó saltando de la silla.

—Me sentí mal… Casi perdí el conocimiento.

—¿Durante la operación?

—Sí.

—¿Quién opera, entonces?

—No sé —repuse, tratando de no mirarlo.

—¿Y por qué estás aquí y no en la sala de operaciones? —censuró gritando.

—Porque no soy cirujano, Kliónov.

—Estás loco —exclamó lanzándose sobre mí y tras golpearme con el hombro, como en una batalla de hockey, siguió como un relámpago hacia el corredor. Estúpidamente, me senté en una silla en el medio de la habitación, sin poder siquiera arrastrarme hasta «mi» propia mesa de escribir.

«No soy cirujano» —le dije a Kliónov—. Pero, ¿cómo pude entonces empezar la operación y conducirla hasta su momento crítico sin despertar sospechas? Posiblemente en los sueños es factible. Y si esto es un sueño, ¿por qué estoy aterrado por lo sucedido? ¿No son, acaso, Oleg, la operación, Kliónov y yo, partículas de este mundo ilusorio de sueños? Sí, lo son. ¿Y si esto no es un sueño, como dijo Zargarián?

El teléfono de la mesa empezó a sonar. Le di la espalda. Sonaba y sonaba intermitentemente. Finalmente, cuando su ruido me fastidió, lo descolgué:

—Serguéi, ¿eres tú? —preguntaron por el auricular—. Bueno, ¿qué noticias?

—¿Quién habla? —pregunté vociferando.

—No grites. ¿Acaso no me conoces?

—No, no la conozco. ¿Quién es usted?

—Soy yo, Galia.

”Galia está intranquila. Es natural —pensé—. Pero, ¿por qué me llama por teléfono? Debía aguardarme en mí gabinete, como hizo Kliónov».

—¿Por qué callas? —indagó asombrada—. ¿Pasa algo grave?

—Pues… —balbuceé—, Galia, no te puedo decir nada concreto. Me sentí mal durante la operación y continuó el asistente…

—¿Asáfiev?

«De nuevo este Asáfiev. Pero, ¿acaso sé yo si es él el asistente? Aunque, ¿no da lo mismo si todo es un sueño?»

—Seguramente era Asáfiev. No lo noté. Todos tenían mascarillas de gasa.

—Pero si no le tienes confianza a Asáfiev. Hoy mismo, por la mañana, dijiste que él era un cirujano de dispensarios.

—¿Cuándo dije eso?

—Cuando desayunábamos. Antes de que llegara por ti el automóvil.

Tenía la plena convicción de que no había desayunado con Galia. Por la mañana estuve en casa y no tengo ningún automóvil. Empero, ¿para qué discutir si todo esto es un sueño?

—¿Qué fue lo que te sucedió? —inquirió ella.

—Debilidad. Vértigo. Pérdida de la memoria.

—¿Y ahora?

—¿Qué ahora? ¿Estás hablando de Oleg?

—¡No, no de Oleg, de ti!

Su respuesta me sorprendió: ¿cómo había adquirido tal insensibilidad? Preguntar por mi salud cuando Oleg está tendido en la mesa de operaciones.

—Mi memoria está completamente atrofiada —respondí colérico—. Lo olvidé todo: el lugar donde estuve por la mañana y donde estoy ahora, tu existencia y la mía, y el porqué soy cirujano si tiemblo sólo al mirar el bisturí.

El auricular calló.

—¿Estás escuchando? —indagué.

—Ahora mismo voy al hospital —dijo resuelta y colgó.

¡Qué venga! ¿No es lo mismo el cuándo, el dónde y el por qué? Si todos los sueños son ilógicos, ¿por qué poseo la facultad de razonar en éste?

Mi resolución de huir, que estaba madurando desde el momento en que abandoné la sala de operaciones, se agigantó. «Dejaré aquí, por educación, una nota y me iré» decidí.

En la primera página de la libreta que descansaba en la mesa encima de unos papeles, leí el siguiente texto tipográfico: «Doctor en Medicina, profesor Grómov Serguéi Nikoláevich».

Esto me trajo a la memoria la hoja de mi libreta, donde mi supuesto Hide escribió aquella nota secreta, misteriosa; pero indicadora, y que resultó ser una llave para la solución del problema. Naturalmente, yo todavía no había resuelto el enigma; sin embargo, la llave ya estaba dentro del candado. ¿Y si no es un sueño? —había dicho Zargarián—. ¿Y si soy para el Doctor en Medicina Grómov S. N. exactamente el mismo invisible agresor que fue para mí Hide? ¿No debería seguir su ejemplo y escribir otra nota indicadora?

Y escribí en la libreta del profesor:

«Somos «gemelos», a pesar de vivir en dos mundos diferentes y quizás en diferentes tiempos. Por desgracia, nuestro «encuentro» ocurrió durante la operación. No pude terminarla, pues en mi mundo tengo otra profesión. Busque, en Moscú, a dos científicos: Nikodímov y Zargarián. Ellos, posiblemente, le podrán explicar lo que le sucedió en el hospital».

Sin releer lo escrito, me dirigí a la puerta con un solo deseo: «adonde sea, pero lejos de esta aventura diabólica a lo Hoffmann». Y, antes de que tuviese tiempo de abrir la puerta, entró Lena. Estaba vestida de blanco con el gorro pero sin mascarilla. Di un paso atrás y, con el mismo temblor en la voz que aquellos que me interrogaron, inquirí:

—Bueno, ¿qué ocurrió?

Casi no había envejecido. Era la misma de hace diez años, cuando la vi por última vez. Sin embargo, aquí yo estaba íntimamente relacionado con esta Lena, pues nos unía una misma profesión.

—Le sacaron el casco de metralla —dijo, pegando a duras penas los labios.

—¿Y él?

—Va a vivir —respondió, y, después de un momento de silencio, agregó—: ¿Acaso esperabas lo contrario?

—¡Pero, Lena!

—¿Por qué lo hiciste?

—Porque ocurrió una desgracia. Perdí la memoria. Olvidé de pronto todo lo que sabía; hasta mis costumbres profesionales. En esas circunstancias, no debía, ni tenía derecho a continuar la operación.

—¡Estás mintiendo! —exclamó ella, mordiéndose los labios con furia.

—¡No! No miento.

—¡Estás mintiendo! ¿Improvisas o lo pensaste de antemano? ¿Piensas que habrá una persona que dé crédito a tus palabras? Exigiré expertos especiales en la investigación.

—¡Exige! —le respondí suspirando.

—Ya hablé con Kliónov. Escribiremos una carta en el periódico.

—No, no la podrán escribir. No estoy engañando a nadie.

—¿A nadie? Yo sé muy bien por qué lo hiciste: por celos.

—¿Celos de quién? —pregunté riendo.

—¡Hasta te ríes, canalla! —exclamó.

Y, antes de que pudiera agarrar su mano, me golpeó en la cara con tal fuerza, que a duras penas me mantuve de pie.

—Canalla —repitió ella, ahogándose en lágrimas; y en el paroxismo de su cólera, empezó a gritar desenfrenada e histérica—: ¡Asesino! ¡Asesino! ¡Si no hubiera sido por Asáfiev, Oleg hubiese estado ahora muerto! ¡Muerto! ¡Muerto! ¡Muer…!