Viaje por tres mundos – Alexander Abramov, Serguei Abramov

Me desperecé, y, agitando la cabeza para despejarla, me enderecé en el asiento.

Mientras recorríamos la ciudad, le contaba a Galia de mi caminata por el bulevar Tverskói, de cómo me dio vueltas la cabeza y de cómo luché mentalmente conmigo mismo en aquella niebla color lila.

—¿Y después? ¿Qué pasó después? —preguntó Galia interesada.

Yo, indeciso, me encogí de hombros.

—¿No recuerdas?

—No, no recuerdo.

A decir verdad, no recordaba nada. Sólo después, al llegar a casa, supe, por boca de Galia, lo que había ocurrido en su habitación.

—Fue un delirio —le dije.

Galia, amante de los términos precisos, enmendó:

—Fue un delirio muy consecuente y lógico, como en un papel bien ensayado. Así no se delira. Por lo demás, el delirio es síntoma de alguna enfermedad y tú no parecías estar enfermo.

—¿Y qué crees que fue el desmayo en el bulevar? —objetó Olga, entrometiéndose en la conversación—. ¿Y en el taxi?

Ella, como era doctora, buscaba una explicación medica; pero Galia seguía dudando:

—Bueno, ¿qué tenía él entre estos dos desmayos?

—Una especie de sonambulismo —respondió Olga.

—¿Qué? ¿Acaso crees que soy un sonámbulo? —dije ofendido.

—Si esto es un sueño, es demasiado real —preciso Galia burlonamente.

—Además el sueño lo vimos nosotras y no él. A propósito de sueños, ¿todavía los ves?

—Pero, ¿qué tienen que ver los sueños con esto? —rezongué—. Yo me desmayé, y no vi ningún sueño.

Sabía muy bien que Galia no trataba de mistificar. En vista de esto, su relato sobre mis aventuras en estado de sonambulismo —así explicaban mi conducta—, me intranquilizó profundamente. Yo no podía encontrar una respuesta lógica a todo lo ocurrido, porque nunca me había desmayado ni paseado por las cornisas de los edificios en noches de luna, y jamás había perdido la memoria.

—¿Quizás estaba hipnotizado? —dije.

—¿Y quién te hipnotizó?, —preguntó Olga, ceñuda—. ¿Y dónde? ¿En la redacción? ¿En el bulevar? ¡Es absurdo!

—Sí, es absurdo —acepté confundido.

—¿Y no escribes tú, por casualidad, aventuras de ciencia ficción? —preguntó Galia inopinadamente—. Lo que dijiste sobre la multiplicidad de los mundos me ha interesado mucho… Sabes, Olga —dijo ella riéndose—. Existen dos mundos contiguos y semejantes, en el espacio. Aquí y allá existe Moscú. Aquí y allá existe Serguéi Grómov. Pero allá, no existes tú; allá él está casado conmigo.

—¡Ah! Lo esotérico se ha vuelto claro —afirmó Olga riendo. Y, naturalmente, el sonámbulo es el huésped del otro mundo con la fisonomía de Seriozha.

—Él me lo aclaró así: Moscú es como éste, sólo que un poquito diferente. Aquí, la estatua de Pushkin está en la plaza, allá, en el bulevar. Cuando escuché esto, casi me desternillé de risa.

Olga quedó pensativa.

—¡Ah! ¿Sabes lo que podemos suponer? —dijo animada. Ella trataba de encontrar una explicación lógica, como yo—. Escuchen esto. ¿Sabía Seriozha que la estatua fue trasladada del bulevar a la plaza? Sí, lo sabía. Bueno, entonces, ¿por qué no pensar que este conocimiento grabado en su cerebro determinó el surgimiento del delirio? Vemos aquí la excitación, la señal y, como resultado, el mito sobre los mundos contiguos y semejantes.

Estos razonamientos me provocaban sólo indignación.

—Estoy harto de oírlas. Lo presentan todo como si fuera una variante de la novela de Stevenson: doctor Jekyll y mister Hide. Pero, ¿quién es Jekyll, y quién Hide?

—¿Quién?

—Está claro, quién es quién —prorrumpió Galia—. Tú mismo, por supuesto, no te vas a acusar.

—¿De quiénes están hablando? —preguntó Olga, sin comprender aún.

—Olga —le respondí—, agentes desconocidos del imperialismo internacional me lanzaron en avión.

—¡Bah! Estoy hablando en serio.

—Yo también. Hubo un escritor inglés llamado Stevenson y sus libros han sido leídos por todos los jóvenes… hasta por los médicos. Para los galenos, a propósito, este cuento del cual hablo es casi un manual de psiquiatría, pues Jekyll y Hide son en realidad una misma persona. En ella convergen la bondad elevada a la quintaesencia y la maldad rayana en lo absurdo. Gracias a su elixir, el magnánimo Jekyll se transforma en el canalla Hide. ¿Está claro? —pregunté dirigiéndome a Galia.

—Sin lugar a dudas, Seriozha. Regístrate los bolsillos, posiblemente Hide dejó algo al transformarse.

Hurgué en mis bolsillos, y lancé a la mesa un paquete de tabletas para el dolor de cabeza.

—Posiblemente esto. Yo no he comprado troichatka.

—¿No se la pusiste tú? —le preguntó Galia a Olga.

—No. Seguramente la compró él.

—Yo no he comprado nada —objeté furioso—. Hace mucho que no he visto una farmacia.

—Quiere decir, que esto lo dejó Hide. ¿Y no dejó otras huellas?

Maquinalmente introduje mi mano en el bolsillo del pecho.

—Un momento. La libreta de apuntes no está en su sitio —saqué mi libreta y la abrí—. Aquí hay algo escrito. ¿Dónde estarán mis anteojos?

—Dámela —pidió Galia, tomando de mis manos la libreta y, tras arrancarle una de las hojas, leyó en voz alta:

«Si me sucede algo, por favor, informe a mi esposa Galina Grómova. Calle Griboédov Nº 43. Informe, además, a los profesores Zargarián y Nikodímov en el Instituto del Cerebro. Muy importante». Hasta señaló que era muy importante —agregó riendo—. Y yo, naturalmente, tengo el apellido Grómova. Ya les dije que el delirio era muy lógico.

—¿Y quién es Zargarián? —inquirió Galia con curiosidad—. Yo conozco sólo a Nikodímov, un físico, y, a propósito, bastante eminente. Sin embargo no trabaja en el Instituto del Cerebro sino en el de Nuevos Problemas Físicos.

—¡Pero si no fue Seriozha quien lo escribió! —exclamó de pronto Olga—. ¡Mira! ¡Mira! A pesar de tener la «ve» el mismo ganchito y la «t» la misma rayita, es una escritura completamente diferente de la de Seriozha.

Me ajusté los anteojos y, después de leer la nota, aseveré:

—Esta escritura se asemeja un poco a la mía. Así escribía cuando era estudiante. Estos papeluchos periodísticos me la dañaron, ya no tengo esa letra.

Repetí en la libreta el apunte: se diferenciaba grandemente del primero.

—Sí, son diferentes. Se nota aun sin expertos grafológicos —afirmó Galia. Y dirigiéndose a Olga preguntó—: ¿Acaso la letra cambia en estado de sonambulismo?

—No sé. Esto es un problema de la psiquiatría. Lo único que sé es que el sonambulismo es un trastorno psíquico violento. No lo puedo explicar de otro modo. Por lo demás a mí no me gusta este asunto.

—Ni a mí tampoco —afirmó Galia, quien leía y releía los dos apuntes de la libreta. En su rostro se reflejaba no sólo el trabajo concentrado de su pensamiento, sino también la inquietud contenida que la atormentaba: su intelecto claro y lógico no quería ceder ante lo inexplicable. Y agregó—: ¡Caramba! No comprendo nada. Si soy incapaz de entenderlo científicamente, ¿por qué no lo logro en base a la lógica? ¡Una persona normal, que de pronto se transforma en sonámbulo!

Los desmayos se comprenden y cualquier doctor encontraría su explicación. Pero el delirio con la multiplicidad de los mundos no es más que una cita de una novela de ficción. ¿Y los ruegos de que lo trajera a mi habitación, a pesar de tener su apartamento propio?

—Mi Hide buscaba asilo —afirmé riendo—, porque no podía alojarse en hotel alguno sin documentos.

—Es esto precisamente lo que no me gusta. La hipótesis sobre Hide lo aclara todo; pero prefiero la ciencia a la fantasía. A pesar de que… aquí sólo hay fantasía. ¿Y por qué le rogaste a Lena que te invitara a mi casa, si no sabías que ella vivía conmigo?

—No lo sé. Hace diez años vi a Lena por última vez. Ni sé cómo es ahora.

Lo que relató Galia de mi conducta con Lena me sorprendió sobremanera, pues, en realidad, no tenía ninguna clase de relaciones con ella desde hacía diez años. Posiblemente, habíamos olvidado mutuamente que existíamos.

—¿Es ésa la mujer de su pasión? —preguntó Olga.

—Escucha. Antes de la guerra, estudiábamos juntos en la escuela —empezó a relatar Galia—, y nos preparábamos para ingresar en la facultad de medicina; pero no sucedió como queríamos, porque al estallar la guerra, Seriozha y Oleg marcharon al frente, en tanto que yo decidí ingresar en la facultad de física. Tan sólo Lena estudió medicina. Si no me equivoco, estaba enamorada de ti.

—De Oleg, repliqué.

—Todas las muchachas querían atraparlo —afirmó Galia suspirando—; pero no lo lograron. Sólo yo lo conquisté; sin embargo, fui más desdichada que ellas, porque tras conquistarlo lo perdí. —Y levantándose agregó—: ¡Que reine la paz! Me voy. El consejo de detectives levanta la sesión. Sherlock Holmes propone una excursión a los campos de la física.

—De la psiquis, querrás decir.

—No, exactamente de la física. Sería interesante hablar con Nikodímov y Zargarián y saber qué hacen en el Instituto de los Nuevos Problemas Físicos.

—Pero, ¿para qué? —inquirió Olga asombrada—. Sería mejor recurrir a un psiquiatra. Así se aclararía todo.

—No, propongo que veamos a Zargarián —continuó Galia—. ¿Quién es Zargarián? ¿Qué estudia? ¿Tiene relación con Nikodímov? Y si tiene, entonces, ¿en cuáles ramas del conocimiento? —se decía, y dirigiéndose a mí preguntó—: ¿Has oído alguna vez esos apellidos?

—Nunca.

—¿Y no los leíste en algún lugar y los olvidaste?

—Ni los leí ni los olvidé.

—He ahí lo más interesante de tu historia de sonámbulo. Es física, querido mío, física. Este es el Instituto de los Nuevos Problemas Físicos. —Y subrayó—: nuevos. Olga, llama a Zoia y pregúntale sobre Zargarián. Ella conoce a todos.

Resolvimos llamarla al otro día por la mañana.

HOJA DE LA LIBRETA DE NOTAS

Me dormí en el acto, hasta la mañana siguiente.

Mis sueños son el rasgo característico que me diferencia de otros mortales. A aquella pregunta de Galia de si veía los sueños como antes, la podría contestar así: sí, los veo, se repiten impertinentemente, invariables por su contenido y extrañamente parecidos a fragmentos de noticiario.

Como es natural, tengo también sueños corrientes donde todo es confuso y vago, y en los cuales las imágenes aparecen deformadas, desfiguradas como en un espejo oblicuo. Estos sueños nos dan recuerdos inestables y efímeros, difíciles de representar y grabar.

Pero los sueños de los cuales hablo, se recuerdan toda la vida. Los podría describir con tanta precisión como el mobiliario de mi habitación. Son siempre multicolores, con los tintes reales y armónicos de la naturaleza. Así como en la realidad, florece la pradera primaveral que surge entre las sombras de la noche, fulgura el traje de indiana de una muchacha en el soleado sueño, haciendo recordar hasta sus dibujos. En estos sueños, no ocurre nada original; no inquietan ni asustan; pero ocultan algo inefable, como si sus componentes fuesen partículas de una vida ajena mirada por casualidad. Sobre todo, esa esquina en la ciudad desconocida, esa calle que no he visto nunca; pero de la que recuerdo todos sus detalles: balcones, vitrinas, tilos y verjas de hierro, representándomelos claramente como si los hubiese visto ayer; esos transeúntes, siempre los mismos; y esa gata negra de manchas blancas que atraviesa la calle corriendo, siempre por la misma esquina y frente a la misma casa. Algunas veces, veo mi figura parada en la galería de una tienda comercial parecida al GUM. Mas no es el GUM. Esta galería se ramificaba en paseos múltiples, transversales y longitudinales. Por lo general, o estoy esperando a alguien frente al sector donde venden papeles de escribir, o estoy cruzando por delante de la exposición de telas iluminadas estrafalariamente por una luz extraña y cambiante. Yo nunca había visto, en la realidad, esta galería; sin embargo, no sólo recuerdo las vitrinas, sino hasta los tipos de artículos que hay en ella, y las altas bóvedas de cristales, y el mosaico multicolor que cubre el suelo.

Otras veces, el sueño me presentaba el interior de un apartamento en el que no he estado nunca, o un paisaje campesino idílico: ante todo ese camino serpentino entre taludes de tierra adornados pobremente, aquí y allí, por isletas polvorientas de hierba, y que se desliza hacia la franja gris-azul de agua, donde resaltan los nenúfares áureos. Por este camino, se aleja, unas veces, una mujer vestida de blanco, otras veces, un anciano con una caña de pescar al hombro; pero ninguno se vuelve para mirarme, y no los puedo alcanzar. A pesar de que veo tan sólo la franja de agua con los nenúfares, sé inexplicablemente que es un estanque; sé que el camino torcerá a la derecha tras cruzar el estanque y que aquí pasé mi infancia. Sin embargo, en mi vida infantil, real, nunca existieron ni este camino, ni este estanque. Entonces, ¿qué misterio es éste? Justo estos sueños fueron los que hicieron dudar a Olga de mi equilibrio psíquico, instigándola a insistir en que debía dejarme ver por un psiquiatra. Yo, a pesar de todo, declinaba tales proposiciones y prefería aceptar el consejo de Galia.