Me callé, tratando de buscarle salida a esta situación tan crítica. El camino a lo desconocido estaba repleto de baches.
—Perdóname, Lena. Estoy completamente distraído. Además… este encuentro tan inesperado me ha…
—¿Cómo te va? —preguntó con una voz casi metálica.
—Bien —respondí animoso—. Uno está vivo, habla…
Ella, mirándome fijamente, mantenía silencio. Y, al fin, dijo con sequedad:
—¡Qué conversación más absurda!
Comprendí que si ella se alejaba ahora, desaparecería mi única oportunidad de afianzamiento en este mundo, aún por un día. No creía que esta irrupción se prolongase más tiempo. Había que tomar una decisión. Y la tomé.
—Tengo que hablar contigo, Lena. Es imprescindible. Ha ocurrido algo…
—¿Qué? —preguntó, reduciendo los ojos como en estado de alerta.
—No puedo hablar de eso en la calle… —dije, buscando las palabras que más se acomodasen a la situación—. ¿Dónde vives?
Quedó en silencio, quizás sopesando el pro y el contra:
—Por ahora, estoy viviendo en casa de Galia.
—¿Dónde?
—¿Acaso no lo sabes?
Yo no sabía nada, pero no le pregunté ni con cuál Galia vivía. Necesitaba que ella aceptara mi proposición. ¡Esta era mi última oportunidad!
—Por favor, Lena…
—Seriozha, no me es cómodo invitarte a casa.
—¡Dios mío! ¡Qué tontería! —exclamé, pensando en la Lena que conocía.
Esta Lena que me miraba recelosa y desconfiadamente, era otra Lena.
—Bueno, qué se le va a hacer, vamos —dijo, al fin.
EL SEGUNDO PASO A LO DESCONOCIDO
Caminábamos en silencio, conversando de vez en cuando. Ella, por lo visto, estaba intranquila; pero conteniéndose trataba de ocultármelo. Quizás lamentaba su aprobación a mi propuesta. A ratos, sorprendía su mirada dirigida a mí, penetrante y recelosa. ¿Qué la asustaba? ¿Y de qué sospechaba?
Reconocí en el acto la casa hacia la cual nos dirigíamos, ubicada en el callejón Staro Pimenovski. Aquí vivió en cierta ocasión mi esposa, aún antes de conocernos. A propósito, ella se llama también Galia. Mis rodillas empezaron a temblar desagradablemente.
—¿Por qué miras así? —preguntó ella cuando entramos en la habitación.
Yo continuaba callado, mirando con atención la habitación. Como todo lo de este mundo, era parecida a la otra y, a la vez, diferente. No sé, quizás me olvidé de aquélla.
—¿De quién es esta habitación, Lena?
—De Galia, pues. ¡Qué preguntas más extrañas haces! ¿Acaso no has estado nunca aquí?
Tragué saliva. «Ahora le haré una pregunta mucho más extraña»:
—Pero, ¿ella no se mudó?
Me miró asustada como si yo hubiera pronunciado un monstruoso disparate, y apartóse de mí preguntando:
—¿Ustedes no se ven?
—¿Por qué no? —respondí con vaguedad—. Continuamos viéndonos.
—¿Cuándo la viste por última vez?
Me reí y le respondí sin saber:
—Hoy por la mañana. En el desayuno.
Y lamenté lo dicho.
—No mientas. Si ella desde ayer no ha regresado del instituto.
—¡Caramba! ¡Ya uno no puede ni bromear! —exclamé estúpidamente, comprendiendo que la tierra cedía cada vez más bajo mis pies.
—¡Qué bromas más raras haces!
—¿No crees que estemos hablando de diferentes personas? —le pregunté, tratando de remediar la situación.
Sin enfadarse, frunció el entrecejo como el médico que mira al enfermo sin comprender aún los síntomas de la enfermedad.
—Estoy hablando de Galina Novóseltseva.
—¿Por qué Novóseltseva? —pregunté sorprendido.
Unos ojos fríos, los ojos expertos del médico, me miraban con atención.
—Seriozha, has perdido la memoria. Te has sorprendido por el apellido que lleva. Ellos se casaron al principio de la guerra. ¿Qué te pasa?
—No, nada —farfullé, limpiándome el sudor de la frente—. Estaba pensando que…
—¿…Que por qué yo estoy aquí, donde la que nos separó? ¿eh? —dijo, perdiendo por un instante la expresiva curiosidad del médico—. Ni en aquel entonces me enfadé, Seriozha. ¡Qué importa que me hayan quitado el novio! Ahora hasta resulta cómico, después de tanto tiempo. Yo tuve otro después de él. Tú lo sabes bien… —suspiró profundamente y continuó—: No tengo suerte en el amor.
Es muy difícil presagiar cada paso en lo desconocido. Yo, sin pensar nada y olvidando dónde estaba y quién era, inquirí.
—¿Y quién te impide ahora ver a Oleg?
—¡Seriozha!
Era tanto el espanto que había en esta exclamación, que involuntariamente cerré los ojos.
—A ti te pasa algo con la memoria, Seriozha. Esas cosas no se olvidan. De su muerte se enteró Galia en el año 1944. No podías ignorarlo.
Pero, ¿qué era lo que sabía y lo que no sabía? ¿Acaso le podía relatar lo que me sucedió?
—Si no estás fingiendo, estás enfermo. Creo que estás enfermo.
—Si crees eso, entonces pregúntame, qué día es hoy, y en qué año estamos, etc., etc.
—Aún no sé qué hay que preguntar.
—Bueno, ¡diagnostica! —le dije desafiante—. ¡Me enloquecí! ¡Y basta!
—Ese no es un término médico. Existen varias clases de anomalías psíquicas… ¿De qué querías hablarme?
Ya no tenía deseos de abrir la boca. Si yo le decía la verdad, me mandaría al hospital psiquiátrico. Tenía que salir del apuro.
—Sabes, sucede que… —empecé diciendo, tratando de improvisar— …ha ocurrido un hecho muy doloroso…
—Ya me lo dijiste. ¿Cuál?
—Me he ido de casa, abandonando a mi esposa. No te aclararé las causas que me impulsaron a realizar este acto. Teniendo en cuenta este hecho, te pido asilo; aunque sea por un día. «Albergus nocturnus.»
Callé; también ella, mirándose las puntas de los dedos.
—¿Es que no tienes amigos?
—Sí, pero es imposible ir adonde unos e incómodo donde otros. Tú sabes bien lo que ocurre a veces… —al hablar trataba de no mirarle el rostro.
—¿Y si no me hubieses visto?
—Pero te vi.
Ella todavía vacilaba.
—No es cómodo, Seriozha.
—¿Por qué no?
—Pero, ¿será posible que no comprendas?
—Bueno —propuse con aspereza—, llama al psiquiatra. Por lo menos tendré albergue seguro por una noche.
La miré a los ojos: el médico profesional había desaparecido, sólo quedaba una mujer asustada. Lo incomprensible es siempre horroroso.
—La habitación no es mía —empezó diciendo en voz baja—. Esperemos a Galia.
—¿Y si de nuevo pasa la noche en el instituto?
—Espera, la llamaré. El teléfono está en la antesala. Siéntate, vuelvo enseguida.
Salió, dejándome solo en la habitación donde todo me era conocido. De esta habitación salí hacia el registro civil. ¿De ésta o de otra? No, no de ésta. En algunas cosas coincidían, en otras no.
Tomé de la mesa un lápiz y escribí en la libreta de apuntes:
«Si me sucede algo, por favor, informe a mi esposa Galina Grómova. Calle Griboédov Nº 43. Informe, además, a los profesores Zargarián y Nikodímov en el Instituto del Cerebro. Muy importante.»
Las palabras «muy importante» las subrayé tres veces y tan fuerte, que el lápiz se rompió, imposibilitándome continuar la nota.
Metiendo la libreta de apuntes en el bolsillo, comprendí que había cometido un gran disparate, mis Zargarián y Nikodímov no recibirían jamás esta nota; así como mi esposa Calina Grómova, pues ella tenía aquí otro apellido.
En la antesala sonó el timbre de la puerta y, a través de la puerta semiabierta de la habitación, escuché el chasquido de la cerradura al abrirse y a Lena decir:
—¡Al fin! Acabo de llamarte por teléfono.
—¿Qué ha sucedido? —preguntó una voz sumamente conocida.
—Aquí está Serguéi Grómov.
—Bien, bien. Beberemos té.
—Sabes, Galia… él está un poco raro… —musitó Lena, transformando su voz en un murmullo ininteligible.
—¿Qué le pasa? ¿Se enloqueció?
—No sé. Dice que abandonó a su esposa.
—¡Dios mío, qué absurdo! Te está tomando el pelo, Lena. Y tú eres todo oídos. Acabo de verla hace media hora.
La puerta se abrió ante mí de par en par. Brinqué de mi asiento y quedé helado: en la puerta estaba mi mujer; el mismo rostro, la misma edad y hasta el mismo peinado. Sólo me eran desconocidos sus pendientes y su vestido, no el que había visto puesto antes. Permanecí parado en silencio frente a ella, esforzándome en contener la emoción.
—¿Para qué has inventado toda esta historia? —inquirió. Yo seguía encerrado en mi silencio.
—Acabo de ver a Olga. Se fue a su casa. Me dijo que te esperaría hacia la hora de cenar. Según ella, piensan ir a ver el ballet leningradense.
Yo seguía en silencio.
—¿Qué pasa? Sé que estás bromeando con Lena, ¿pero para qué?
No podía encontrar las palabras adecuadas para responderle. Todas mis esperanzas se habían derrumbado. ¿Qué explicación hubiera podido satisfacerla? ¿La verdad? Pero, ¿quién en mi lugar hubiese osado contarle la verdad?
—Lena dice que estás enfermo —continuó ella, mirándome con ojos escrutadores—. ¿Acaso es verdad?
—Acaso es verdad —repetí.
Yo no conocía mi voz, parecía ajena y venida desde lejos.
—Bueno —agregué—, perdónenme. Quizás me marche ahora.
—¿Adonde? —quiso saber Galia, abandonando su calma.
—No permitiremos que te vayas solo. Te llevaré a tu casa.
—Allí está todavía mi taxi. Lena, corre, quizás tienes tiempo de retenerlo.
Lena salió, y quedamos a solas.
—¿Qué significa todo esto, Seriozha? No comprendo nada.
—Yo tampoco —afirmé.
—No obstante, ¿qué sucede?
—Si no me equivoco, eres física, Galia —declaré al azar.
Ella se puso en guardia.
—Bueno, ¿y qué?
—¿No tienes ideas sobre la multiplicidad de los mundos? ¿De mundos que coexisten? ¿Misteriosamente lejanos y al mismo tiempo asombrosamente cercanos?
—Admitámoslo. Existen tales hipótesis. ¿Y qué?
—Entonces, supongamos que uno de esos mundos contiguos es semejante al nuestro. Que en él existe también Moscú, sólo que un poquito diferente; estas mismas calles, aunque con otras ornamentaciones; estas mismas casas, con otros números indicadores. Que en él existimos tú, yo y Lena, pero en otras relaciones…
Ella aún no comprendía nada. Pero, ¿de qué otra forma podía hablar? Yo ya estaba harto de seguir manteniendo esta máscara mental, por lo que decidí hablar claro.
—Supongamos que en el otro Moscú a ti te llaman Galia Grómova y no Galia Novoséltseva; que desde esta misma habitación salimos hacía el registro civil hace seis años. Y que ahora sucedió un milagro: me cambié la camisa… eché una mirada a vuestro mundo. He aquí un buen enredo para nuestra limitada inteligencia.
Ella me miraba aterrorizada, pensando, quizás, como Lena: «está loco, tiene delirios».
—Bueno, terminemos este espectáculo —farfullé torciendo la boca—. ¡Llévame adonde quieras! Me da igual. Y no te asustes, que no te voy a besar ni ahorcar. ¡Vamos! Allí está Lena llamándonos con la mano.
¿QUIÉN ES JEKILL Y QUIÉN HIDE?
También en este mundo, tenía Galia un carácter firme. Tras unos minutos, se tranquilizó.
—Espero que no nos dediquemos a hablar de ciencia ficción en presencia del chofer, —musitó a mi oído, cuando nos acercábamos al taxi.
—¿Crees que es una ciencia? —inquirí sin poder contenerme.
—¡Quién sabe!
En su rostro no había nada que pudiese inquietarme. Se conducía como cualquier mujer inteligente: ojos atentos, interés respetuoso hacia el interlocutor —cuando no aburría—, coquetería inconsciente y jocosidad.
—¿Por qué tienen ustedes la estatua de Pushkin en el centro de la plaza? —le pregunté, al pasar por delante.
—¿Y dónde la tienen ustedes? —quiso saber Galia.
—En el bulevar.
—Mientes en todo. También mentiste al hablarme del registro civil. ¿Y por qué salimos precisamente hace seis años para el registro civil?
—El destino, Galia, el destino —respondí con una sonrisa en los labios.
—¿Dónde estaba yo hace seis años? —se interrogó pensativa—. ¡Ah! Estuve en Odessa, en primavera.
—Y yo también.
—Mientes. Tú no fuiste con nosotros.
—Aquí no fui con ustedes, pero allá sí.
—¡Qué ex-tra-ño! —profirió silabeando y, mirándome ceñuda, agregó—: Sin embargo, no parece que estés enfermo.
«Qué agradable es escuchar tales palabras» quise decirle, pero no pude pues una ráfaga negra golpeó mi rostro.
Todo se oscureció.
—¿Qué te pasa? —oí el grito de Galia asustada. Y, con palabras precipitadas e inquietas, prorrumpió:
—Deténgase en cualquier, lugar, ahí en la acera. Él se siente mal…
…Abrí los ojos. En el automóvil flotaba aún la niebla. A través de ella vi el rostro de una mujer.
—¿Quién eres? —pregunté con voz ronca.
—¿Te sientes mal, Seriozha?
—¡Galia! —exclamé asombrado—. ¿Por qué estás aquí?
Ella no contestó.
—¿Te ha ocurrido algo en el bulevar? —pregunté mirándola.
—Sí —respondió Galia—. Hablaremos luego de eso. ¿Qué quieres ahora? ¿Un médico? ¿O tienes fuerzas para seguir a tu casa?