Aunque no sabía quién era Aglaya, pensé que de algún modo me ayudaría a salir de este enredo.
Miré por dónde había desaparecido Rem, pero entró por el lado opuesto de la habitación. Entró como si fuera la reina del lugar y se sentó frente a mí: era alta, de unos cuarenta años y estaba vestida con un traje de colores extraños.
—Te ves muy bien —empezó diciendo ella, mirándome con atención—. Hasta mejor que antes de la operación. Con este nuevo corazón vivirás cien años más.
—¿Y si no sobrevivo? —dije.
—¿Por qué no? La incompatibilidad biológica sólo era un riesgo en tu siglo amado.
Me encogí de hombros. Ya comenzaba el juego de sorpresas. ¿Quién era ella? ¿Quién era ella para mí? ¿Qué sería yo de ella? ¿Qué era lo que me exigían? Caminar sobre arenas movedizas exigía ingenio e imaginación.
—¿Quiere decir que estás de acuerdo?
—¿De acuerdo con qué?
—Preguntas como si no supieras. Acabo de hablar con Ana.
—¿Sobre qué?
—No finjas. Hablamos de lo mismo. Estás de acuerdo con el experimento. ¿Te convencieron?
—¿Quién?
—No digas nada, hasta un niño comprende. Después de la operación, seguramente, te dijeron: «¡Apruébalo y se acabó!».
—No hay que exagerar —le dije cautelosamente.
—No exagero. Lo sé bien. Ana defiende esta empresa, no por grandes principios, sino porque no tiene ningún vínculo biológico con Yulia, pero Yulia es tu hija y mi nieta.
Recordé las palabras de Rem y me reí.
—¿De qué te ríes? —gritó mi interlocutora.
Tuve que contarle el cuento de Rem sobre la nube invisible.
—Eso quiere decir —siguió diciendo ella—, que Ana no le ha dicho nada a ella. En este caso, tú puedes objetar lo acordado.
—¿Por qué?
—¿Quieres que tu hija se transforme en una nube? ¿Y si se disipa? ¿Y si su estructura atómica no se restablece? ¡Deja que el profesor Bogomólov pruebe su invento! ¡Que sufra su descubrimiento! Pero, sabes, a él no se lo permiten por su vejez y su débil salud. ¿Entonces nosotros debemos aceptarlo simplemente porque ella es joven y saludable? —balbuceó, caminando por la habitación—. No te reconozco, Serguéi, después que te opusiste con tanto fervor…
—Bueno, pues estoy de acuerdo —farfullé.
—Y no creo en tu consentimiento —gritó furibunda. Luego, tras una pausa, agregó—: Por lo demás, Yulia no está enterada. Vendrá ahora, dile que no lo consentirás. El hombre no es el único dueño de su vida mientras exista el padre o la madre.
Al pensar que quizás el experimento no se realizaría pronto, pregunté:
—¿Y cuándo harán el experimento?
—Hoy.
Yulia seguramente tenía cerca de veinte años, sería ayudante de algún profesor e iba a participar en un experimento extraordinariamente fantástico para nosotros, tan fantástico que hasta aquí encerraba peligro de muerte. Su padre tenía derecho a permitirlo o no. Ahora, este derecho lo tenía yo. Y no podía negarme a él sin crear una situación aún más crítica. Los ojos de Aglaya me miraban con ira; y no podía contestarle: ¿Tendría que decir «no» y evitar la alarma de las personas que la quieren? Si dijera «no» el sitio vacante sería ocupado por otra persona, y con los mismos riesgos. ¿Debía yo quitarle a Yulia su derecho a la hazaña?
—Entonces —repetí pensativo las palabras de Aglaya—, el hombre no es el único dueño de su vida mientras exista el padre o la madre.
Ella apuntó:
—Tal es la tradición.
—Esta tradición es loable cuando se arriesga la vida de un modo irreflexivo y desatinado; pero ¿y si ocurre lo contrario? ¿Y si el hombre arriesga su vida en aras de intereses mucho más altos que lo que pueda significar la felicidad o la no felicidad de su familia?
—¿Y cuáles son esos intereses?
—La patria, por ejemplo.
—Nadie la amenaza.
—La ciencia.
—No necesita cadáveres. Si alguien perece en un experimento, no es la ciencia la culpable, sino los científicos.
—¿Y si no hay culpables, si el riesgo se transforma en hazaña?
Aglaya se levantó majestuosamente de su asiento y afirmó:
—Por lo visto, no te cambiaron sólo el corazón.
Y, sin mirarme, se alejó cruzando la pared.
—Ha actuado bien —apoyó Vera.
Suspiré: «¿Y si no es así?»
—Todavía le falta una entrevista. Cuando la concluya, suspenderemos nuestra observación —agregó ella.
La persona con quien tenía que hablar se encontraba ya en la habitación. Estaba vestida con una ropa cuya moda no se diferenciaba mucho de la nuestra. Involuntariamente, quedé cautivado por los rasgos severos y discretos de su rostro, con el aire de los Grómov.
—Estoy esperando, papá —dijo ella con sequedad—. Y en el instituto también esperan.
—¿Será posible que aún no te lo hayan dicho?
—¿Qué?
—Que no me opongo.
Se sentó y, rápida como un rayo, se levantó con los labios temblorosos.
—Papá querido… —dijo sollozando, y hundió su nariz en mi suéter.
Sentí el olor de un perfume delicado y desconocido, parecido al de las flores en la pradera después de la lluvia.
—¿Tienes tiempo para conversar conmigo? —le pregunté.
—Sí.
—Entonces, cuéntame algo sobre el experimento en que participarás, pues después del shock lo he olvidado todo.
—Lo sé. Pero no te preocupes, eso pasará.
—Naturalmente. Yulia, ¿es tuyo ese descubrimiento?
—¡Qué pregunta! No, no es mío… —respondió riéndose—, ni de Bogomólov, es un descubrimiento del futuro, de una de las fases vecinas. Gracias a él, es posible transformar objetos en nubes electrónicas enrarecidas. Su velocidad es gigantesca y ningún obstáculo es capaz de detenerlas, pues los atraviesan sin dificultad. Como nos enseñaron las pruebas, es posible trasladar a distancias indeterminadas y al instante, cuadros, estatuas, árboles, edificios, etc. Hace unos días, lanzaron un puente desde Moscú a Bakú a través del Mar Caspio, y allí lo instalaron, entre Bakú y Krasnovodsk. Ahora quieren hacer pruebas con personas, aunque sólo hasta los límites de la ciudad.
—No comprendo, cómo…
—Sí, y no comprenderás, papá, mi topo histórico. En palabras generales esto ocurre por las siguientes razones:
»En cualquier cuerpo sólido, los átomos, con sus capas electrónicas, se adhieren con fuerza. A su vez, debido a la fuerza electrostática de atracción y repulsión, no se dispersan en el espacio, ni penetran unos en otros. Ahora, imagínate que sea posible reconstruir estas relaciones atómicas internas y conducir la estructura atómica del cuerpo sin cambiarla al estado de enrarecimiento en el que se encuentran, por ejemplo, los átomos de los gases. ¿Qué se obtendría? Una nube electrónico-atómica que es posible condensar de nuevo hasta adquirir la estructura cristalino-molecular del cuerpo sólido.
—¿Y si…?
—¿Cuáles «si»? La tecnología de este proceso ha sido dominada hace tiempo. —Se levantó y agregó—: Deséame suerte, papá.
—Espera, quiero hacerte la última pregunta —le rogué reteniéndola por una mano—: ¿Conoces las fórmulas de la teoría de las fases?
—Por supuesto. Las estudiamos en las escuelas.
—Bueno, yo no las estudié, pero necesito saberlas, aunque sea mecánicamente.
—No hay nada más simple. Deberías pedírselo a Torik, el hipnólogo de mamá. Lo has olvidado todo, papá. Tenemos un concentrador hipnótico y un dispersador. —Levantó una mano y, por un micrófono diminuto incrustado en su pulsera, dijo—: Sí, sí, ahora, ahora ya estoy preparada. Todo está en orden. No, no es necesario, no envíen nada, llegaré en la calzada móvil. Naturalmente, es mucho más simple y cómodo. En dos minutos estaré con ustedes. —Me abrazó, y al despedirse, agregó—: Desconecté el super. Les informarán con regularidad y a su tiempo. Y diles a Erik y a Dir que no molesten ni conecten la red.
Y desapareció tras la pared.
Me acerqué a lo que parecía pared. Vera no hablaba. Mirando furtivamente como un ladrón hacia todos los lados di un paso hacia adelante y la atravesé. Frente a mí se extendía un pasillo que llegaba hasta el mirador. A través del vidrio de una de las puertas laterales se veía un cielo gris que ennegrecía y, a lo lejos, el contorno de un alto edificio. Me acerqué más a la puerta: no había vidrio. Entré en la habitación. Allí, ante una diminuta mesa, estaban sentados dos hombres y una mujer. Rem saltaba a la pata coja a lo largo del mirador cercado por arbustos pequeños. Sus colores vivos me parecían conocidos porque me recordaban los adornos de los arbolitos de Navidad.
—¡Llegó papá! —gritó Rem colgándose de mi cuello.
—¡Deja a tu papá tranquilo! —ordenó con severidad la mujer.
La débil luz que caía desde arriba deslizábase frente a ella, dejándola en las tinieblas.
«Seguramente es Ana» pensé.
—La observación fue suspendida, Serguéi —continuó ella.
—Ya tiene completa libertad para moverse —dijo riéndose el hombre de más edad.
«¿Será éste Erik?» me pregunté.
—No, todavía no es completa —corrigió la mujer—, ya que no puede salir del mirador.
El hombre más joven, por lo visto Dir, saltó de su asiento y, sin mirarme, echó a caminar a lo largo de los arbustos. Parecía un atleta entrenándose, con sus pantalones cortos y sus largas piernas desnudas.
—Yulia acaba de irse —dije.
—No había que permitírselo —dijo Dir, sin mirarme.
—Lo escuchamos todo —me dijo Ana.
«Por lo visto, en esta casa todo se ve y se escucha. ¡Intenta vivir aislado! ¡Es imposible! Aquí se vive como en el teatro, actuando frente a los espectadores» pensé enfadado.
—En verdad, has cambiado mucho —afirmó Ana sonriendo—. Pero no sé bien en qué. Quizá sea mejor este cambio.
Mantuve silencio. Los ojos de Erik me miraban con atención estudiándome.
—Yulia Grómova acaba de entrar en la cámara de pruebas —dijo una voz llegada de no se sabe dónde.
—¿Escucharon? —inquirió Dir, dándose vuelta hacia nosotros—. Siempre había sido Yulia segunda; ahora es Yulia Grómova.
—La gloria empieza por el apellido —afirmó Erik riéndose.
—Les recuerdo a los invitados que el super está desconectado; además, Yulia rogó no tocar la red —les dije.
—¿Cómo dijiste? ¿Invitados? —indagó Ana asombrada.
—Aja —dije con cautela.
—Tienes en realidad muchas fallas en la memoria: hace medio siglo que no utilizamos la palabra «invitado» según su antigua significación. Te has encerrado tanto en la historia, que hasta eso has olvidado.
—Ahora llamamos «invitados» a los que llegan de otras fases del espacio-tiempo —aclaró Erik.
Antes de que pudiese contestarles, la voz habló de nuevo:
—La preparación del experimento se realiza conforme a los ciclos. Hasta ahora no hay ninguna desviación.
—No empezarán antes de veinte minutos —afirmó Erik.
Todos callaron. Erik no me quitaba los ojos de encima. En ellos no había rechazo, pero me alarmaban.
—Oí cuando le pidió a Yulia las fórmulas —me dijo, con un tono de voz benevolente—, y con todo placer le ayudaré. Tenemos tiempo, vamos.
Me levanté del asiento mirando de soslayo por encima de la barrera de arbustos. El mirador colgaba a la altura de un rascacielos. Abajo se oscurecían las copas de los árboles. Seguramente era un parque.
—¡Luz! —ordenó Erik, al entrar en otra habitación y, sin dirigirse a nadie, agregó—: ¡Sólo en el rostro y la mesita!
La luz de la habitación se estrechó en un solo rayo que iluminaba ahora la mesita y nuestras caras.
—¿Tiene las fórmulas? —inquirió Erik.
Le entregué los cartones con las fórmulas.
—Yo no las necesito —dijo riéndose—, serán su lección. Colóquelas sobre la mesa y mírelas con atención. Fije la vista sólo en las líneas de arriba, en las de abajo no es necesario. Lea las líneas de arriba unas tras otras.
—No las comprendo —aclaré.
—No importa. Solamente mire.
—¿Cuánto tiempo?
—Hasta que le avise.
—Ustedes tienen un concentrador hipnótico aquí —dije recordando las palabras de Yulia.
—¿Para qué lo queremos? —repuso riéndose—. Yo trabajo en base al viejo método. Ahora, míreme los ojos.
Le miré: sólo vi sus dos grandes pupilas, enormes como lámparas.
—¡Duerma! —dijo.
No recuerdo lo que sucedió después. Creo que abrí los ojos y vi la mesita vacía.
—¿Dónde están las fórmulas? —pregunté.
—Las tiré.
—¡Pero si no las recuerdo!
—Así le parece. Las recordará cuando esté en su mundo. Usted es un «invitado», ¿verdad?
—Sí, es verdad —repuse.
—¿De qué tiempo?
—Del siglo pasado. De los años sesenta.
Se sonrió en silencio, satisfecho.
—Lo comprendí al ver los datos de la observación médica. Me pareció bastante sospechosa la pérdida de la memoria. Mientras Yulia conversaba con Bogomólov, yo lo observaba. Tenía una expresión extraña al despertar en cámara, la del hombre que ve un milagro. Cuando Yulia dijo que iría en la calzada móvil, noté que usted nunca la había pisado a pesar de que corremos en ella desde hace medio siglo. Olvidó todo lo que existe en la realidad, hasta la semántica de la palabra «invitado». Así es posible engañar a los médicos; pero no a un parapsicólogo.