Se rió con la misma sonrisa de la profesora al escuchar la pregunta tonta del alumno.
—Por algo dicen que usted vive en el siglo XX.
Me asusté. ¿Será posible que estén enterados? Bah, qué importa, quizás eso sea lo mejor: ni explicaría nada, ni fingiría. Para aclarar las dudas, pregunté:
—¿Y por qué dicen eso?
—El corazón artificial se utilizaba hace tiempo. Ahora lo hemos cambiado por el orgánico, cuidado en ambientes especiales. Y, a pesar de eso, usted razona como si fuese del siglo XX, como lo haría un historiador. Según dicen, usted conoce el siglo XX como la palma de sus manos. Hasta sabe qué zapatos se utilizaban.
—Sí, tenían clavos —le dije alegremente.
—¿Qué tenían?
—Clavos.
—No sé qué son esas cosas.
Suspiré. La palabra más difundida en los tiempos de la física atómica, no existía en los diccionarios del siglo XXI. Sería interesante saber, cuál ha sido el suplente. ¿Quizás la cola?
—Escúcheme, señorita…
Su risa me interrumpió.
—¿Hablaban así hace un siglo: “señorita»?
—Sí, por supuesto —afirmé severo—. Escuche. Estoy cansado de estar acostado. Quiero vestirme e irme de aquí.
Ella arrugó el entrecejo:
—Podrá vestirse, le traerán la ropa; pero no podrá salir: el proceso de la observación aún no ha concluido. Tanto más después de un shock con pérdida de la memoria. Tenemos que comprobar de nuevo su organismo en las neurofunciones a que está adaptado.
—¿Aquí?
—Naturalmente. Vendrá su «historiador mecánico». Es uno de los mejores, de último modelo, sin dirección de botones y adaptado a su voz.
—¿Y usted verá y escuchará furtivamente?
—Por supuesto.
—Entonces no conseguirá nada —le dije—, porque no me vestiré ni trabajaré frente a usted.
Un alegre asombro reflejóse en su rostro, estremeciéndose para no estallar de risa, y preguntó:
—Pero, ¿por qué?
—Porque vivo en el siglo XX —le dije.
—Bueno —acordó—, apagaré el videógrafo; aunque seguiremos observando sus procesos orgánicos internos.
—Bien —le dije—. Aunque eres la séptima eres inteligente.
No comprendió esta última frase y le hice un gesto indiferente con la mano. Por lo visto, no había leído a Chéjov, o quizá lo leyó; pero olvidó esta frase. Desapareció junto con la pared y entró en la habitación algo parecido a un radiador hecho de tubos rectangulares entrelazados Este «algo» resultó ser un guardarropa corriente donde había sido colocada mi supuesta ropa. Elegí unos pantalones estrechos, blancos, fijados en los ruedos como los de nuestros gimnastas, y un suéter similar. En la pantalla cristalina se reflejó una figura parecida a la mía, más respetable y agradable a la vista. ¡Cómo iba a saludar a la gente del siglo XXI en ropa de cama! Me di vuelta al escuchar un ruido a mi espalda como si alguien anduviese en puntillas. Lo que vi, era algo muy diferente a un hombre; era una caja fuerte o una heladera que había entrado misteriosamente en la habitación ocupando el lugar del desaparecido guardarropa. Al entrar, quedó inmóvil, haciendo pestañear su ojo verde indicador.
—Qué interesante —dije en voz alta—, quizás éste sea mi «historiador mecánico».
El ojo verde se puso rojo.
—Sí, soy yo. Abreviado es «Himec-12» —pronunció la caja fuerte con voz privada de entonación—. Le escucho.
EL GLOSARIO «HIMEC»
A pesar de tener la plena convicción de que la muchacha no miraría ni escucharía, mantuve silencio, intrigado y sin saber qué hablar con el cíclope mecánico. «No creo que con esta máquina se pueda entablar una conversación» pensé.
—¿Cuál es el volumen de tu información? —inquirí con prudencia.
—Enciclopédico —respondió rápido—. Más de un millón de informaciones. Le podría dar la cifra exacta.
—No, no es necesario. ¿Desde cuándo hasta cuándo?
—Desde la antigüedad hasta el límite del glosario: el siglo XX. El carácter de la información es ilimitado.
Quise comprobarlo:
—Dime el nombre del tercer cosmonauta.
—Andrián Nikoláev.
Sí, coincidía. Y pregunté de nuevo:
—¿Quién recibió el premio Nobel de literatura en el año 1964?
—Sartre. Pero él se negó a recibirlo.
—¿Quién era Sartre?
—Un escritor y filósofo existencialista francés. Podría explicarle la esencia del existencialismo.
—No, no vale la pena. ¿Cuándo fue acabada de construir la represa de Asuán?
—La primera etapa en el año 1969. La segunda en…
—Basta —lo interrumpí; en nuestro mundo la primera etapa fue acabada de construir cinco años antes. Por lo visto, no todo coincidía con esta fase.
El «Himec» estaba en silencio. Era un erudito.
Yo sentía un deseo inmenso de conversar con él sobre los complejísimos problemas relacionados con nuestro experimento; pero no me decidía.
—¿Cuál ha sido el descubrimiento científico más eminente a principios del siglo pasado? —pregunté con cuidado.
Él respondió sin titubeos:
—La teoría de la relatividad.
—¿Y al final de siglo?
—La doctrina de Nikodímov-Yanovski sobre las fases del espacio.
Casi salté de mi sitio para besar a la caja erudita de ojo pestañeante (pestañeaba al responder a las preguntas).
—¿Por qué Yanovski y no Zargarián?
—Porque hacia los años noventa, el matemático polaco Yanovski hizo correcciones básicas a esa doctrina. Zargarián tomó parte en los experimentos sólo al principio. Pereció en un accidente automovilístico mucho antes de que el éxito del primer viajero por mundos simultáneos le permitiera a Nikodímov publicar el descubrimiento.
A pesar de que comprendía que éste no era mi Zargarián, mi corazón se contrajo de dolor.
—¿Y quién fue ese primer viajero?
—Serguéi Grómov, su bisabuelo —apuntó el «Himec» con su voz seca y metálica.
No se sorprendió por mi pregunta. Si todos debían saberlo, tanto más el descendiente. Además, en los cristales del cerebro cibernético del «Himec» no había sido programado el asombro.
—¿Necesita bibliografía informativa?
—No —respondí sentándome en la cama y apretando mis sienes con las manos.
Vera-séptima, la invisible, no me olvidaba.
—El pulso se le aceleró —dijo.
—Es posible.
—Encenderé el videógrafo.
—Espere —la detuve—. Me interesa mucho este «Himec». Es una máquina excepcional. Gracias por haberlo traído.
El «Himec» esperaba. Su ojo rojo se puso verde.
—¿Existieron o no científicos que se opusieran a la teoría de Nikodímov? —inquirí.
—Hasta Einstein tuvo opositores —respondió el «Himec»—. ¿Quién les hace caso?
—¿Y cuáles eran sus argumentos?
—Los sacerdotes rechazaban en general toda la teoría. El Congreso Ecuménico de las organizaciones clericales celebrado en Bruselas en el año 1980, la declaró como la más grande herejía de los últimos dos milenios. Tres años antes, una encíclica papal extraordinaria consideró la teoría una tergiversación profana de la doctrina sobre Cristo, el regreso a la doctrina pagana del politeísmo: tantos mundos, tantos Cristos. Esto no lo podían soportar los obispos y los patriarcas. Por otra parte, Pirelli, eminente teórico católico y fisiólogo italiano, llamó a la teoría de fases el descubrimiento científico más eficiente del siglo en su tendencia antirreligiosa, y absolutamente incompatible con la idea de un solo Dios, único e indivisible. Otros se esforzaron en combinar esta teoría con algo. Así, el filósofo norteamericano Hellman, explicaba la «cosa en sí» de Berkeley como producto del movimiento en fases de la materia.
—Estaba más loco que una cabra.
—No comprendo —dijo el «Himec»—. Loco: demente. Cabra: ganado caprino femenino. ¿Cabra loca? Solicito explicación.
—Es simplemente una locución idiomática. El sentido más aproximado sería: absurdo, disparate.
—Apunto —dijo el «Himec»—. Enmienda de Grómov a la idiomática rusa.
—Basta. Cuéntame mejor algo sobre las fases. ¿Son todas semejantes?
—La ciencia marxista asevera que todas son semejantes. Por medio de experimentos se ha podido comprobar la semejanza de muchas de ellas. Teóricamente, se supone que todas son iguales.
—¿Hubo oposición?
—Naturalmente. Los opositores del marxismo decían que tal similitud no era obligatoria. Ellos se basaban en la casualidad de los procesos en la vida del hombre y de la sociedad. «Si no hubiesen existido las cruzadas —decían ellos—, la historia del medioevo hubiera sido otra. Sin Napoleón, otro hubiese sido el mapa de Europa actual. La ausencia de Hitler no hubiera abocado al mundo a la Segunda Guerra Mundial». Todo esto ha sido refutado hace tiempo. Los procesos históricos y sociales no dependen de las casualidades, capaces sólo de cambiar uno u otro destino individual; sino de las leyes del desarrollo, comunes a todos.
De pronto, recordé mi conversación con Kliónov y repetí la pregunta que él me hizo:
—Supongamos que Hitler, casualmente, no hubiera existido… ¿Qué habría sucedido?
Y el «Himec» repitió las mismas palabras de Kliónov.
—Hubiese surgido otro Führer. Antes o después, pero hubiera existido, pues el factor decisivo para su aparición no fue la personalidad, sino la situación económica imperante en los años treinta. La casualidad objetiva capaz de ayudar al surgimiento de tal personalidad depende de las leyes de la necesidad histórica.
—¿Quiere decir que en todos los lugares es igual? ¿En todas las fases y en todos los mundos? ¿Existen pues siempre las mismas figuras históricas? ¿Las mismas cruzadas? ¿El mismo cambio de las relaciones sociales?
—Sí, en todas partes es igual. Sólo cambia el tiempo y no el desarrollo. El cambio de las relaciones sociales y económicas es igual en todas las fases, es dictado por el desarrollo de las fuerzas de producción.
—Bueno, así pensaban en el siglo pasado; pero ¿ahora?
—No sé. No me lo han dictado. Sin embargo, soy una máquina analizadora de probabilidades y puedo sacar conclusiones independientemente de lo programado. Según creo, las leyes del materialismo dialéctico son exactas para todos los tiempos.
—Espera, «Himec», te quiero hacer otra pregunta: ¿Es muy larga la fórmula matemática que representa la teoría de las fases?
—En esta fórmula están incluidas las fórmulas generales, los cálculos de Yanovski y el sistema de ecuaciones de Shual. Todo esto llena tres hojas de un libro de texto. Si desea, la podría repetir.
—¿Sólo hablando?
—Y gráficamente.
—¿Habrá que esperar mucho?
—Cerca de un minuto.
Se escuchó un zumbido parecido al de una máquina de afeitar. El panel anterior del «Himec» se levantó y, desde dentro, surgieron dos manos metálicas con dos cartones triangulares abigarrados de signos y cifras. Cuando los tomé, la tapa se cerró y quedó tan hermética, que no distinguí su línea divisoria.
Tras de mí, gritó la voz de un niño:
—Papá, estoy aquí. ¿No te enojas?
Me di vuelta. Cerca de la pared había un niño de unos seis años vestido con ropa azul apretada. Parecía un modelo de revista de modas.
LOS DERECHOS DEL PADRE
—¿Cómo has entrado? —le pregunté intrigado.
El dio un paso atrás y desapareció al cruzar la pared. Después, a través de ella se asomó un rostro picarón, y el niño, como «el hombre atravesador de paredes», entró de nuevo en la habitación.
«Protector luz-sonido» pensé. Aquí utilizan el color blanco, creando paredes ilusorias.
—Entré a escondidas —reconoció el chico—, mamá no me vio y Vera desconectó el ojo.
—¿Y cómo sabes que lo desconectó?
—Porque el ojo mira hacia acá a través de la sala de gimnasia y a pesar de que corrí hacia allá, no gritó. En caso de verme hubiera gritado: «Vete, Rem, estás en el campo de visión».
—¿Dónde hubiese gritado?
—Allá lejos. En el hospital —respondió señalando indeterminadamente.
Yo estaba en la luna.
—Y Yulia lloraba —siguió diciendo Rem.
—¿Por qué lloraba?
—Porque no le permiten tomar parte en el experimento.
—¿Cuál experimento? —pregunté, sintiendo una gran curiosidad.
—El experimento con el cual la transformarán en una nubécula invisible, como en los cuentos. La nube volará y volará y después regresará, y aparecerá Yulia.
—¿Ah, sí?
—Y no la dejas. Tienes miedo de que la nube no regrese.
Estaba completamente confundido. Vera me sacó del aprieto haciéndome recordar el pulso.
—Vera —le dije suplicante—, explícame por qué no le permito a Yulia hacerse invisible. ¡Oh, mi maldita memoria!
La risa conocida llegó a mis oídos.
—¡Qué cómico! «Mal-di-ta». Da risa. Debe resolverlo solo; es un asunto de familia. Justamente para eso, acaba de llegar Aglaya; y desea verlo. No se lo permito, porque tengo miedo de que usted se intranquilice. Pero ella insiste en entrar en la cámara.
—Que venga —le dije—. Trataré de no inquietarme.