Viaje por tres mundos – Alexander Abramov, Serguei Abramov

Ensimismado en mis pensamientos, llegué a la parada de taxis. Delante de mí sólo había una persona, la que por lo visto estaba apurada, mirando intermitentemente su reloj.

—He esperado diez minutos y no ha aparecido una sola máquina —dijo—. Los autobuses son gratis y puntuales, sin embargo, estos autodirigidos son más cómodos.

—¿Cómo dijo? ¿Autodirigido?

—Usted, seguramente, es forastero —apuntó riéndose—. Llamamos así a los taxis de manejo automático. ¡Son encantadores!

El primer autodirigido apareció por una esquina, acercándose. Temblé. En esta máquina sin ruedas ni chofer, había algo salvaje y antinatural. Venía hacia nosotros en silencio como boyando en un mar de petróleo, y lanzó cuatro patas de araña en la parada. El invisible guía abrió la puerta, la pasajera entró, pronunció unas palabras por un micrófono, el autodirigido recogió las patas y se alejó. Seguí todos estos movimientos, con mirada pueril. Y me inquietaron dos preguntas: ¿Qué dirás por el micrófono? ¿Y qué harás caso de no tener suficiente dinero? Pensé en correr, huir de la parada; pero me detuvo la presencia de otro pasajero que se acercaba. En su señalada delgadez y en sus cabellos canosos con raya, notábase cierta elegancia. Su barba, recortada con escrupulosidad, le daba un aspecto provocador y arrogante:

—Estoy apurado —dijo, mirando la plaza con impaciencia—. Parece que viene uno.

El autodirigido se detuvo.

—Con gusto le cedo mi turno —dije amable, y agregué—: No estoy apurado.

—¿Por qué? Iremos juntos; si no se opone, primero lo llevaré a su destino, después seguiré solo.

En sus ojos negros, brillaba algo conocido. La fisonomía de su rostro, me hacía recordar a una persona amiga: la frente deprimida y la mirada penetrante y burlesca. La barba, por lo contrario, desfiguraba su cara haciéndola irreconocible. ¿Será posible que sea él?

UN ZARGARIÁN ENVEJECIDO

Con curiosidad, lo miré de nuevo. Sí, era mi Zargarián; pero veinte años más viejo. Fingí no conocerlo.

—¿Adónde va usted? —me preguntó.

Me encogí de hombros y repuse:

—Me da igual un sitio u otro. Estuve veinte años fuera de Moscú.

—Entonces, vamos. Yo seré su guía. A propósito, ¿Desea almorzar conmigo en el «Sofía»? A decir verdad, no me gusta comer solo.

A pesar de los años, no perdía su ímpetu juvenil: en el acto transformóse en guía.

—No viajaremos por la calle Gorki. Todavía no la han reconstruido. Nos deslizaremos por la calle Pushkin, completamente nueva. Este es el programa.

Se sentó en el autodirigido y repitió por el micrófono lo que me había dicho, agregando dónde doblar y dónde pararse. El taxi cerró las puertas en silencio y, tras contornear el jardín, echó a andar por la calle.

—¿Y cómo paga? —inquirí curioso.

—Muy fácil. Sólo tengo que depositar el dinero en esta alcancía —repuso señalando una ranura cerca del parabrisas.

—¿Y si no tiene cambio en los bolsillos?

—Entonces molestaríamos a la máquina de cambio.

El taxi viró hacia la calle Pushkin, tan diferente a la de mi época como el Palacio de los Congresos a un club. Esta calle había sido construida con veredas de dos pisos, como en las galerías comerciales, y se unían a través de la calle por medio de puentes parabólicos. Estos puentes unían, además, las casas entre sí, formando encima de la calle un paseo complementario.

—Este paseo fue hecho para los ciclistas. Arriba hay también piscinas, y plazoletas para los helicópteros.

Hacía el papel de guía concienzudamente, saboreando con fruición mi asombro.

Nuestro coche cruzó el bulevar, atravesó la calle Chéjov, transformada por completo, y nos condujo por la calle Sadóvaia hacia el Sofía. La plaza situada delante del Sofía, era muy diferente a la que yo conocía. En ella, alzábase Maiakovski mucho más alto que la columna de Nelson, brillando al sol. El paralelepípedo del restaurante «Sofía», refulgente, jugueteaba con el destello solar.

La sala del restaurante sorprendía de tan sólo entrar en ella: las habituales mesitas blancas con los manteles almidonados mezclábanse con figuras geométricas parecidas a tiendas tejidas con agua y luz.

—¿Qué es eso? —pregunté absorto.

Zargarián se sonreía, como un mago que gozara de las reacciones futuras.

—Ahora verá. Sentémonos.

Nos sentamos en una de las habituales mesitas.

—¿No desea que lo vean o lo escuchen?

Haciendo la pregunta y sin esperar mi respuesta, levantó un ángulo del mantel, tocó allí algo y… la sala desapareció. Nos separaba de ella una tienda de lluvia exenta de humedad donde se entrelazaban hilos luminosos. Nos rodeaba un silencio solemne, como en una iglesia desierta.

—¿Y se puede salir?

—Claro. Es aire sin transparencia. Se realiza gracias a un protector de luz-sonido. Nosotros utilizamos en el laboratorio un protector negro que crea una absoluta oscuridad.

—Lo sé —apunté.

Ahora fue él quien se sorprendió.

Ya estaba aburrido de seguir jugando a las «escondidas».

—¿Es usted Zargarián? ¿Rubén Zargarián? —le pregunté, seguro de no equivocarme.

—Me reconoció —afirmó riéndose. ¡Ni la barba me ayuda!

—¡Lo conocí por los ojos!

—¡¿Por los ojos?! —preguntó asombrado—. ¡Pero si en las revistas y periódicos mis ojos no se distinguen bien! ¿Dónde me ha visto antes? ¿En los documentos científicos?

—¿Sigue usted estudiando la física de los biocampos? —le pregunté con cuidado.

—Sí.

—Entonces no se asombre de lo que escuchará. Yo le mentí al decirle que estuve veinte años fuera de Moscú. En verdad, no he estado nunca en este Moscú. ¡Nunca! —Me detuve, esperando ver su reacción: él seguía en silencio, mirándome con creciente interés. Y agregué—: Además, yo no soy esta persona que usted está viendo. Soy un viajero de otro mundo. El fenómeno es, seguramente, muy conocido por usted.

—¿Ha leído mis libros? —inquirió desconfiado.

—Por supuesto que no. En nuestro mundo todavía no los ha publicado, porque allá estamos veinte años en el pasado.

Zargarián saltó de la silla.

—Un momento. Sólo ahora he comprendido. ¿Quiere decir que usted es de otra fase? ¿Es así?

—Exacto.

Quedó en silencio, absorto, y dio un paso atrás. La mitad de su cuerpo fue cubierta por la cortina luminosa de agua. Al reaparecer, se sentó de nuevo en la mesa, haciendo un gran esfuerzo por ocultar su inquietud. Su rostro empezó a brillar, y en este brillo, se insinuaba el asombro del hombre que ve por primera vez un milagro; la alegría del científico al notar que este milagro se realiza ante sus ojos y la suerte del científico al saber que es capaz de tales milagros.

—¿Quién es usted? —preguntó al fin—. ¿Cómo se llama y cuál es su profesión?

Me reí y apunté:

—Es extraño hablar en nombre de dos personas, pero no me queda otra alternativa. El nombre es el mismo, aquí y allá. No tengo ningún título, soy una persona corriente. En lo que respecta a la especialidad, aquí soy profesor-cirujano, en tanto que allá soy periodista. Y, como es natural, allá soy veinte años más joven, al igual que usted.

—¡Qué curioso! —musitó, mirándome con atención inefable. Podía esperarlo todo menos esto. Yo, que he lanzado gente más allá de los límites de nuestro mundo, nunca había soñado encontrar aquí a tal huésped. Pero es natural, porque la materia es idéntica en todas las fases. —Y agregó riéndose—: Y yo estoy aquí y allá, y nos enviamos mutuamente mensajeros. ¿Y quién realizó el experimento?

—Nikodímov y Zargarián —respondí maliciosamente, preparado para otra sorpresa; pero él sólo indagó:

—¿Cuál Nikodímov?

—Pável Nikítich. ¿Acaso no fue él quien hizo el descubrimiento? ¿No trabaja usted con él?

—Pável murió hace once años sin granjearse fama. De hecho, éste es su descubrimiento. Lamentablemente, los primeros éxitos con los biocampos se lograron mucho más, tarde. Yo llegué al problema por otros caminos, pues soy psicofisiólogo. Su hijo y yo hicimos los experimentos.

Ignoraba que Nikodímov tuviera un hijo. Por lo demás, existía seguramente sólo aquí. Él continuó:

—Pero ustedes son más afortunados que nosotros —apuntó pensativo, pues comenzaron antes. Dentro de veinte años, conseguirán más de lo que conseguimos nosotros. ¿Es este el primer experimento?

—No, el tercero. Primeramente estuve en mundos cercanos y muy semejantes al nuestro; después más lejos, en el pasado; y ahora en el futuro.

—¿Y qué significa cercanos y lejanos? —inquirió sarcástico—. ¡Qué terminología tan ingenua!

—Supongo —afirmé vacilante— que los mundos, o como usted dijo, las fases, que tienen una diferencia de tiempo mayor en relación a nuestra fase están… más lejos de nosotros que los coincidentes…

Su carcajada me interrumpió.

Luego, apuntó:

—¡¡¡Más cerca o más lejos!!! ¿Y así lo explican? ¡Qué niños!

Me sentí ofendido al pensar en mis dos amigos. Mi Zargarián, en todos los aspectos, era mejor que éste.

—¿Acaso la cuarta dimensión no tiene extensión? —balbuceé—. ¿Acaso es errónea la teoría de la multiplicidad ilimitada de sus fases?

—¿Por qué cuarta? —inquirió colérico. ¿Y si es la quinta o la sexta? Nuestra teoría no determina su orden y dirección en el espacio. ¿Y quién le dijo que la teoría era errónea? Sólo limitada. La expresión «multiplicidad infinita» no se debe interpretar al pie de la letra, así como tampoco «la infinitud del espacio». Esto lo sabían ya sus contemporáneos. Aun en aquellos tiempos, la cosmología relativa excluía la oposición: finito-infinito.

»Comprenda esta cosa simple: el infinito y el finito no se excluyen, sino que se ligan intrínsecamente. ¡Se ligan intrínsecamente! —exclamó desaforadamente, y se rió mirando mis ojos vacíos. Luego, agregó—: ¿Qué? ¿Es muy complicado? Así como esto, es de complicado explicarle qué campo está «más cerca» y cuál está «más lejos». Yo podría trasladar su biocampo a un mundo contiguo que nos haya adelantado en cien años; pero no podría determinar geométricamente, dónde se encuentra, si cerca o lejos. —Se detuvo, como si su pensamiento lo hubiese hecho pensar en otra idea. De pronto, exclamó—: ¡No es una mala idea!

—¿Cuál?

—¿Quiere ir más lejos en el futuro?

—No comprendo.

—Ahora comprenderá. En mi laboratorio, podría desconectar su biocampo y trasladarlo a otra fase. ¿Qué me dice?

—Por ahora nada. Estoy meditando.

—¿Tiene miedo? ¡Pero si el riesgo es el mismo! Además, como en su mundo, Ud. tenía cuarenta años y no sesenta como ahora no tiene por qué preocuparse de su corazón: está en regla, de otro modo no lo hubiesen utilizado en el experimento. Yo, con pasión, hubiera tomado su lugar de haber sido posible; mas no valgo para eso. Usted no sabe lo difícil que es encontrar un cerebro-inductor con una tensión tan fuerte en su campo.

—¿Y todavía no lo han encontrado?

—Sí. Tres en diez años. Usted es el cuarto. Pero usted ha tenido mucha más suerte. Le prometo una excursión interesante: en ella podría encontrar hasta a sus descendientes. Digamos, un salto de cien años hacia el futuro. Bueno, ¿y qué? ¿Qué es lo que lo desconcierta?

—Mi biocampo. ¿Y si lo pierden?

—¿Quiénes?

—Mis amigos.

—No lo perderán. Primeramente, lo haré regresar a su mundo, allá estará por unos minutos, después llegará a otro. No se asuste, no habrá explosiones, erupciones, ni irradiaciones. Por lo demás, vuestros aparatos registrarán todo. ¿Volamos?

El se levantó de la mesa.

—¿Y no almorzaremos?

—Almorzaremos después. Yo aquí, usted en el futuro.

Tras pensar que no tenía nada que perder en el experimento, afirmé levantándome:

—¡Volemos!

UNA LEJANA ESPERANZA

Repetí la expresión de Zargarián maquinalmente, sin sospechar que justamente íbamos a volar. Primero nos elevamos al techo del edificio en veloz ascensor, allí entramos en un taxi-helicóptero y partimos hacia Yugo-Zapad ojeando los techos de Moscú.

Este panorama de Moscú hacia fin de siglo, no lo olvidaré jamás. Constantemente me decía que no era el Moscú en el que había nacido y crecido, separado de éste por la frontera invisible del espacio-tiempo y por veinte años de construcciones gigantescas. Pero mis ojos me afirmaban lo contrario, porque también en mi Moscú se desarrollaban las construcciones con este mismo ritmo. Esto quería decir, que aún en nuestro mundo se levantaría una ciudad tan bella como ésta, o quizás más bella.

Parecía como si un mago con un proyector de cine reprodujera ante mis ojos cuadros asombrosos del futuro. Escudriñaba cada región, buscando detalles que me recordaran a mi Moscú, alegrándome como un niño al divisar lugares conocidos de mi ciudad, y conmoviéndome al saber que estaban en este nuevo Moscú. Todo lo conocido surgía ante mí: el Palacio de los Congresos; las cúpulas áureas de las iglesias del Kremlin; los puentes a través del río Moscú; el Bolshoi, de juguete desde el aire, la universidad Lomonósov y el estadio Luzhnikí. Otros altos edificios de mi ciudad, se perdían quizás en el alto bosque granítico, o simplemente no existían. La ciudad vertía sus construcciones más allá de la carretera circular que la rodeaba, como en nuestro mundo, y por ella se arrastraban máquinas pequeñas y ágiles, como hormigas.