—Entré por la mañana y salí por la noche.
—Ahora son las once y cuarenta minutos. ¿Coincide?
—Aproximadamente.
—Entonces hay un insignificante retraso en el tiempo.
—¿Insignificante? —le pregunté riéndome con tristeza—. ¿Acaso veinte años son pocos?
—Cuando calculamos en milenios veinte años no es nada.
No me inquietaban los milenios, sino el destino de Serguéi Grómov, a quien abandoné hace un cuarto de siglo en un camino suburbano de Kolpinsk. Me figuro que él supo aprovechar su tiempo.
VEINTE AÑOS HACIA EL FUTURO.
El nuevo experimento empezó del modo habitual, como la visita a la policlínica. En vísperas del experimento, no me despedí de nadie, no reuní a mis amigos y no llegué al laboratorio acompañado de Zargarián en su auto, sino en el autobús.
Al entrar en la sala, Nikodímov, rápido como un rayo, me sentó en el sillón. No tuve tiempo ni de darle mi aprobación para la prueba. El tan sólo inquirió:
—¿Cuándo empezaron las contrariedades la vez anterior? ¿A la tarde?
—Quizás. Ya en el camino empezaba a oscurecer.
—Los aparatos grabaron el sueño, después el aumento de la tensión nerviosa y, finalmente, el shock…
—Es exacto todo.
—Pienso que podremos ahora prevenir las complicaciones, si es que surgen —afirmó. En este caso, lo haremos regresar a su mundo psíquico.
—Era esto precisamente lo que no quería —dije—. Ya lo saben.
—Sí, lo sabemos; pero no queremos arriesgarnos.
Zargarián, que había aparecido en la habitación blanco como un fantasma, tronó con voz estentórea:
—¿Y cuáles son los riesgos? ¿Quién está hablando de riesgos? Por un minuto de tu viaje, doy un año de mi vida. Esto no es ciencia, como cree Nikodímov, sino poesía. ¿Te gusta el poeta Voznesenski?
—Me agradan sólo algunas de sus obras —respondí.
Zargarián empezó a declamar:
«En horas del otoño… a través del bosque salpicado de hojas… furtiva y peligrosamente… vuelan hacia nosotros, como semillas…, destinos y nombres…»
Interrumpió la cita y preguntó:
—¿Qué recuerdas de estos versos?
—Sólo: «furtiva y peligrosamente» —contesté.
Ya no lo veía. Me hablaba desde las tinieblas:
—Lo principal es: ¡furtivamente! Seamos solemnes. Estás frente al futuro.
—¿Estás convencido de ello? —llegó hacia mí la voz apenas inteligible de Nikodímov.
—Por completo.
No escuché nada más. Los sonidos se apagaron y, en el silencio sepulcral empezó a oírse un zumbido monótono.
No había niebla ni silencio. Yo estaba en un sillón muelle cerca de una ventana. Junto a mí, y al frente, estaban sentadas personas desconocidas. El sitio parecía la cabina de un avión o el vagón de un tren suburbano, donde se sienta la gente en filas de tres, a ambos lados, con un pasillo por el medio de puerta a puerta. Este pasillo prolongábase unos cuarenta metros aproximadamente.
Mirando de soslayo a los vecinos y sin levantar la vista, me observé. Mis manos grandes, sumamente blancas y con la piel seca y limpia, como aparecen después de un lavado tenso, llamaron mi atención. Eran las manos de un hombre viejo. «¿Cuántos años tengo y cuál es mi profesión? pensé. ¿Soy laboratorista? ¿O doctor? ¿O científico?» Ni mi traje —también viejo, no muy usado, de un material raro y con un dibujo extravagante— podía orientarme sobre mi profesión.
Miré a través de la ventanilla. No, esto no era un avión, porque viajábamos demasiado bajo, mucho más que en vuelo rasante; aunque tampoco un tren, pues volábamos sobre la tierra, las casas y los boscajes casi cortando las copas de las pinos y los abetos. Tanta era la velocidad, que el paisaje se mezclaba con anarquía. Los ojos, sin poder soportar la fuga de los objetos tras la ventana, empezaron a dolerme. Saqué mi pañuelo y me los froté.
—¿Le duelen? —preguntó uno de los pasajeros de enfrente, flaco, canoso. y con unos lentes áureos sostenidos milagrosamente en el entrecejo—. Algunas veces olvidamos que en estos años no se debe mirar por las ventanillas. Ya no estamos por los años cincuenta, cuando las máquinas andaban lentamente. En estas nuevas máquinas sólo se pueden leer los versos de Pushkin: «Nebuloso cielo, nebulosa noche…»
—¿No le gustan? —preguntó objetando un joven sentado al borde de la fila.
—¿Por qué no? ¿A quién no le gustan estas máquinas? Pueden viajar de Leningrado a Moscú en una hora y media. Es algo nuevo.
—¿Por qué nuevo? —inquirió el joven encogiéndose de hombros—. De las vías de un solo rail hablaban hace veinte años. Esto es sólo una modernización. Y —dijo dirigiéndose a mí— si le fatiga mirar por la ventanilla, por qué no enciende el televisor.
Quedé inmóvil, sin comprender dónde estaba el televisor y cómo encenderlo. El viejo canoso, sin esperar, apretó una palanca lateral y la pantalla conocida del televisor cubrió la ventanilla. La imagen surgía como de muy hondo, permitiendo una clara y cómoda visión para los pasajeros sentados a ambos lados. Era televisión en colores y en relieve. En la pantalla apareció un edificio alto de múltiples pisos, adornado con losetas grises y rojas. Hacia su techo plano, descendía un helicóptero desde el azul inmaculado del cielo. «Transmitimos las noticias del día” dijo un locutor no visible. “Visita de los dirigentes del Partido y del gobierno a la tricentísima casa comunal de la región Kievski, en nuestra capital». Un grupo de personas maduras salió del helicóptero y se ocultó bajo una cúpula de plástico. Y empezaron a refulgir las luces de los veloces ascensores. El objetivo del televisor corrió hacia abajo, hacia las vitrinas del primer piso. «En este piso están instalados los almacenes, comedores y talleres que abastecen a los pobladores del edificio». Los invitados paseaban parsimoniosamente por los pisos y habitaciones, decorados con una incomprensible e insólita elección de formas y colores. «Un solo movimiento y la cama entra en la pared, empujando hacia adelante un armario para libros oculto». «Tirando del marco, esta cama se hace doble». Después aparecieron halls, en los diferentes pisos, con pantallas de cine y televisión. «Este piso está por completo a la disposición de los jóvenes que desean estar a solas» comentó el locutor, aún oculto, abriendo ante nosotros una habitación amueblada de un modo insólito.
—No comprendo, ¿para qué construyen eso? —farfulló con desdén una dama sentada a mi frente, con un tejido en las manos.
Miré al joven sentado al borde de la fila esperando de él la réplica. Y no me equivoqué. ¡Qué similar a los jóvenes que conocía! Él tomaba de ellos la vehemencia, los arrebatos juveniles y la incompatibilidad con lo que no va al ritmo con la época.
—A pesar de que estas casas comunales las empezaron a construir hace tiempo, todavía no comprende para qué…
—¡No, no comprendo! —exclamó la dama con testarudez. ¡Nos libramos, gracias a Dios, de los apartamentos comunales; pero aquí están de nuevo…!
—¿De nuevo qué?
—Estas casas comunales. Estamos haciendo resucitar el modo de vida comunal.
—¡No hable disparates! ¡La gente pasa de los apartamentos aislados y separados a las casas comunales y no a los apartamentos comunales, ni sé lo que es eso! Usted misma, con sus propios ojos, acaba de ver estas casas comunales. ¡Esto ya es un nuevo modo de vida comunal!
La dama calló. Y nadie la defendió.
En la pantalla aparecieron torres petroleras, perforando el cielo plomizo y purpúreo que cubría abetos y alerces. «Estamos en el tercer Bakú” continuó el locutor “en una nueva zona de la región petrolera de Yacutia, en Siberia».
¡El tercer Bakú! En mi época sólo supe de dos. ¿Cuántos años habrán pasado?
Esta pregunta muda se la hice a los cirujanos vestidos de blanco que surgieron en la pantalla realizando una operación sin efusión de sangre, con un haz de rayos de neutrones; y a los inventores de la masa química que cosía la herida; y al propio locutor que apareció, por fin, frente a los televisores: «Para concluir, les quiero hacer recordar las profesiones que más necesita nuestra economía. Nos faltan: ajustadores de talleres automáticos; operadores de minas teledirigidas; mecánicos de centrales eléctricas atómicas, y montadores de computadoras electrónicas universales».
La pantalla se apagó y, de otro lugar, llegó una voz: «Nos acercamos a Moscú. Encendemos las luces de advertencia. Con la luz verde quedará colocado el escalador».
Sobre la puerta delantera centellearon luces rojas; después azules y, luego, verdes. En el pasillo, los pasajeros empezaron a avanzar sobre el piso movible; también yo. Salimos al escalador que, acelerando el movimiento, nos condujo al vestíbulo del subterráneo, y, antes de que tuviese tiempo de echarle una mirada, nos siguió llevando hacia adelante, rápido como un cohete, disminuyendo el movimiento sólo en las escaleras movibles que nos condujeron al andén. «¿Y dónde están las ranuras para depositar las monedas?” me pregunté. “¿Será posible que el subterráneo sea gratis?» La respuesta afirmativa a mi pregunta la dio el tropel de gente entrando en el tren estacionado.
Salí a la plaza de la Revolución, que conocí en el acto, no sólo bajo tierra, cuando vi las esculturas de bronce en la arcada, sino afuera, donde me miraban las columnas del Bolshói a través de la verde cortina del bulevar. La estatua de Marx estaba en su sitio. Empero, en vez del poco atrayente «Gran Hotel», erguíase un gigantesco edificio blanco de acero inoxidable resplandeciente y por el ala lateral del «Metropol» se extendía ahora una calle bulliciosa de varios pisos. El movimiento de la gente me parecía conocido, casi sin ningún cambio: como siempre, las gotas multicolores de los transeúntes, formando un torrente humano, deslizábanse parsimoniosamente por las anchas veredas. Por el asfalto de la plaza, contorneando las casas y jardines, deslizábase la abigarrada corriente de autobuses y automóviles.
Al observar con atención todo lo que me rodeaba, empecé a encontrar cosas que no existían en mi mundo: las ropas de los transeúntes tenían otro corte; y los autos, de otras líneas y formas, desplazábanse en silencio sobre una almohada de aire, en una niebla color lila, como peces. «¿Cuántos años habrán pasado?» me interrogué, incapaz de responder.
Un enrejado de hierro serpenteaba a lo largo de la acera, con aberturas tan sólo en las paradas de los autobuses; esto me impidió cruzar al otro lado. Empecé a caminar hacia el jardín Alexándrovski; al llegar a la esquina del Museo Histórico, le eché una mirada a la Plaza Roja; allí todo estaba como antes: la antigua muralla dentada; el reloj en la torre Spásskaia; el severo y masivo Mausoleo y la catedral de San Basilio, milagro arquitectónico. Mas, no se veía por ningún lado el hotel que habíamos construido en Zariadie. Del otro lado del río, se veían por detrás de la catedral, edificios altos y desconocidos.
Llegué al jardín Alexándrovski y me senté en un banco. Aquí había calma, una calma que miraba con indiferencia el bullicio agitado y pletórico de la ciudad: lo mismo ocurría en nuestro mundo. A decir verdad, estaba un tanto desconcertado: ¿A dónde ir? ¿Dónde se encontraba mi casa? ¿Cuánto tendría que sufrir en esta nueva vida?
En el bolsillo del saco encontré una cartera compacta de plástico suave y transparente. A través de él, sin sacar la tarjeta, leí mi nombre, profesión y dirección. Yo era de nuevo servidor de Hipócrates, director de una clínica, quirúrgica, y, quizás, muy notable, porque encontré en la cartera los saludos enviados al doctor Grómov por tres organizaciones extranjeras, con motivo de sus sesenta años.
¡He aquí, veinte años hacia el futuro! Para mí, la vejez, para la ciencia pasos gigantescos. Me invadieron reflexiones agobiadoras. ¿No sería triste ver a mis amigos envejecidos? ¿Cómo estarían? Me imaginé la visita a la dirección escrita en la tarjeta: Olga, veinte años mayor, abriría la puerta. ¿Y si no era Olga? Sin deseos de complicar la situación, tomé maquinalmente el dinero de la cartera. Seguramente era suficiente para un día en el futuro. Bueno, ¿qué podría hacer? ¿Callejear, cruzar la ciudad y verlo todo, respirar en sentido literal el aire del futuro? ¿Acaso esto es poco? ¿Poco para Zargarián y Nikodímov? ¿Y qué prueba material podría llevarles del futuro? ¿Sería acaso imprescindible ir a la biblioteca «Lenin» —seguramente, aquí también existe— para hurgar en los catálogos e interesarse por la temática de las revistas científicas? Pero, supongamos que logre encontrar algo muy cercano a los trabajos de mis amigos científicos, ¿podría yo comprender los artículos de los hombres de ciencia de los años ochenta si soy incapaz de entender las explicaciones de Zargarián? No, sería inútil. ¿Y si aprendiera de memoria una fórmula? No, la olvidaría en seguida. ¿Y si aparece un símbolo matemático desconocido? ¡No! ¡Es absurdo! ¡No lograré nada!