Viaje por tres mundos – Alexander Abramov, Serguei Abramov

En realidad, este Müller de mis años de infancia no era el Müller del diván. Yo mismo no era el Grómov que estaba sentado en ese sillón rojo de cordobán, con el cuerpo abotagado y lleno de vendas. Pero, como me había enseñado la experiencia, las fases no cambiaban en el hombre su temperamento y su carácter. Siendo así, mi Genka Müller tenía todas las bases para convertirse en este Müller oficial de los ejércitos de la S.S. y jefe de la Gestapo de Kolpinck. En consecuencia, también yo podía conducirme tal como era.

El bajó la revista y nuestros ojos se encontraron.

—¡Al fin despertaste! —exclamó.

—Mas bien, volví en mí —apunté.

—No simules. Ya hace dos horas que estás durmiendo, después que nuestro doctor Getzke, mago y divino, te amputó el dedo y te arregló la cara. Dormiste como un lirón.

—Pero, ¿para qué? —inquirí asombrado.

—¿Qué?

—¿Por qué me arreglaron la cara?

—Kreiman se entusiasmó demasiado con el pelo. Bueno, otra vez eres hermoso.

—Seguramente el señor Müller tiene una novia casadera para mí —le dije con cinismo—. Si es así, llega tarde.

—¡Basta de señor Müller! ¡Aquí no hay señor Müller! ¡Sólo Genka Müller y Seriozha Grómov! De alguna forma ellos se pondrán de acuerdo.

—¡Qué interesante! ¿Y en qué?

Müller se levantó del diván, se desperezó y, bostezando, preguntó:

—¿Por qué preguntas siempre: «¿para qué?», «¿por qué?».

—No, no preguntaré. Sé muy bien que quieres hacer de mí un soplón o un canalla; pero yo no sirvo para eso.

—Tú sirves para la tumba.

—Tú también —prorrumpí con coraje—. Yo tengo tiempo para no llegar tarde a la tumba; pero ahora, quiero comer.

El soltó una carcajada.

—¡Ja, ja! Dices verdad, no llegarás tarde. —Se sentó a la mesa y sirvió sendas copas de coñac—: El vodka nuestro es pésimo, pero el coñac es excelente. Lo traen de París y se llama Martel. ¿Por qué brindaremos?

—Por el triunfo.

Lanzó otra carcajada con más fuerza.

—Me haces reír, Seriozha. Es un brindis muy razonable. ¡Bebamos!

Bebió su copa y, sirviéndose otra y con sonrisa mordaz, agregó:

—El segundo trago será por nuestra salida inmediata de esta ratonera. En Berlín tengo un pariente con buenas relaciones, quien me prometió un traslado en este verano a París o Atenas, lejos, lejos de los disparos.

—¿Y qué sucede? ¿Hay alguien que los enfada? —inquirí riendo.

—¿Y qué crees tú? Siempre se espera de cualquier canalla un atentado con granadas. A mi antecesor lo rompieron en pedacitos. Ahora, soy yo el sentenciado.

—Eso quiere decir, que no vivirás muchos años —afirmé indiferente.

Sin probar bocado, llenó de nuevo la copa. Sus manos temblaban.

—Pues yo estoy impaciente por el traslado. Ojalá que no se retrasen. Allí, en París, la guerra habrá acabado para mí.

—Aún combatiremos —le dije—. Sólo dentro de dos años y medio acabará la guerra.

Su mano, agarrando la copa de coñac, quedó helada sobre la mesa.

—Sí, exactamente dentro de dos años y medio —le aclaré—. Justamente el 8 de mayo de 1945 será firmado el acuerdo de capitulación incondicional. ¿Y sabes quién capitulará? Alemania, amigo, Alemania. ¿Dónde? En Berlín, casi en las mismas ruinas de la cancillería imperial.

Bajó la copa sin beber y la colocó sobre la mesa. Quedó asombrado y, tras unos instantes, en su rostro surgió el miedo. Dirigió su mirada hacia la mesita de noche situada cerca del diván y en la que estaba su pistola Walter. «Seguramente pensó que enloquecí y recordó su pistola». Sonó el teléfono, lo tomó, dio su nombre y pronunció unas palabras en alemán, de las que pude sólo atrapar Stalingrado. Recordé las palabras de mi compañero, en el camión verde-oscuro: «…al final de enero o a principios de febrero…». Sí, así era. Colgó el teléfono y, con el rostro sombrío, se sentó en la mesa.

—¿Stalingrado? —pregunté.

—¿Qué? ¿Comprendes alemán?

—No, simplemente adiviné. Paulus fracasó. Kaput.

Él, como amonestándome, golpeó el plato con su cuchillo:

—No hables disparates. Paulus acaba tan sólo de recibir el rango de mariscal de campo. Por lo demás, Manstein ya se acerca a Kotélnikovo.

—Manstein ha sido aplastado. Aplastado y rechazado. Y a Paulus le llegó su fin. ¿A cuánto estamos hoy?

—A 2 de febrero.

Me reí. ¡Qué agradable es conocer el futuro!

—Pues justamente hoy, capitula Paulus en Stalingrado; y el sexto ejército, o más bien lo que quedó de él, loando a su Führer, va hacia el cautiverio.

—¡Cállate! —gritó, tomando la pistola de la mesita de noche—. Yo no le perdono a nadie tales bromas.

—No estoy bromeando —le dije, dirigiendo a mi boca una lonja de jamón—. ¿Tienes cómo comprobarlo? Entonces llama por teléfono.

Müller, taciturno y meditabundo, jugaba con su Walfer.

—Bien, comprobaré. Llamaré a von Gennert. Él debe saber. Pero ten en cuenta que, si esto es una burla, yo mismo te fusilo. ¡En el acto!

Diciendo esto, se acercó al teléfono. Durante unos minutos estuvo hablando, firme, como si pasaran revista. Cuando acabó, impávido, dejó caer el auricular y, sin mirarme, lanzó su pistola al diván.

—Bueno, ¿y qué? ¿Me equivoqué? —pregunté acercándome a él.

En su rostro reflejábase una perplejidad ilímite y desconcertante. Me miraba, como preguntándose: ¿no será Serguéi un representante del mando supremo?

Por fin, dijo:

—A pesar de que no lo han informado oficialmente, Gennert lo sabe. Le asombró que yo lo supiera. Tuve que zafarme con astucia para no cometer un error.

—¿Y no te comunicó que ya Hitler declaró el luto en memoria al sexto ejército?

—¿También eso sabes? —preguntó, parado, sin quitarme los ojos de encima, asombrado y sin comprender nada—. ¿Cómo lo sabes? No pudiste saberlo ayer. Está claro. Y hoy, ¿quién te lo pudo decir? ¿Te trajeron con otra persona?

—Hoy por la mañana… —aclaré— hoy por la mañana tu Paulus todavía lanzaba coces.

Parpadeó de prisa:

—Quizás alguien captó la transmisión moscovita.

—¿Dónde? ¿En la Gestapo?

—No comprendo —dijo—. De eso nadie sabe en la ciudad. Estoy convencido de ello.

De pronto, en mi mente surgió una idea, la idea de que aún podía salvar al desafortunado Jekyll: «Hasta la mañana, por lo visto, no lo amenaza nada; pero más tarde cuando recupere su conciencia, liberado ya de mi intromisión, su vida correrá gran peligro; por ella no daría ni un kopek. Müller lo liquidará sin ceremonias, y más aún cuando declare que no recuerda nada de lo que sucedió el día anterior. Siendo así, hay que pensar en algo. El juego será muy difícil».

—No te esfuerces en adivinar, Genka —le dije—, de todas maneras no podrás. Sencillamente, no soy una persona corriente.

—¿Qué quieres decir con eso?

—¿No has escuchado o no has leído lo que sucedió en Moscú con un grupo de investigadores en el año 1940? —pregunté improvisando—: En los países capitalistas hicieron mucho ruido con respecto a esto. En síntesis, era un grupo de telépatas.

—No, no he escuchado nada —contestó perplejo.

—A propósito, ¿sabes qué es la telepatía?

—Es algo así como la transmisión de pensamiento a larga distancia.

—Más o menos. Este problema no es nuevo. Hasta Sinclair escribió sobre él, aunque de una manera idealista. Nuestros científicos, por el contrario, hicieron importantes pruebas en este campo con bases científicas. Según ellos, el cerebro es como un receptor de microondas que capta, a cualquier distancia, el pensamiento, que se mueve en forma de ondas de longitud inconcebibles, mucho menor que el micrón. Cualquier individuo posee esta cualidad en estado embrionario. Sin embargo, si encuentra el cerebro-perceptivo, o sea, el receptivo a la inducción, es posible desarrollarla. Nuestros científicos realizaron experimentos con diferentes individuos y muchos pasaron la prueba, entre ellos yo.

Müller se sentó en el diván frotándose los ojos.

—¿Acaso estoy durmiendo? No comprendo nada.

Por su rostro, comprendí el efecto de mi juego: casi creía. Ahora sólo había que quitar este «casi».

—¿Has leído alguna vez sobre Cagliostro o sobre Saint-Germain? —inquirí, y su mirada vacía me dijo que no—. La historia no ha podido hasta ahora explicarse los secretos que rodearon su vida; especialmente la de Saint-Germain. Este conde, viviendo en el siglo XVIII, relataba sucesos que acaecieron en los siglos XII, XIII y XIV, como si hubiera estado presente cuando ocurrieron. Lo consideraban brujo, astrólogo, etc., y lo llamaban el nuevo Ahasvero, y lo invitaban los monarcas a sus palacios. Podía augurar el futuro con absoluta exactitud. Nadie sabía quién era este individuo. Los historiadores eludían el problema con los despectivos: «charlatán», «descarado»…; pero sólo había que decir «telépata». Captaba el pensamiento del pasado y del futuro, como yo.

Müller callaba. Yo no podía saber en qué pensaba. ¿Quizás comprendía que yo estaba charlataneando? ¡Qué importa! Yo poseía una carta invencible e irrefutable: Stalingrado.

—¿El futuro? —preguntó ensimismado—. ¿Quieres decir que tú puedes predecir el futuro?

«No se deben llevar las cosas muy lejos” pensé. “Müller no es un tonto y está acostumbrado a razonar de un modo realista».

—El tuyo no es difícil de predecir —respondí con perfidia a su astuta pregunta—. Tú mismo comprendes cuál es la situación que se presenta. Después de la batalla de Stalingrado, los guerrilleros y los miembros de las organizaciones clandestinas se esparcirán por todas las regiones. No vivirás hasta el verano, Müller, irrevocablemente morirás.

Sonrió maliciosamente torciendo la boca y aseveró:

—A pesar de todo, el dueño de la situación soy yo. También yo puedo predecir tu futuro; y sin telepatía. Un servicio por otro.

—Por lo visto, ésta es una conversación entre hombres —dije riéndome—. Podríamos cambiar el futuro: tú el mío y yo el tuyo.

Él levantó las cejas sin comprender.

—Bueno, abramos las cartas. Si tú me llevas, hoy mismo, adonde los guerrilleros, yo te garantizo la vida hasta el final de este mes. No te tocarán ni las balas, ni las granadas, nada.

Seguía en silencio.

Y continué:

—Sólo pierdes una cosa muy insignificante: mi vida; y ganas un dineral: la tuya.

—Hasta fin de mes —dijo, riéndose sin ganas.

—Yo no soy todopoderoso.

—¿Cuáles son las garantías?

—Mis palabras y mis pruebas. Las has visto y te has enterado de las cosas que sé.

Empezó a meditar en silencio y paseando su mirada distraídamente por la habitación. Después, sirvió en las dos copas el resto del coñac. Como no había probado bocado, estaba borracho, y sus manos temblaban cada vez más.

Levantó la copa y musitó:

—Bueno, entonces: ¡buena suerte! Brindemos.

—No deseo beber —le dije—. Necesito la cabeza clara y manos seguras. Dame un arma, aunque sea tu «Walter», y amárrame las manos ligeramente para liberarme con facilidad.

—¿Y de qué modo te envío? Sabes que tengo jefes.

—He ahí. Envíame hacia los jefes de más rango por la selva.

—Tendrás que ir con el chofer y la escolta. ¿Te las arreglarás?

—¿No lamentas a tu escolta?

—Sólo lamento el auto —respondió ceñudo.

—Te lo devolveré junto con el chofer. ¿Vamos?

—Bien.

Acercóse al teléfono y llamó.

Quedé sorprendido por la rapidez con que resolvió todo. No pasaron treinta minutos, cuando el «Opel Capitán» rodaba ya con nosotros por el camino cubierto de una capa fina de nieve. Sentado a mi lado, con su metralleta sobre las rodillas, estaba el escolta, un alemán flaco, de rostro malvado. Su maldad me inquietaba tanto como la promesa que le hice a Müller, pues el que prometía era yo y no el Grómov que aparecerá en mi sitio. Pero, ¿cuándo sucederá esto? ¿Y dónde? Debía hacer todo lo posible e imposible para mejorar la situación del desafortunado Jekyll en caso de aparecer en el auto.

Tiré de mis brazos amarrados en la espalda, y la cuerda se distendió aunque no del todo. Sólo necesitaba un pequeño tirón para que mi mano derecha, liberada, empuñara el acero pavonado de la pistola. Ahora sólo debía esperar, porque el sexto sentido, o quizás, el décimo sexto, me hizo prever el acercamiento de la extraña ligereza, el vértigo, y la sombra que apagaba todo: la luz, los sonidos y los pensamientos.

Y, efectivamente, así ocurrió. Aparecí frente a Zargarián, quien me quitaba en la oscuridad los captadores.

—¿Dónde estuviste? —me preguntó, aún invisible.

—En el pasado, Rubén, por desgracia.

Suspiró ruidosamente, con pena. Nikodímov, ya visible, miraba la cinta sacada del container.

—¿Calculó el tiempo, Serguéi Nikolaevich? —me preguntó. ¿Cuándo entró y salió de la fase?