—Usted perdone —le dije a mi acompañante— pero a mi memoria le ha sucedido algo.
—Aquí no sólo inutilizan la memoria, sino hasta el alma —repuso con viveza.
—No recuerdo nada, ni el año en que estamos, ni el mes, ni el día… No se asuste: no estoy loco.
—Ya no me asusto de nada. En realidad mejor es tratar a un loco que a un Judas. Sí, éste es un año difícil: mil novecientos cuarenta y tres; al final de enero o a principio de febrero. No es necesario ni imprescindible recordar el día, ya que de todas maneras no viviremos hasta mañana. ¿En cuál cámara está usted encerrado?
—No sé —respondí.
—Posiblemente en la sexta. Allá llevaron ayer a un piloto derribado, directamente del hospital urbano. Lo curaron y lo metieron en la cámara. ¿No es usted?
No contesté y empecé a recordar cómo había sucedido todo, o más bien, cómo pudo haber sucedido. En enero del cuarenta y tres, cuando volábamos desde el territorio guerrillero en el bosque Skripkin, a nuestra base, nos sorprendieron las baterías alemanas; pero nuestro avión pudo salir ileso y llegamos sin novedad. En esta fase espacio-tiempo, por el contrario, quizás no salimos ilesos. Y al hospital urbano llevaron al pasajero herido y no al piloto. Del hospital lo condujeron a la cámara sexta y de allí… a «confesar», como dijo mi acompañante. Lo que él sobreentendía por esta palabra no necesitaba explicación.
Los dos quedamos en silencio, y, tan sólo cuando el camión se paró y el picaporte de la puerta empezó a rechinar, él me susurró al oído algo que no pude entender y que no tuve tiempo de saber, pues saltó a la calzada y, separándose de la escolta, me ayudó a bajar. Un golpe de culata en su espalda lo lanzó hacia la entrada. Tras él seguí yo.
Los soldados alemanes caminaban deprisa a nuestro lado, gritando con estridencia:
—¡Schnell! ¡Schnell!
Nos separaron en el primer piso, donde a mi acompañante no le vi el rostro, lo condujeron por el corredor hacia otro lugar. A mí me arrastraron por la escalera a un entresuelo; exactamente me arrastraron, pues cada puntapié significaba para mí una caída. Así, me llevaron hasta una habitación tapizada de azul donde un rubio obeso, con ojos azules infantiles, estaba sentado solemnemente tras la mesa. Su negra guerrera de S.S. le quedaba como la camisita a un escolar. Su figura misma tenía el aspecto de los chicos gorditos de los anuncios alemanes de artículos de confitería.
—Puede sentarse. Hier —dijo señalando un sillón de felpa situado cerca de la mesa y posiblemente sacado de algún teatro local.
Las piernas se me doblaban y la cabeza me daba vueltas. Me senté sin ocultar la gran satisfacción que experimenté, la que fue notada en el acto.
—Usted haber mejorado. Muy bueno. Ahora, ¡hablar la verdad! ¡Wahrheit! —gritó el de cara de niño, y se calló, a la expectativa.
Yo también callé. La sensación de alejamiento que experimentaba, desconectándome de todo lo que ocurría, me libraba del terror, con razón, porque esto no sucedía en mi vida, ni conmigo, y este cuerpo enclenque y demacrado con un chaquetón sucio y botas de soldado, no era mi cuerpo, sino el de otro Serguéi Grómov que existía en otro tiempo y espacio. Con tales pensamientos me consolaban la física y la lógica; empero la fisiología los refutaba con dolor en cada uno de mis suspiros y en cada uno de mis movimientos. Ahora, éste era mi cuerpo y debía recibir todo lo que le tuvieran preparado. Inquieto, me pregunté: ¿me bastarán fuerza, firmeza, valentía y dignidad para soportarlo?
En los días de la guerra, la cosa era mucho más simple, pues la misma existencia del conflicto bélico y la vida de aquel entonces nos había preparado espiritualmente en un espíritu combativo y severo, capaz de soportar todas las torturas. Así de preparado estaría seguramente el Serguéi Grómov, a quien sustituía. Pero, ¿y yo? ¿Acaso estaba preparado? Por un instante sentí un escalofrío agobiador y…, siento confesarlo: miedo.
—¿Usted comprender a mí? —inquirió él.
—Sí —respondí, asintiendo con la cabeza.
—Entonces hablar. ¿Wieviel Soldaten er hat, Stólbikov? ¿Cuántos tener en el destacamento? ¿Sóldaten, guerrilleros, cuántos?
—No sé —contesté.
No mentía. En realidad, ignoraba la cantidad de guerrilleros que se encontraba bajo la dirección de Stólbikov. Esa cantidad variaba constantemente: unas veces algunos grupos salían de reconocimiento y no regresaban durante semanas, otras el destacamento crecía con el ingreso de nuevas fuerzas guerrilleras que operaban en regiones vecinas, etc. Además, el Stólbikov de mi mundo tenía una tropa guerrillera con una composición determinada y quién sabe cuál era la del Stólbikov de este espacio-tiempo; quizás diferente a la primera. Es curioso. ¿Si yo le dijese todo lo que sé, coincidiría con la realidad que le interesa saber?
—¡Hablar la verdad! —repitió, con más severidad—: Así es mejor. Wahrheit ist besser.
—De veras no sé nada.
Sus ojos azules se encendieron.
—¿Dónde está su documento? ¡Hier! —chilló, lanzando a la mesa mi cartera. Yo no estaba convencido que era la mía, pero me lo suponía. Nosotros saber todo. ¡Alles!
—Si lo sabe, ¿para qué pregunta? —repuse tranquilo.
Antes de que pudiera contestarme, el teléfono empezó a zumbar. El gordo, con una extraña agilidad, tomó el auricular y se puso firme. A medida que escuchaba, su rostro iba adquiriendo paulatinamente el signo de la obediencia y la admiración, mientras aprobaba en alemán, golpeando continuamente los tacos. Cuando terminó, colgó el auricular, tomó «mi» cartera, la colocó en uno de los cajones de la mesa y empezó a marcar un número en el teléfono.
—A usted lo sacarán ahora —me dijo—. Reine Zeit. Tres horas en la cámara —siguió diciendo, señalando hacia abajo con el pulgar. Pensar, recordar y hablar. De otro modo: mal. Sehr schlecht.
Me condujeron a un sótano y, allí, a empellones, me lanzaron a un henil sin ventanas. A oscuras, toqué mi derredor: piedras húmedas y pegajosas de moho cubrían toda la pared, mientras un fango líquido y viscoso extendíase por el suelo, agobiando más aún mi ánima atribulada. Mis piernas no me sostenían y, sin osar acostarme, recliné mi cuerpo en cuclillas a la pared: «Después de todo, así se está más seco».
La prórroga concedida me permitía la esperanza de un resultado feliz: el experimento podría terminar y el afortunado Hide abandonaría al desgraciado Jekyll. Pero, en el acto, me avergoncé de estos pensamientos. Galia y Kliónov, sin contemplaciones, me hubiesen llamado cobarde. Nikodímov y Zargarián no lo hubiesen dicho, pero lo hubiesen pensado, acongojados, al igual que Olga. Por suerte, recapacité, y comprendí que respondía por dos: por él y por mí. Adivinaba, o más bien, sabía cuál hubiese sido su actitud en este caso, porque él era yo; la misma partícula de materia en una de sus formas de existencia tras los límites de nuestras tres dimensiones. Este hecho, esta situación en la que estoy, pudo haber cambiado su sino, pero no su línea de conducta. Todo estaba claro. Y yo no tenía otra alternativa; no tenía derecho a desertar con la ayuda mágica de Nikodímov. Si Nikodímov me llevaba a mi mundo, le rogaría el regreso a este henil.
Quizás me dormí a pesar de la humedad y del frío, pues surgieron sueños en mi mente: el bigotudo Stólbikov con su papuja, una mujer madura con guerrera y el rifle colgando al pecho cortando con un cuchillo una hogaza de pan; niños desnudos sentados en una lenteja de agua a la orilla de un estanque. Reconocí en seguida este estanque y los pinos que cabeceaban en su orilla. Y vi el camino que desembocaba en el estanque, entre desfiladeros arcillosos. He aquí el sueño que veía antes. Ahora sabía su origen.
Los sueños disminuyeron mi prórroga. El gordo agente de la S.S. me llamó de nuevo. Fui conducido ante su presencia. Esta vez no se reía.
—Bueno, ¿y qué? —prorrumpió—. ¿Hablarás?
—No —repuse.
—Schade —dijo—. Ponga su mano en la mesa. Los dedos así —señaló, mostrándome su palma regordeta con los dedos abiertos semejantes a salchichas.
Obedecí. No negaré que tenía miedo, pero hasta ir al dentista es horrible y, sin embargo, vamos. El gordo sacó de la mesa un trozo de madera con mango y gritó:
—¡Ruhig!
La madera me golpeó con saña en el dedo meñique. Mis huesos chasquearon y un dolor bestial rodó hasta el pecho. A duras penas pude reprimir un grito de dolor.
—¿Te gus… tó? —musitó, prolongando la palabra, y agregó—: ¿Hablas o no?
—No, no hablaré —repuse.
La madera subió de nuevo en el aire; pero involuntariamente retiré mi mano.
El gordo se echó a reír:
—La mano retiras, la cara no retiras —y diciendo esto me golpeó con la madera en el rostro.
***
Perdí el conocimiento y, de inmediato, volví en mí. En un lugar cercano conversaban Nikodímov y Zargarián.
—No hay campo.
—¿Nada?
—Nada.
—Prueba la otra pantalla.
—Tampoco.
—¿Y si aumento?
Siguió un silencio. Después, Zargarián contestó:
—Ya hay. Pero la visión es muy débil. ¿Quizás duerme?
—No, no duerme. Registramos hace media hora la activación de los sistemas hipnógenos y después se despertó.
—¿Y ahora?
—No. veo.
—Ahora aumento.
Yo, entremeterme en la conversación, no podía. Mi cuerpo flotaba en el vacío ilimitado. ¿Dónde estaba mi ser? ¿En el sillón del laboratorio o en la cámara de torturas? No sé.
—¡Hay campo! —gritó Zargarián.
***
Abrí los ojos; más bien los entreabrí, porque hasta el pequeño movimiento de las cejas me provocaba un dolor agudo y penetrante. Una cosa salada y caliente corría por mis labios; mis manos ardían como si estuviesen dentro de un crisol.
La habitación me parecía llena de agua turbia y temblorosa, a través de la cual se insinuaban dos figuras con uniformes negros. Una era la de «mi» gordo, y la otra desconocida, más flaca y simétrica.
Los dos individuos conversaban en alemán, rápido y de manera entrecortada. No los comprendía, por lo tanto en mí no existía ningún deseo de escucharles. Sin embargo, según pude notar, hablaban de mí. Primeramente oí el apellido Stólbikov, después el mío.
—¿Serguéi Grómov? —le preguntó el flaco al obeso, asombrado, y le dijo algo incomprensible para mí.
El gordo corrió a mis espaldas y, con cuidado, me limpió el rostro con su pañuelo oloroso a perfume y sudor. Ni me moví.
—Grómov… Seriozha —repetía en ruso el otro S.S. inclinándose hacia mí—. ¿No me reconoces?
Miré su rostro, y… cuál no sería mi asombro al ver a mi compañero de clase Genka Müller, aunque un poco más viejo.
—Müller… —musité y, otra vez, perdí el conocimiento.
EL CONDE SAINT-GERMAIN
Desperté en otra habitación, incómoda, amueblada con ostentación pequeño-burguesa. En un rincón había una vitrina panzuda con objetos de cristal; en otro un armario de caoba; en el medio un diván de felpa con rulos redondos; sobre la puerta un frondoso cuerno de reno y a un lado una copia de la Virgen de Murillo en un marco ancho y dorado. Posiblemente todo esto había sido acumulado por una autoridad regional o, quizás, fue traído a este nido para alegrar el descanso de los oficiales de campaña.
El oficial, desabrochándose la chaqueta perezosamente, estaba en el diván, rodeado de revistas ilustradas. Yo lo observaba furtivamente sentado en un sillón de cordobán cerca de una mesa servida para la cena. Mi mano vendada casi no dolía. Sentía un hambre atroz, pero mantuve silencio, tratando de no denunciarme ante mi ex compañero de estudios.
Conocía a Genka Müller desde los siete años. Ingresamos juntos a la escuela en uno de los callejones de Arbat, y durante nueve años compartimos adversidades y alegrías. Su padre, Müller, especialista en máquinas de tricot, llegó a la URSS desde Alemania después del Tratado de Rapallo y trabajó en diferentes fábricas de Moscú. Genka nació en Moscú y nadie lo consideraba un extranjero: hablaba el ruso muy bien, estudiaba como nosotros, leía los libros que leíamos y cantaba las canciones que formaban parte de nuestra vida cotidiana. En la clase no lo querían, por su arrogancia y fanfarronería; hasta yo lo despreciaba, pero como vivíamos en un mismo edificio, nos sentábamos juntos en la clase y nos considerábamos amigos. En el transcurso de los años, esta amistad se marchitó, al ponerse de manifiesto una gran diferencia en nuestros puntos de vista, conceptos e intereses. Y cuando toda la familia Müller partió hacia Alemania después de la ocupación de Polonia por Hitler, Genka no se despidió de mí.