—¿Estás nervioso?
—No.
—Yo sí.
—Te asustas sin motivo. Te aseguro que, no sucedió nada en el sillón; tan sólo permanecí sentado durante dos horas y fue todo. Me dormí y desperté. Ni me dolió la cabeza.
—Bien sabes que ahora no será por unas horas; sino quizás hasta un día. Este experimento será mucho más largo que el anterior. No comprendo cómo pudieron permitírselo.
—Si se lo permitieron, quiere decir que todo saldrá bien. No debes dudar.
—Pues yo dudo —pronunció en alta voz—. Como médico, dudo. ¿Sabes lo que es estar inconsciente durante un día y sin observación médica…?
—Pero, ¿cómo sin observación médica? —la interrumpí—. Zargarián es médico; y allí todo está bajo control: presión, corazón, respiración, etc., etc. ¿Qué más hace falta?
Sus ojos brillaron como preguntándose algo.
—¿Y si no regresas…?
—¿De dónde?
—¿Acaso sabes de dónde? Tú no sabes nada. Un biocampo que se superpone. Mundos. Conciencia errante. ¡Si pensar eso da miedo!
—Entonces, no pienses. Olga, volar en aviones es también peligroso, sin embargo, la gente vuela y seguirá volando y nadie se intranquiliza por ello.
Su toalla cayó al suelo, mientras sus labios temblaban de emoción. Y empezó a sonar el teléfono. Me alegré, porque evitaba un tema muy desagradable. Era Galia la que llamaba, deseosa de venir a nuestra casa pero con miedo de no llegar a tiempo.
—¿No ha llegado Zargarián?
—Aún no. Estamos esperándolo.
—¿Y cómo te sientes?
—No muy bien. Olga está llorando.
—¡Vaya, qué tontería! Yo me hubiese alegrado en su lugar: ¡un hombre va a hacer una hazaña!
—Vamos, sin énfasis, Galia.
—¿Y qué? Así lo valorarán después, y no de otro modo. Es un salto al futuro. La cabeza me da vueltas al pensar en esa posibilidad.
—¿Y por qué precisamente al futuro? —dije riendo. Yo quería hacerla rabiar—. ¿No crees que podría ser un viaje a los períodos antediluvianos, a los tiempos de los pterodáctilos?
—No hables disparates —dijo bruscamente. (Tomás el incrédulo se convirtió en un fanático)—. Nadie supone tal posibilidad.
—El hombre propone y Dios dispone. Bueno, no diremos Dios, sino la casualidad.
—¿Eso es lo que estudiaste en la facultad de periodismo? ¡Vaya un marxista!
—Querida —le pedí suplicante—, no me obligues a confesar ahora mis errores políticos.
Ella se rió, y, como si mi viaje fuese un paseo al mercado, me dijo:
—¡Mucha suerte! ¡Tráeme un regalo!
Y colgó el auricular.
—Sería interesante saber qué regalo le podría traer. ¿Las uñas de un pterodáctilo o los dientes de un dinosaurio? —le dije a Kliónov, quien ya había llegado, sentándose en la mesa frente al café matinal.
Al verlo, me conmoví: había venido temprano a despedirme.
—No estaría mal echarle una ojeada a los dinosaurios, —señaló Kliónov filosóficamente—. Organiza allá un safari, dará que hablar.
Suspiré:
—Kliónov, no habrá ni ruido ni safari. De nuevo nos veremos tú y yo en una vida contigua. Iremos al cine a ver «El hijo de Montparnasse». Y beberemos de nuevo palinka.
—No tienes imaginación —replicó furioso—. No creas que te mandan a una vida contigua. ¿Recuerdas lo que te dijo Zargarián? Posiblemente, a mundos de otro tiempo. Quizás uno anterior al nuestro, pero no millones de años, sino unos cincuenta. Te despertarías en octubre del 1917.
—¿Y si fuesen cien años?
—Tampoco estaría mal. Irías a trabajar al «Contemporáneo». ¿Editarían allá el «Contemporáneo» con la misma tendencia política? Seguramente. Y allí, encontrarías a Chernishvski sentado tras su mesa. ¿No piensas que es interesante? ¿No se te hace agua la boca?
—Sí.
Ambos nos reímos tan fuerte que Olga exclamó:
—¡Yo quiero llorar, y ellos ríen!
—Nuestras glándulas lagrimales se secaron por la carencia de cloruro sódico en el organismo, —dijo Kliónov—. Olga, no es bello ver aparecer lágrimas en los ojos de la esposa del héroe. Bebamos coñac. Quién sabe si Serguéi despertará en un mundo donde impera la ley seca.
Tuvimos que omitir el coñac, pues Zargarián llamaba ya a la puerta. En sus movimientos, insinuábase cierta solemnidad.
Salimos hacia el instituto. En todo el camino no dejó escapar una sola palabra. Yo también callé.
Estacionó su «Volga» junto a la fila de automóviles y nos lanzamos hacia arriba por la escalera de granito. Y, al fin, Zargarián, llamándome por primera vez familiarmente y sin su peculiar sonrisa y sin el acento con el cual solía bromear, me dijo:
—Seriozha, no creas que tenga miedo o me sienta intranquilo. Sólo Nikodímov considera que existe algún riesgo debido a que el problema no ha sido estudiado profundamente y la experiencia es escasa. Sin embargo, yo considero que el cien por ciento de posibilidades está de nuestro lado. Estoy convencido de que será un éxito. ¡Convencido! —rugió desaforadamente, estremeciendo el bosque cercano—. Y callo, porque ante el combate no se deben hablar cosas superfluas. ¿Todo está claro, Seriozha?
—Sí, Rubén, todo está claro.
Nos dimos la mano y callamos de nuevo, hasta el laboratorio. Aquí no había cambiado nada desde el primer día de mi aparición: el mismo tono claro del material plástico; el centelleo áureo del cobre; la blancura del níquel; la ahumada opacidad de la vidriosa pantalla que hacía recordar a la de los televisores, aunque más grande. Mi sillón estaba en el sitio de siempre, en el enredo de alambres multicolores gruesos y delgados como hilos de araña: la sigilosa araña en espera de su víctima. Sin embargo, el sillón en sí, suave y cómodo e iluminado por la luz rosada de la habitación, no me provocaba inquietud o alarma, más bien me hacía recordar un corazón rodeado de arterias, preocupado por mi ausencia.
Nikodímov me recibió con su sonrisa estereotipada; su blanca bata cubría todo su cuerpo, dura y almidonada, asemejándolo a un fósil.
—Me alegra sobremanera que haya aceptado tomar parte en este riesgoso experimento, —dijo, tras cambiar las palabras de saludo—. Este puede ser el último paso decisivo hacia el objetivo. Le ruego, a pesar de todo, pensar de nuevo en su resolución y pesar el pro y el contra antes de empezar el experimento.
—Todo ha sido pesado —afirmé.
—Espere. Lo pesaremos de nuevo. ¿Qué fue lo que le instigó a dar su aprobación en el experimento? ¿La curiosidad? A decir verdad, ese estímulo no es muy valedero.
—¿Y el interés científico?
—Usted no lo tiene.
—¿Entonces, qué es lo que incita a los periodistas a volar, por ejemplo, a la Antártida o a la jungla? —objeté.
—Ah, usted tiene ansias de saber, de conocer. De acuerdo. Y también el deseo de causar sensación, el cual, en una medida u otra, es común a todos los periodistas. Una vez, el periodista Stanley, por causar sensación, viajó al África en busca del desaparecido Livingstone, y en la hazaña de encontrarlo, adquirió una fama similar al buscado. Quizás la fama le haga dar vueltas la cabeza. No sé. Me imagino cómo conversó con usted Rubén, —dijo riéndose, y empezó a hablar con Zargarián—: ¡Sí, ésta es una gran hazaña, aún no vista en la historia de las ciencias! La fama del viajero por los mundos simultáneos es equivalente a la gloria de los primeros conquistadores del cosmos! Tengo la firme convicción de que él le llamó así.
De soslayo, miré a Zargarián. Este escuchaba con atención, sin ofenderse y con una sonrisa en los labios. Nikodímov, al atrapar mi mirada, agregó:
—Lo dijo, naturalmente. Me lo imaginé. Él presentó todo como un barril de miel. Pero yo le agregaré a este barril mi cuchara de hiel. Querido amigo, no le prometo ni la gloria del viajero por los mundos simultáneos, ni un homenaje en la Plaza Roja. Ni apenas un gran reportaje en los periódicos. En el mejor de los casos, regresará a su casa con un bagaje de sensaciones fuertes y con la conciencia de que su participación en el experimento no resultó inútil para la ciencia.
—¿Acaso esto es poco? —inquirí.
—Depende del individuo. Sólo dos personas saben del gran aporte que usted hace a la ciencia, estas dos personas somos nosotros: Zargarián y yo. Su testimonio oral sobre lo visto, no es en sí una prueba para la ciencia; siempre surgen escépticos negando la veracidad de los experimentos, y más aún en nuestro caso. Y, por desgracia, carecemos de instrumentos capaces de registrar y reproducir en imágenes visibles todo lo que surge en su conciencia.
—Podría haber una prueba convincente de todo lo experimentado —afirmó Zargarián.
Nikodímov quedó pensativo. Yo, impaciente, esperaba la explicación. ¿Qué prueba podría ser ésa, si todas las pruebas materiales de mi presencia en los mundos contiguos allí quedaron; tanto la sonda caída durante la operación, como la nota en la libreta médica y el labio roto de Sichuk? Yo no traje nada, a excepción del recuerdo.
—Le explicaré ahora todo lo que acaba de insinuar Rubén —pronunció Nikodímov lentamente, como si pesara cada una de sus palabras—. Él tiene en cuenta la posibilidad de penetrar en un mundo que nos supere en el tiempo y desarrollo. Si surgiera tal posibilidad y usted pudiera aprovecharla, su conciencia podría grabar no sólo imágenes visuales, sino abstractas, digamos, matemáticas. Por ejemplo, la fórmula de una ley desconocida de la física, o una igualdad representada en signos matemáticos universalmente admitidos capaz de ayudarnos en el conocimiento del mundo circundante. Mas todo esto es una suposición, una hipótesis, no más real que las conjeturas surgidas al «leer» una taza de café. Nos esforzaremos en trasladar su conciencia mucho más lejos de los mundos que colindan con nuestro mundo tridimensional. En cuanto a la expresión «más lejos» le quiero señalar que es convencional, ya que la distancia en esta dimensión no se calcula ni en micrones, ni en kilómetros ni en parsecs. Aquí actúa otro sistema de cálculo hasta ahora desconocido. Lo principal de todo es que no sabemos cuánto arriesga en este experimento. Nosotros, hasta ahora, no hemos perdido su campo energético; pero, ¿acaso podemos asegurarle que no lo perderemos hoy? Le doy mi palabra que no me ofendo si usted nos dice que posterguemos el experimento.
Me sonreí. Nikodímov esperaba mi respuesta: estaba tranquilo como una momia. Qué diferentes eran ellos. He aquí, pues, en verdad: «los versos y la prosa, el hielo y la llama». Y esta llama, Zargarián, echó chispas a mi espalda y, haciendo un gran ruido con la silla, se levantó.
—Bueno, pues, posterguemos… —empecé diciendo lentamente, mirando de reojo a Nikodímov— …posterguemos las conversaciones sobre los riesgos hasta después del experimento.
Todo lo que ocurrió luego transcurrió en algunos minutos, quizás segundos. No recuerdo: sillón, casco, captadores, palabras sueltas de una conversación… y, por fin, el silencio, las sombras y la niebla colorida en un remolino.
UN DÍA EN EL PASADO
El remolino se detuvo. La niebla se hizo transparente, adquiriendo el tono gris opaco de una mañana de primavera. Y surgió ante mis ojos un patio lleno de basura, con charcos cubiertos de una escarcha gris, junto a la empalizada se insinuaba la nieve sucia del desierto y casi a mi lado, un furgón verde oscuro con las puertas posteriores abiertas de par en par.
Un fuerte golpe en la espalda me lanzó al suelo. Caí en un charco, haciendo crujir la escarcha.
Alguien gritó a mi espalda, me levanté a duras penas y otro golpe en la espalda me arrojó contra el furgón, de allí se extendieron unas manos que me atraparon y me subieron. Se cerró la puerta tras de mí y escuché el motor y el chirrido de los neumáticos al arrancar.
Al caer me estrellé la cabeza contra un banco y le dolor fue insoportable. Nuevamente unas manos amigas se extendieron hacia mí, me agarraron y me colocaron en el banco..
En la semioscuridad que me rodeaba no podía ver al dueño de las manos, que estaba sentado enfrente.
—Agárrese al banco —me advirtió—. Estos caminos son horribles.
—¿Dónde estamos? —le pregunté, con voz sorda y áspera.
—En Kolpinsk, un antiguo centro de distrito. Mire por la ventanilla y lo verá.
Me acerqué a la ventanilla cuadrada y sin vidrios y cerrada por tres barras de hierro. Se veían depósitos de agua, caminos vecinales que se acercaban a la brecha de una pared; casitas bajas de un solo piso; el letrero de estera colgado en una casa de empeño escrito con pintura negra; álamos desnudos en el borde de una sucia calle desierta que se extendía hacia lo lejos carente de atractivo. Caminaban por ella transeúntes meditabundos.