—Estoy a su disposición —lo interrumpí.
Nikodímov no respondió.
La voz ronca e infantil de un cantante, rodaba por el sonoro salón, sobre las cabezas hirsutas o calvas de los clientes, sobre los cristales ennegrecidos de vino; sorprendía por su fuerza y limpieza de sentimiento, en este restaurante lleno de humo.
—Como el tema de la canción —dijo Zargarián, obligándome a prestarle atención a la letra de la melodía.
«Tú eres mi destino —cantaba el joven—, tú eres mi felicidad…»
—Usted es nuestro destino —repitió Zargarián, serio y con solemnidad—, y quizás nuestra felicidad.
Turbado, desvié la vista hacia otro lado. Ser la felicidad o el destino de alguien, es sin lugar a dudas agradable.
Nikodímov, en el acto, atrapó mi movimiento nervioso y el pensamiento vanidoso que se ocultaba detrás de él:
—Pero, posiblemente también nosotros seamos su destino. No debe olvidar que sabrá mucho más aún y, ante todo, de sí mismo, pues usted es sólo una parte de la materia viva que es «usted» en el eterno y complicado espacio-tiempo. En una palabra, repito la sentencia de los antiguos romanos: nosce te ipsum (conócete a ti mismo).
Estaba preparado para conocerme a mí mismo en todo el conjunto de dimensiones, fases y coordenadas; pero no le comuniqué a Olga esta resolución, sino que en pocas palabras la informé sobre la conversación con los científicos, prometiendo relatarle todo con más detalles al día siguiente. Era el día de su cumpleaños. Ese día, por lo general, lo festejábamos a solas; mas esta vez invité a Galia y Kliónov. Quise convidar a Nikodímov y Zargarián, a los culpables de que apareciera en mi vida lo inesperado —si no lo maravilloso—, hasta hice alusión al cumpleaños cuando todavía estábamos sentados en el restaurante; mas Nikodímov se mostró frío al escuchar mis palabras, porque no comprendió o por estar distraído. Zargarián, al notar mis intenciones, musitó: «Déjalo, de todas maneras no irá; es huraño; él mismo lo reconoce. Yo, en cuanto pueda escaparme, iré, pues no hemos terminado nuestra conversación sobre el autoconocimiento, ¿eh? Debo advertirle que posiblemente me retrase, así que no se desespere».
El día del cumpleaños de Olga, y en presencia de Galia y Kliónov, relaté lo vivido durante la prueba en el sillón, así como la conversación posterior sostenida con los científicos. Este relato provocó en ellos un delirio maniático. Kliónov, indeciso, carraspeó.
Galia, ruborizada, y excitada, exclamó:
—¡Yo no creo eso!
—¿Qué no crees?
—No creo nada. Eso es un disparate. Te están engañando simplemente.
—Bueno, ¿y para qué lo harían? —prorrumpió Kliónov—. ¿Con qué objeto? Sabemos que Zargarián y Nikodímov son individuos muy serios. No andan detrás de la propaganda. Por lo demás, tampoco son hombres capaces de lanzar ideas cuasicientíficas.
—Todo lo nuevo en las ciencias, todos los descubrimientos, nacen de la experiencia del pasado —afirmó Galia con calor—: ¿Y dónde ves tú aquí la experiencia?
—Lo nuevo frecuentemente refuta lo viejo.
—Existen diferentes clases de refutaciones.
—Exacto, estoy de acuerdo. Pero, ni a Einstein le creían: «¡No faltaba más! ¡Refutar a Newton!»
Olga, obstinada en permanecer callada, no intervenía en la discusión, hasta que Galia le llamó la atención:
—¿Y tú, por qué callas?
—Por miedo.
—¿Miedo a qué?
—Ustedes discuten sobre concepciones abstractas; sin embargo, Serguéi tomó parte directa en el experimento. Y, por lo que sé, no se detendrá ahí. Y si es verdad todo lo que cuenta, es poco probable que el cerebro de una persona corriente lo soporte.
—¿Y tú estás convencida de que soy una persona corriente? —inquirí bromeando.
No contestó. Galia y Kliónov retomaron la conversación. Me vi obligado a responder decenas de preguntas, repitiendo una y otra vez mi relato sobre lo sucedido en el laboratorio de Fausto.
—Si Nikodímov prueba su hipótesis —dijo Galia vencida—, hará una revolución en la física. Si la prueba, naturalmente —agregó con testarudez—, pues el experimento de Serguéi no es aún una prueba convincente.
—A mí me interesa otra cosa —dijo Kliónov, pensativo—. Si a priori tomáramos como verdadera la hipótesis, entonces surgiría la pregunta no menos importante: ¿cómo se desarrolla la vida en cada fase espacial? ¿Por qué estas fases son semejantes? Yo no hablo de su aspecto físico, sino social. ¿Por qué en cada transformación de Serguéi, Moscú es el Moscú actual, o de la postguerra, y no de Rusia zarista? Porque si la hipótesis de Nikodímov resulta verdadera, ustedes comprenderán, que lo primero que preguntarían en el occidente, históricos, políticos, sacerdotes y periodistas, sería: ¿Es o no es obligatoria la semejanza social en todos los mundos? ¿Es o no obligatorio un desarrollo histórico idéntico?
—Nikodímov habló sobre mundos con otros tiempos, y, quizás con tiempos contrarios. Teóricamente, se podría caer en el período de neanderthal o en el del primer cohete terrestre interestelar. No hablo de eso —objetó Kliónov—. Por más genial que sea el descubrimiento hecho por Zargarián y Nikodímov, no puede dejar pasar por alto la importancia del aspecto social de cada mundo. Para la ciencia marxista todo es claro: la semejanza física presupone semejanza social. En todas partes, el desarrollo de las fuerzas productivas determina el carácter de las relaciones de producción. ¿Te imaginas qué dirían los apologistas de las personalidades y casualidades? Siendo así, los bárbaros no hubiesen llegado a Roma, ni los tártaros a Kalka. Washington pudo haber perdido la Guerra de Independencia en EE.UU., y Napoleón ganar la batalla de Waterloo. Lutero pudo no haber sido quien encabezó la Reforma, y Einstein no hubiese descubierto la teoría de la relatividad. Este desarrollo histórico dependiente de la casualidad, ha sido llevado por Bradbury hasta el absurdo. Un viajero en el tiempo, por casualidad, aplasta una mariposa en el período antediluviano y esto es suficiente como para que cambie el cuadro de las elecciones presidenciales en EE.UU.; en vez del progresista y radical, es elegido un fascista y oscurantista. Nosotros sabemos que a Goldwater no lo hubiesen elegido de todas maneras, aun si hubieran aplastado a todos los dinosaurios de la era proterozoica. Y si Napoleón hubiera triunfado en Waterloo, lo hubiesen derrotado en cualquier otro sitio. Y en lugar de Lutero, otro hubiese encabezado la Reforma. Y si no hubiese existido Einstein, otro de todas maneras hubiera descubierto la teoría de la Relatividad. Hace más de cien años, Belinski, aún sin llegar hasta el materialismo histórico, escribió: «En la naturaleza y en la historia, domina una necesidad interna, severa e irrevocable, y no la ciega casualidad».
Kliónov hablaba con el tono sentencioso de un conferenciante, lo cual me enfureció, y, por contradecirle, pregunté:
—Bueno, imagínate que en uno de los mundos vecinos no existió Hitler. No nació. ¿Hubiera habido guerra o no?
—¿Tú mismo no te puedes contestar? ¿Y Göering, Goebbels, Keitel? A cualquiera de ellos los grandes financistas le hubiesen dado la batuta de director. Ya veo tu gran misión histórica, Serguéi. No te rías; es justamente una gran misión. No sólo demostrar la hipótesis de Nikodímov, sino fortalecer la posición de la concepción marxista de la historia de que la lucha de clases ha determinado y determina siempre el desarrollo de la sociedad, en todos los lugares, ya sea aquí como en todas las fases.
Y cuando la conversación se hubo transformado en una discusión rabiosa y testaruda, llegó Zargarián con un ramo de flores.
Atrapó el hilo de la conversación, contó quiénes posiblemente obtendrían el premio Nobel, habló de su reciente viaje a Londres; cruzó palabras con Galia sobre el futuro de la técnica del láser y con Olga sobre el papel del hipnotismo en pediatría y encomió un artículo de Kliónov en la revista «Ciencia y Vida». En diez minutos, su elocuencia y erudición subyugaron a Galia y Olga, transformando el tono sentencioso de Kliónov en la atención respetuosa del estudiante. Sin embargo, según me pareció, él tenía el propósito deliberado de llevar la conversación por un camino lejano a nuestro experimento, porque no hablaba de él, ni de mi participación. Y cuando el reloj marcó las once de la noche, comprendiendo mi mirada perpleja, me dijo con su sonrisa habitual:
—Sé muy bien, en qué está pensando: «¿por qué Zargarián calla lo del experimento?» ¿Adiviné? Bueno, callé porque no quería irme rápido a casa. Si hubiesen escuchado lo que les diré, no hubiera habido más conversación. ¿Está intrigado? —inquirió riendo—. Todo es muy claro. Mañana deseamos realizar otro experimento y deseamos su participación. »
—Estoy a su disposición —le dije.
—No se apresure —rogó con una voz seria, quizás inquieta—. La nueva prueba es mucho más larga que las anteriores. Quizás se prolongue por unas horas, quizás un día… En segundo lugar, la prueba está calculada para fases más lejanas. Digo «lejanas», para que sea comprensible. No se trata de distancia, pues ésta no podemos determinarla, ni su concepto tiene significación para la actividad de las corrientes biológicas, sino de otra cosa desconocida aún. Como sabemos, la difusión de la radiación, en nuestro caso, es casi instantánea, no dependiendo ni de la situación espacial de las fases, ni del signo del campo. Y le debo advertir, Serguéi Nikolaévich, que ignoramos hasta qué punto arriesga su vida.
Olga quedó en silencio, aterrada.
Galia, inquieta, preguntó:
—¿Entonces, es peligroso?
—Me es difícil responder con certeza a su pregunta —repuso Zargarián, por lo visto, sin tratar de ocultar nada—: Si la puntería fallara, nuestro convertidor podría perder el control sobre el biocampo superpuesto. Ignoramos cuáles serían las consecuencias para el sujeto de experimentación. Ahora, imagínense otra cosa; en este mundo él está inconsciente, en el otro su conciencia la posee otro, digamos, que vuela en un avión. ¿Qué sucedería con su conciencia en caso de una catástrofe? Esto lo desconocemos. Desconocemos si el convertidor tendría tiempo para reconectar el biocampo, si se apagaría, o si, simplemente, morirían dos personas: en este mundo y en el otro.
A Zargarián le respondió el silencio, un silencio sepulcral.
Se levantó y dijo:
—Ya le había dicho que, después de mi declaración la conversación mundana hubiera desaparecido. Decida libremente, Serguéi Nikoláevich. Vendré por usted mañana y con respeto lo escucharé, aunque se niegue a tomar parte en nuestros trabajos.
Los acompañamos en silencio; y en silencio regresamos a la habitación. Galia, tras el largo silencio que flotaba en el ámbito, me preguntó a la cara:
—¿Estás esperando mi consejo?
Silenciosamente, me encogí de hombros: «¿qué significación podría tener su «sí» o su «no»?»
Y agregó:
—Ya creo en este delirio. ¡Imagínate! Si yo hubiera servido para esto y me lo hubiesen propuesto, como a ti… no pensaría mucho en la respuesta. En cuanto al consejo… ¡Bah! Que Olga te aconseje.
—Yo no te voy a disuadir, Serguéi —dijo Olga—. Decídelo tú mismo.
Yo seguía en silencio, sin apartar la vista de la copa vacía y esperando las palabras de Kliónov.
—Es interesante —dijo, sin dirigirse a nadie—. ¿Meditó durante mucho tiempo Gagarin cuando le propusieron viajar al cosmos?
SEGUNDA PARTE
VIAJE POR TRES MUNDOS
«Nos es muy poco todo el globo terrestre.
Nos es muy poco un tiempo determinado.
Tendré miles de globos terrestres
y todo todo el tiempo»
Walt Whitman
«Canciones de alegría».
Pero mirando hacia la lejanía,
el espejismo gris azulado.
Siento la sublime alegría
de observar por un rabillo del ojo
el comunismo.
Ilia Silvinski, «Soneto».
EL EXPERIMENTO
Olga y yo nos levantamos muy temprano, como cuando salíamos de vacaciones o en comisión de servicio. La singularidad de ese amanecer, nos creaba un sentimiento que oscurecía el cielo y el alma. No hablábamos sobre el inminente experimento, yo trataba inútilmente de encontrar mi cepillo de dientes, mientras Olga, nerviosa e inquieta, esforzábase en obtener la temperatura adecuada en el agua del baño. Y resolví ayudarle.
—Sale o fría o caliente. Dale más vueltas a la llave; —pidió ella.
Le di más vueltas a la llave; pero no conseguía la temperatura templada.