—Yo… yo quería a Robin —continuó Garrett mirando al suelo—. Me resulta difícil la idea de compartir su cariño con alguien, aunque sea en el recuerdo.
—Lo sé. Él hablaba mucho de ti. Te consideraba su propio hijo. Y te quería mucho —lo interrumpió Ana.
Garrett la miró fijamente. Los hombres no lloran, se dijo a sí mismo. Pero no sabía cómo detener el nudo que subía por su garganta y no le dejaba respirar. Trató de secarse las lágrimas que amenazaban con salir.
—Yo también lo quería. Se casó con mi madre cuando yo era un adolescente problemático, y él me puso en vereda. Me enseñó a comportarme, y en algún momento de ese camino me olvidé de que no debía querer a aquel intruso que había entrado en mi vida.
—Era irresistible —dijo Ana sonriendo.
El aire se volvió denso mientras sus miradas se cruzaron. Mantuvieron la vista fija el uno en el otro… y la siguieron manteniendo. Los verdes ojos de Ana reflejaban una tristeza insoldable, pero también algo más… reflejaban que se sentía atraída por él.
El pulso de Garrett se aceleró. Era la primera vez que se daba cuenta de que ella sentía la misma atracción contra la que él estaba luchando. Y aunque trató de no pensar en ello, no pudo evitar preguntarse cómo reaccionaría Ana si la atrajera hacia sí.
En aquel instante, ella rompió la magia, y comenzó a andar en dirección a la puerta.
—Voy a dar un paseo. Parece que la creatividad me surge con más fuerza cuando camino. Te veré más tarde.
Ana pareció dudar un instante.
—Y gracias por engrasar las bisagras.
Cuando cerró la puerta, un movimiento distrajo a Garrett de sus pensamientos. La gata había saltado al borde de la mesa y estaba mirando por la ventana.
—Pensé que estarías encerrada en su habitación —dijo él con suavidad.
El animal sacudió la cabeza y le dirigió una mirada llena de desconfianza.
—Has pasado de estar tirada en una carretera a andar hecha un pincel. Espero que sepas la suerte que tienes de haber encontrado una dueña como ella.
Garrett pasó el resto de la mañana trabajando en su oficina. Serían alrededor de las once cuando sintió un olor delicioso. Olía a tarta de cereza. Menos mal que Ana no sospechaba el efecto que le causaba su cocina. De otra manera, estaría riéndose a sus expensas. A las doce y media, la alarma de su reloj le informó de que era la hora de comer, algo que su estómago ya sabía. Apagó el ordenador y se dirigió a la cocina.
Ana había sacado la cacerola de la nevera y estaba vertiendo parte de su contenido en una fiambrera. Llevaba el pelo recogido en una graciosa coleta que no podía evitar que algunos rizos se escaparan de su control y flotaran alrededor de su cabeza. Llevaba puesto un fino vestido de verano color marfil que dejaba entrever sus largas piernas.
—Hola —dijo ella mientras colocaba la fiambrera en una bolsa de plástico.
—Hola —repitió Garrett mirando la bolsa—. ¿Te vas de excursión?
—No. Voy a ver a un amigo del pueblo —contestó Ana mientras colocaba otro envase de plástico dentro de la bolsa.
—¿Eso es tarta de cereza? —preguntó él sin poder contenerse.
—Efectivamente —contestó ella.
Mientras agarraba la bolsa del mostrador, Garrett no pudo evitar fijarse en el músculo que se le formaba en los brazos cuando cargaba con peso.
—Voy a cenar en el pueblo, así que no tienes que preocuparte de que invada la cocina durante tu turno. Te veré más tarde.
—Te veré más tarde —repitió él estúpidamente mientras la veía marchar.
Cuando Ana hubo salido, sintió deseos de correr tras ella para preguntarle con quién iba a cenar. Como si no supiera que la única respuesta que ella podría darle sería «No es asunto tuyo».
Todavía no había regresado cuando Garrett limpió los platos de su solitaria cena. La cabana respiraba paz por los cuatro costados, y Garrett cayó en la cuenta de que nunca había estado allí sin Robin. Nunca hasta aquel momento había tenido que cenar solo.
Decidió entonces salir un rato a pescar. Una vez en la canoa, se dirigió a la parte sur del lago, donde sabía que había más bancos de peces. Tras una hora y media, Garrett consiguió hacerse con tres ejemplares de tamaño mediano, más que suficiente para la cena del día siguiente. La noche comenzaba a caer. La luz del día inició su despedida, pasando del rosa del atardecer al azul índigo, y finalmente al negro.
Cuando Garrett se acercó a la cabana, vio luz en el salón. Estaba seguro de que la había apagado al salir. «Ana debe estar en casa», pensó. Su pulso se aceleró sin que pudiera controlarlo. Sin perder un instante, sacó la canoa a tierra y la guardó en el cobertizo con el chaleco salvavidas. Luego agarró su pesca y se dirigió a la cabana.
En cuanto atravesó el umbral, el inconfundible olor a palomitas de maíz le golpeó como una bofetada.
—Hola —dijo Ana, entrando en la cocina mientras Garrett limpiaba el pescado en el fregadero.
—Hola. ¿Qué tal la cena? —preguntó él sin preámbulos.
—Maravillosa —respondió ella con alegría.
Garrett se preguntó con quién habría estado. Quienquiera que fuese, había conseguido teñir su voz de felicidad.
El sonido del programa de televisión que ella estaba viendo le penetró en el cerebro mientras se lavaba las manos.
—Por cierto —dijo asomándose en el salón—. No hemos hablado de la televisión. Supongo que tendremos que hacer turnos también.
Ana lo miró y sacudió la cabeza con resignación.
—Muy bien. Me pido esta noche y la noche del lunes. El resto es negociable.
—Pero hoy es jueves —replicó Garrett—. Hoy ponen una serie en la NBC que me gusta. Y el lunes por la noche hay un par de programas que también me interesan.
—Y a mí —dijo Ana levantando las cejas con aire amenazador—. Y yo he llegado antes.
Garrett se tomó unos segundos antes de contestar.
—Podemos echarlo a suertes —dijo finalmente.
—Ni lo sueñes —replicó ella volviendo la vista a la pantalla—. Pero si quieres puedes verlo conmigo. Si es que eres capaz de estar en la misma habitación que yo sin montar una bronca.
Garrett emitió un gruñido. No podía negar que era él quien se había mostrado imposible desde el principio.
—Podemos intentarlo —dijo dejándose caer en una esquina del sofá, al lado del sillón en que ella estaba sentada—. Y para que veas, te dejo incluso que te sientes en mi sillón.
—Muchas gracias —contestó Ana con sequedad—. Eres demasiado amable. Voy a hacer más palomitas. ¿Tú quieres?
Garrett levantó la vista. Ana había encendido la chimenea, y en ese momento estaba colocada entre el fuego y él. Su vestido era lo suficientemente fino como para que a contraluz pudieran contemplarse con nitidez las curvas de su cuerpo.
—Claro —dijo Garrett—. Claro que quiero.
Dos líneas verticales aparecieron en el ceño de Ana mientras procesaba la respuesta. Parecía como si Garrett se refiriera a algo más que a las palomitas.
Ana se dio la vuelta y se marchó a la cocina con la tela de su vestido flotando suavemente a su alrededor mientras caminaba. Garrett pensó que parecía un ángel. Normalmente no tenía ese tipo de pensamientos, pero no había nada normal en la manera en que Ana había afectado a su vida.
Un minuto más tarde, ella reapareció en el salón con un cuenco lleno de palomitas y una cerveza.
—Supongo que esto es tuyo —dijo con una sonrisa mientras le daba el vaso—, porque no estaba en mi parte de la nevera.
—Supones bien, gracias —dijo Garrett dando un enorme sorbo a la blanca espuma—. ¿Me pasas el mando?
—Espero que no seas uno de esos fanáticos que cambian de canal constantemente en cada pausa publicitaria —preguntó Ana con simpatía.
Garrett se mordió el labio inferior en un gesto pícaro.
—Me lo estaba temiendo —dijo Ana soltando una carcajada.
—Te prometo que seré un controlador de mando controlado —bromeó Garrett—. ¿Qué otras cosas te gusta ver por la noche?
Ambos compararon sus gustos, y se dieron cuenta de que veían los mismos programas los lunes, miércoles y viernes. El resto de la semana no les importaba a ninguno de los dos que la televisión estuviera incluso apagada.
Garrett continuó bebiendo su cerveza en silencio. La gata se había colocado en el regazo de Ana.
—Se está volviendo más sociable —comentó ella—. Cuando la traje a casa se pasaba el día debajo de la cama y solo salía por la noche para comer.
Garrett y Ana rieron un par de veces con los mismos chistes durante la serie que estaban viendo. Luego llegó la película de la noche, tan dramática como siempre. Garrett la miró de reojo soltar unas lagrimitas cuando falleció el hijo de la protagonista.
Era una persona muy tierna, pensó Garrett mientras observaba la manera en que la gata se había acurrucado en sus piernas, ronroneando.
Él también ronronearía si Ana lo acariciase de aquella manera.
—¿Quieres tenerla en brazos? —preguntó ella.
Entonces se dio cuenta de que hacía tiempo que había dejado de mirar la televisión y había fijado su vista en Ana con expresión de arrobo. En la pantalla se escuchaban las noticias, pero Garrett habría sido incapaz de decir cuál era el titular más importante del día.
—¿Qué? No, gracias —dijo, sintiendo cómo una oleada de calor enrojecía sus mejillas.
¿Qué le estaba pasando? Ana Birch no le interesaba en absoluto. De acuerdo, tenía un cuerpo espectacular, un pelo que despertaría en cualquier hombre el deseo de meter sus manos en él, y la sonrisa más dulce que había visto en mucho tiempo. Y era simpática. Muy simpática. Estaba muy claro por qué Robin la había incluido en su testamento.
Le resultaba difícil conciliar a la mujer que estaba empezando a conocer, cálida, divertida y apacible cuando no la provocaban, con la embaucadora de sangre fría que había seducido a su padrastro por dinero.
Ambas imágenes no casaban juntas. Cuando Ana se levantó para llevar el cuenco de palomitas a la cocina con la gata enredándose entre sus piernas, Garrett murmuró un «Buenas noches» fugaz y se escapó a su habitación.
¿Cuál de las dos era la verdadera Ana?
No iba a enamorarse de Garrett Holden.
No iba a enamorarse de Garrett Holden. Una semana más tarde, Ana frotaba el ventanal del salón que daba al lago con más fuerza de la que era estrictamente necesaria. Era un bruto, una persona odiosa… pero no lo había parecido durante los cinco días que habían seguido a lo que ella llamaba «La tregua de la televisión». Si a Garrett se le ocurría volver a sonreiría de aquella manera y hablarle con aquella voz profunda y acaramelada, tendría que agarrarlo del pelo y besarlo hasta acabar con aquella ridícula fascinación.
No estaba jugando limpio, convirtiéndose de pronto en un hombre encantador.
No iba a enamorarse de él. A sus veintitrés años, Ana había tenido varias relaciones, aunque no pudiera decir que ninguna de ellas se hubiera convertido en amor. La última había sido la más larga, nueve meses. Había terminado con ella un año atrás, cuando él dejó claro que consideraba sus sombreros una distracción a la que probablemente no podría dedicar mucho tiempo cuando se casaran y vinieran los niños. Ana recordó la cara de Bradley cuando le dijo que aquello se había acabado. Por su expresión, adivinó que no entendía nada.
Pero ella sí entendía. Su madre solo había amado a un hombre en toda su vida, Robin Underwood. Y aunque fue Janette quien decidió marcharse y no regresar jamás, Ana había crecido sabiendo que el amor eterno existía, y era muy poderoso. Por eso tal vez nunca le habían roto el corazón. Inconscientemente, Ana estaba buscando ese tipo de sentimiento.
Pero nunca se hubiera imaginado sentir ese amor sin ser correspondida. Aunque todavía no estaba enamorada de Garrett de ese modo, sospechaba que él podría romperle el corazón sin siquiera darse cuenta.
—Buenos días.
Ana dio un respingo, y el trapo con el que estaba limpiando el cristal salió volando por los aires. Se dio la vuelta y contempló al objeto de sus pensamientos en la puerta de la cocina.
Garrett tenía el pecho descubierto. Solo llevaba puestos unos pantalones cortos de deporte y zapatillas. Su torso parecía el de una escultura a la que hubieran añadido unas gotitas de sudor para hacerla más real.
Ana no había visto nunca nada igual. Tuvo que echar mano de toda su concentración para no lanzarse encima de él y pasear sus manos sobre aquella piel desnuda y dorada por el sol.
—Buenos días —dijo, tratando de que su voz no reflejara su estado de nervios—. Me has asustado.