Una casa para dos – Anne Marie Winston

Hay experiencias que todo hombre debería vivir antes de morirse, y esta había sido una de ellas. Entendía perfectamente que Robin se hubiera dejado llevar por una tentación semejante, pensó mientras contemplaba a Ana saliendo del agua. Si no supiera de antemano el tipo de mujer que era, él mismo habría caído en su red.

Tenía un cuerpo absolutamente maravilloso, los pechos redondos y elevados, y una cintura estrecha que continuaba en unas caderas redondeadas hasta llegar a las piernas, largas y delgadas. Todo sorprendentemente proporcionado en una mujer que no mediría más de un metro sesenta. Garrett se sentía como un mirón, pero no había poder sobre la tierra que le hiciera apartar la vista de ella en aquel instante.

Pensó entonces que cualquiera podría haberla visto, aunque él mismo no se habría percatado de su presencia si no hubiera chapoteado con tanta fuerza. Además, si llevara puesto un bañador como cualquier mujer normal, no se habría quedado pegado a la ventana de aquella manera. Pero obvió el hecho de que él también se había bañado desnudo en el mismo sitio más veces de las que podría recordar.

Garrett se apartó rápidamente de la ventana cuando la vio atravesar el sendero de piedra con su camiseta y su toalla. ¿Qué pensaría de él si supiera que la había estado espiando?

En cualquier caso, a él no le importaba su opinión. Pero por si acaso, se dirigió a la cocina y comenzó a prepararse un cuenco de cereales. Ana Birch no era más que un pequeño inconveniente, una mancha en la pantalla del radar de su vida. A pesar de que había dicho que no vendería su mitad, Garrett sabía que acabaría harta de estar encerrada en medio del bosque cuando se le pasara la ilusión de la novedad. Y en cuanto escuchara la generosa oferta que él pensaba hacerle, tomaría el dinero y desaparecería para siempre de su vida.

Igual que había hecho Kammy, con la diferencia de que Garrett no era tan estúpido como para enamorarse de esta mujer, y no se sentiría desolado por su partida. Emitió un gruñido de disgusto. Hacía mucho que no pensaba en Kammy, pero había aprendido bien la lección: Algunas mujeres harían cualquier cosa por dinero.

El chirrido de la puerta le advirtió de que Ana estaba a punto de entrar. Garrett tuvo el tiempo justo de disimular echándole leche a sus cereales mientras ella cruzaba la cocina.

—Buenos días —dijo Ana con un tono que parecía alarmado—. ¿Llevas mucho tiempo despierto?

—El suficiente —contestó Garrett sin mirarla.

Durante unos instantes, Ana permaneció en silencio, tratando de saber qué había querido decir exactamente.

—Esos cereales tienen buena pinta —dijo finalmente mientras abría uno de los armarios—. ¿Dónde están los cuencos?

—En el mueble de arriba —contestó Garrett con voz neutra—. Te he dejado la parte derecha de la nevera para tus provisiones, y también dos estantes de la despensa. Solo hay un juego de utensilios de cocina, pero si los limpiamos nada más usarlos podremos dejarnos el campo libre el uno al otro.

Ana dejó sobre la mesa el cuenco y se dio la vuelta lentamente para mirarlo de frente. Parecía dolida.

—¿Me estás diciendo que no pruebe tu comida?

—Por supuesto que no —respondió él con suavidad—. Si todavía no has comprado nada, haz uso de mis provisiones. Creo que la tienda abre a las diez.

—Creí que compartiríamos la comida. ¿No sería más fácil eso que cocinar solo para uno?

—Para mí no —dijo Garrett—. No quiero tener que interrumpir mi trabajo porque sea la hora de cenar, o sentarme a la mesa a una hora determinada.

Ana seguía mirándolo fijamente con una mezcla de incredulidad y furia. Sabía que Garrett estaba mintiendo. Lo que pasaba era que no quería saber nada de ella. Se mordió el labio inferior y volvió a colocar el cuenco en su sitio antes de salir de la cocina.

—Te he dicho que puedes usar mis cosas hasta que abran la tienda —dijo él.

—No hace falta —contestó Ana sin detenerse—. No me gustaría abusar de tu amabilidad.

Garrett sintió una punzada de culpabilidad por haberla echado de aquella manera. Ni siquiera había desayunado. Pero eso no era asunto suyo.

—Voy a establecer un horario para distribuir el uso del cuarto de baño y la limpieza. Cuando lo veas, podemos hacer algún cambio si no te parece bien —dijo Garrett casi gritando.

Ana ya había atravesado el salón y estaba en mitad de la escalera. La escuchó hablar entre dientes. No pudo distinguir lo que decía, pero estaba seguro de que no era un elogio a su capacidad de organización.

Garrett sacó la canoa del cobertizo y la llevó hasta la orilla. Apenas se había cruzado con Ana durante el resto de la mañana. Cuando llegaron los repartidores que traían su equipo informático, la había visto bajar de su coche con dos maletas grandes. Para su sorpresa, no entró por la puerta principal, sino que desapareció por la entrada que daba directamente a la cocina. La vio repetir la misma operación varias veces. Poco después, se metió en el coche y enfiló por el sendero, probablemente para ir a la tienda, pensó Garrett.

Una vez instalado su equipo en el despacho, se sentó para contestar los mensajes de su correo electrónico. Cuando acabó ya había pasado la hora de comer, así que bajó a la cocina y se preparó un par de sandwiches y una limonada que se tomó en el despacho. Mientras comía, diseñó un horario para utilizar la cocina, la lavadora y el baño.

Ana seguía sin regresar cuando Garrett se marchó al pueblo. Estaba algo preocupado, al fin y al cabo compartían casa. Tal vez se había perdido: todos los caminos de la zona parecían iguales. Pero si hubiera tenido algún percance, lo lógico es que lo hubiera llamado.

Garrett recordó entonces el modo en que ella se había mordido el labio en la cocina aquella mañana. No, no lo llamaría. Una vez más volvió a sentirse culpable, y no pudo evitar escuchar una voz interior protestando por la manera en que estaba tratando a Ana. ¿Qué diría Robin al respecto? Él lo había educado para ser un caballero.

De acuerdo. Se había comportado como un cerdo. Procuraría ser al menos más tolerante. Cuando recordaba lo bien que había visto a Robin durante su último año de vida, no podía por menos que reconocer que Ana lo había hecho más feliz de lo que había sido desde la muerte de la madre de Garrett dos años atrás. Y aunque solo fuera por eso, tenía motivos para estarle agradecido.

Ana estaba entusiasmada ante el descubrimiento de una tienda de productos de artesanía bien surtida. Había traído todo lo que necesitaba, pero era estupendo saber que si le faltaba algo no tendría que atravesar todo Nueva Inglaterra para encontrar el comercio adecuado. Y además, había hecho sus primeros amigos en Maine.

El dueño de la tienda se mostró encantado de conocerla. Teddy Wilkens era un hombre joven, no mucho mayor que ella.

—Vivimos en la parte de arriba de la tienda —le contó mientras empaquetaba cuidadosamente sus compras—. Le compramos el negocio a un matrimonio que quería jubilarse y marcharse a Florida, y estamos muy contentos. Lo único malo es que mi esposa está teniendo un embarazo bastante problemático.

En ese momento, una mujer joven en avanzado estado de gestación entró en la tienda a través de la puerta del fondo.

—Nola, te presento a Ana Birch. Está viviendo en el lago Snowflake.

—Encantada de conocerte —dijo la joven sonriendo con dulzura.

—Lo mismo digo —contestó Ana.

Los Wilkens la invitaron a sentarse. Nola le contó que estaba esperando gemelos, pero no habían querido conocer el sexo de sus bebés. Salía de cuentas en septiembre.

—Aunque no sé si llegaré —continuó Nola—. El médico dice que se me puede adelantar. Así que puede que me falten tres semanas o siete, depende.

—Por favor, avisadme cuando nazcan. Si estoy todavía aquí, te traeré algo de comida a cambio de que me dejes acunar a los bebés —dijo Ana.

—Creo que vamos a necesitar tanta ayuda que seremos nosotros los que te hagamos la comida a cambio —contestó Nola riendo.

Cuando se iba, Ana pensó que no esperaría al nacimiento de los niños. La próxima vez que volviera al pueblo, les llevaría a Nola y a Teddy alguno de sus guisos.

Era noche cerrada cuando Ana llegó a la cima de la colina desde la que se divisaba la cabana. El coche de Garrett no estaba. Mejor. Estaba harta de su hostilidad. Antes de entrar en la cocina aquella mañana, había creído estúpidamente que podrían convivir en armonía durante las siguientes cuatro semanas. Garrett no había necesitado mucho tiempo para reventar la burbuja de su ilusión. Mientras ordenaba sus provisiones, Ana sintió que continuaba igual de enfadada que por la mañana. Entonces vio sobre la mesa de la cocina el horario que él había hecho. Era un calendario con los días de la semana y cada hora apuntada en un espacio. Garrett había puesto las horas en las que quería usar el baño y la cocina, y en la parte de abajo, una nota escrita a mano que decía:

Si no estás de acuerdo con algo, podemos negociar.

¿Negociar? Muy bien. Si quería guerra, la iba a tener. Sacó un lápiz de uno de los cajones y comenzó a garabatear el horario murmurando entre dientes.

Se tenía por una persona razonable y simpática. Nola y Teddy Wilkens no habían encontrado nada malo en ella, pero Garrett se comportaba de la manera más odiosa imaginable. ¿Por qué? Estaba decidida a que aquel hombre se arrepintiera de haber comenzado la batalla. Al día siguiente cocinaría un fabuloso guiso de pollo al brécol que llenaría toda la casa con su aroma, con un par de raciones extra para Teddy y Nola. Prepararía también una tarta con las cerezas de Michigan que había comprado.

Confiaba en que las habilidades culinarias de Garrett se redujeran a freír y sacar cosas de las latas.

De pronto, su enfado pareció disiparse. Si ella estaba triste por la muerte de Robin, ¿cómo se sentiría Garrett? Había vivido con él desde que era un adolescente. No era descabellado pensar que su desagradable comportamiento surgiera del dolor. Cada uno apechuga con la muerte de un ser querido como puede. Tal vez a no le gustaran las conclusiones que había sacado respecto a ella, pero podría perdonarlo. Y lo haría. Al día siguiente le contaría a Garrett que era hija de Robin y resolvería el conflicto.

Sintiéndose mucho mejor, Ana volvió a su coche para sacar la mercancía que había comprado en la tienda de Teddy y la subió a la planta de arriba, a la habitación que había sido el gabinete de Robin. Allí había colocado por la mañana sus otras cosas. Era un sitio ideal para trabajar. Tenía tres grandes ventanales llenos de luz, que además proporcionarían la ventilación adecuada cuando trabajara con materiales tóxicos como el pegamento. Ana sabía que Robin no tenía nada de artista, de lo contrario habría asegurado que aquella estancia estaba pensada para las manualidades.

Al fondo de la habitación, debajo de la ventana más amplia, había un gran mostrador y una mesa de madera, ideales para cortar material y dibujar diseños. Además, había espacio de sobra para colocar la máquina de coser portátil que había traído consigo.

Cuanto terminó de colocar todos sus accesorios de trabajo, Ana sintió una oleada de placer mientras extendía sobre la mesa una pieza de seda color borgoña, y tuvo la visión de un elegante sombrero de fiesta surgiendo de aquella tela. Era un alivio comprobar que la creatividad no la había abandonado tras el periodo de sequía decretado en su imaginación desde que Garrett le comunicó la muerte de Robin cinco días atrás.

Solo cinco días. Parecía que hubiera transcurrido una eternidad. Ana sintió las lágrimas brotar de sus ojos una vez más. Durante la mayor parte de su vida, había creído que su padre estaba muerto. Su madre apenas hablaba de él, y ella no había tenido el valor de preguntarle. Las pocas veces que se había atrevido, había visto tanta tristeza en los ojos de Janette que no había insistido. Solo sabía que era americano y que se habían conocido apenas un año antes de que Ana naciera. Y que no se habían casado, aunque habían estado profundamente enamorados. Los hermosos y torturados paisajes por los que se había hecho famosa la pintura de su madre eran un reflejo de sus sentimientos.

Al principio de su carrera, Janette había sido retratista. Ana conservaba un autorretrato al carboncillo de su madre con ella jugueteando entre sus faldas cuando era una niña de apenas dos años. Fue entonces cuando se fueron a vivir de nuevo a Inglaterra. Ana guardaba muchas fotografías y otros retratos de su madre, pero aquel era el recuerdo más preciado que conservaba de ella.