Su padre le había contado que Garrett se mostraba muy escéptico con las relaciones. Robin creía que podía deberse a una mala experiencia con una mujer que iba detrás de su dinero.
Ahora que lo conocía, Ana no podía imaginar que ninguna mujer quisiera estar con el ogro de Garrett ni un minuto. Ella preferiría prenderse fuego y arder.
Capítulo 2
Ana y Garrett tomaron asiento en dos grandes sillones de cuero frente al escritorio del señor Marrow. El abogado los observaba por encima de sus gafas de lectura.
—La última voluntad de Robin es un tanto… atípica —comenzó a decir.
—¿A qué se refiere? —interrumpió Garrett, acostumbrado a ir directamente al grano.
—Tal vez el señor Marrow nos lo cuente si no lo interrumpes —dijo Ana dulcemente.
Garrett le dirigió una mirada glacial, pero ella sonrió con inocencia. Estaba decidida a demostrarle que su antipatía no la afectaba.
El abogado carraspeó.
—Me saltaré los términos legales y se lo explicaré claramente. El señor Robin Underwood lega a Garrett Holden toda su fortuna y sus posesiones, excepto las especificadas en el testamento.
Garrett dejó de golpear el suelo con la punta de sus zapatos, un movimiento que había comenzado a hacer desde que se sentó. Ana pensó que le habría tranquilizado saber que ella no iba a poner en peligro su herencia. Lo que no entendía es por qué Garrett Holden se preocupaba por el dinero. Aunque Ana era una persona pragmática que aceptaba la vida tal y como venía, no pudo dejar de pensar en lo que para ella hubiera supuesto una mínima cantidad de esa fortuna.
El señor Marrow continuaba hablando, y Ana se centró de nuevo en sus palabras.
—A Ana Janette Birch, Robin le deja la mitad de la propiedad conocida como la cabana del Edén, situada en el lago Snowflake, en el estado de Maine, condado de…
—¿Qué? —interrumpió Garrett incorporándose como movido por un resorte—. ¡Eso no tiene sentido! ¿Por qué iba Robin a legarle la mitad de la cabana?
¿Una cabana? Ana se hundió más en el sillón, impactada también por la noticia.
El señor Marrow levantó una mano pidiendo silencio.
—Por otra parte, Ana recibirá una suma equiparable al alquiler y las facturas de su casa de Baltimore, además de un sueldo durante el periodo de treinta y un días a partir de que se instale en su residencia del lago Snowflake.
—¿Cómo? —interrumpió ella en esta ocasión—. ¡Pero si yo vivo en Baltimore!
—Robin le lega a Garrett la otra mitad de la cabana —continuó el abogado sin inmutarse—. Sin embargo, hay una condición para hacer efectiva esta cláusula. Si ambos herederos están solteros, durante un periodo de treinta y un días que comenzará a más tardar una semana después de la lectura del testamento, Ana Birch y Garrett Holden tendrán que cohabitar en la cabana.
La monótona voz del abogado y el lenguaje legal confirieron a la palabra «cohabitar» un matiz incómodo que flotó durante unos instantes por el amplio despacho.
Se hizo entonces un tenso y largo silencio.
—Supongo que se trata de una broma de Robin —dijo finalmente Garrett con una furia que le hizo a Ana desear salir corriendo de la habitación—. No puede ser cierto. ¿Por qué diablos querría que Ana y yo viviéramos juntos? Esto no puede ser legal.
—Me temo que el asunto va totalmente en serio y es completamente legal, a no ser que alguno de ustedes estuviera casado antes de la lectura del documento —explicó Marrow—. Y no lo están. Ninguno. Mi trabajo consiste en dar fe de ello. Si alguno de ustedes se niega a cumplir con los requisitos del testamento, ambos perderán la propiedad, que será puesta en venta. El dinero se destinaría a una sociedad benéfica también especificada en el testamento. Yo me encargaré de venderla y…
—Espere un momento —interrumpió Garrett—. Necesitamos tiempo para pensarlo. ¿Robin dice exactamente que tenemos que compartir la cabana un mes entero? ¿Y cada uno será dueño de una mitad?
Marrow asintió con la cabeza.
—¿Puede darme una copia?
—Por supuesto —respondió el hombre incorporándose—. Tengo una para cada uno. Discúlpenme.
Y abandonó la habitación.
Ana deseó poder hacer lo mismo. Cuando levantó la vista, Garrett la estaba observando con los ojos entornados. Ana se mordió los labios sin saber qué decir. No podía culparlo por estar furioso, y sintió de pronto cómo una sensación de enfado penetraba en el dolor por la muerte de su padre. Robin los había colocado en una posición muy incómoda.
Garrett se aclaró la garganta.
—Voy a llevarle esto a otro abogado. No puedo quedarme tan tranquilo. Y doy por sentado que tú no quieres cargar con media cabana en Maine, ¿no?
—Por supuesto que no, pero…
—Bien. Te compraré tu mitad a buen precio.
—¿Conoces bien ese lugar?
En el momento en que Ana hizo esa pregunta, la expresión de Garrett cambió. Algo en sus facciones se suavizó, transformando el azul de sus ojos en un tono más claro. Ana estaba impresionada. Aquel pequeño cambio lo convertía en alguien mucho más atractivo de lo que ya era. Y ni siquiera había sonreído. Si fuera una mujer inteligente, procuraría mantenerle enfadado, porque si alguna vez le dirigía a ella una mirada como aquella, se convertiría probablemente en su esclava de por vida.
—Robin y yo íbamos allí todos los veranos —contestó Garrett con la mirada perdida—. Salíamos de pesca y buscábamos nidos de águila con la canoa.
De pronto, sus ojos se enfriaron al volver al presente y mirarla.
—Significa para mí mucho más de lo que nunca significará para ti.
Ana no estaba tan segura. Robin le había dejado la mitad de la cabana por algo. Y de pronto lo entendió. Aquella frase: «Si ninguno de los dos está casado».
—Creo… creo que intentaba unirnos —dijo Ana con vacilación.
—¿Unirnos? ¿Tú y yo, como pareja? —preguntó Garrett con desagrado—. A eso se le llama pensar en beneficio propio. A Robin nunca se le hubiera ocurrido algo de tan… mal gusto.
Ana se quedó perpleja ante su crueldad. No entendía nada.
—¿De verdad creíste por un momento que podrías cazarme tras la muerte de Robin?
Ana sintió una sacudida, tanto por sus palabras como por el odio con que las había pronunciado.
—No he pensado en ti lo suficiente como para considerar semejante idea —contestó, odiando las lágrimas que resbalaban por sus mejillas—. Y aunque lo hubiera hecho, puedes estar seguro de que habría cambiado de opinión nada más conocerte.
—Bien —replicó Garrett aparentemente sin inmutarse—. Te compraré la mitad de la casa y en cuanto firmemos los papeles no tendremos que volver a vernos nunca más.
—Estupendo —dijo ella, dirigiéndose a la puerta sin esperar el regreso del abogado—. No puedo imaginar nada mejor que firmar tu salida de mi vida.
Ana no consiguió calmarse lo suficiente como para repasar de nuevo en su cabeza la desagradable escena hasta que estuvo de nuevo en casa. Y cuando lo hizo, se llevó una mano a la boca, impactada por las razones del comportamiento de Garrett. No sabía quién era ella. Creía que era… ¡La amante de Robin!
Palabra por palabra, Ana rememoró cada momento de las tres ocasiones en que se habían visto. Y mientras lo hacía, sentía su ira crecer más y más. ¿Cómo se atrevía a llegar a semejante conclusión? Puede que no fuera una idea tan descabellada, pero Garrett conocía a Robin desde hacía muchos años, desde que se casó con su madre. ¿Cómo podía desconfiar así de la integridad de Robin? ¿Cómo podía siquiera imaginar que su padrastro se liara con una chica de su edad? Estaba furiosa contra Garrett en nombre de su padre, y también en el suyo propio.
Qué mente tan retorcida. Si al menos tuviera alguna manera de hacerle arrepentirse de aquellas palabras…
Y la tenía. En sus manos estaba la posibilidad de hacerle pagar su menosprecio.
Estaba claro que esa casa significaba mucho para él. Por un instante, Ana sintió una punzada de culpabilidad: su padre había querido mucho a Garrett, quién sabía por qué… pero estaba claro que Garrett no lo había querido igual, o no hubiera creído ni por un instante que su padrastro tuviera una aventura con ella.
Ana se dirigió al teléfono para hacer una llamada, pero se detuvo a tiempo. Esperaría. Esperaría hasta que él se viera obligado a buscarla.
Garrett llamó al día siguiente. Se mostró excesivamente cortés, y Ana se preguntó qué sería lo que realmente le gustaría decir. Garrett le preguntó si podía pasarse por su casa aquella tarde.
—Tendrá que ser después de las diez de la noche —respondió ella—. Esta noche trabajo y no llegaré hasta esa hora.
—No sabía que tuvieras trabajo —dijo Garrett con sequedad.
—Bueno, esta era una ocasión que no podía dejar escapar. Mi horario cambia cada semana, nunca sé si voy a trabajar de día, de noche, o ambos —replicó Ana con intención.
Hubo un largo silencio al otro lado de la línea. Ana se mordió el labio inferior para evitar soltar una carcajada. Estaba deseando contarle quién era realmente, pero quería estar delante de él cuando lo hiciera para no perderse su expresión de desconcierto.
—A las diez está bien —contestó finalmente él.
Y colgó el teléfono sin siquiera despedirse.
Ana tuvo suerte aquella noche: había pocas mesas que servir en el restaurante y pudo llegar a casa poco antes de las diez. Se metió en la ducha para librarse del olor a comida, se secó el pelo de manera que sus rizos quedaron sueltos alrededor de la cara, y se roció generosamente con su perfume favorito, uno bastante caro que usaba solo en ocasiones especiales. Y aquella lo era. Luego se vistió con una camisa blanca de seda y una minifalda a juego de color negro. Por último, se calzó unos altísimos tacones que hacían parecer sus piernas interminables. Ana suponía que así podría vestirse una prostituta de lujo. En ese momento sonó el timbre de la puerta.
—Buenas noches —dijo mientras abría—. Entra, por favor.
—Tu casa necesita algunos arreglos —dijo Garrett sin siquiera saludarla—. Habría que reparar el porche y pintar la fachada. Podrás hacer todo eso y mucho más con el dinero que te daré por la cabana —continuó Garrett mientras tomaba asiento en el mismo sofá de su anterior visita.
—Seguro que podría. Pero la casa no es mía.
—¿Cómo? Di por sentado que…
—Se te da muy bien dar por sentado las cosas —replicó Ana con cierta sorna—. Cuando vinimos de Inglaterra, yo tenía diez años, y mi madre compró esta casa. Por entonces era un barrio muy agradable. Pero ella murió hace tres años, y yo necesitaba el dinero, así que la vendí con la condición de poder vivir alquilada en ella durante cinco años.
—Muy bien —contestó Garrett con impaciencia—. Si no tienes que pagar la casa, puedes emplear el dinero para viajar. O meterlo en el banco.
—O puedo ir a la universidad.
—¿Eso te gustaría? —preguntó Garrett levantando las cejas.
—No. No necesito estudiar más para lo que quiero hacer en la vida —contestó Ana con serenidad.
—De eso estoy seguro —murmuró él.
Ahora que Ana sabía lo que él pensaba, ese tipo de comentarios cobraban sentido. Garrett la había estado insultando desde que la conoció, y ella no se había dado cuenta hasta hacía bien poco. Notó cómo la sangre se revolvía en su interior, pero trató de concentrarse en su plan de venganza.
—Entonces, ¿cuándo nos vamos? —preguntó con aparente inocencia.
—¿Cómo?
—Que cuando salimos hacia la cabana del Edén. ¡Qué nombre tan bonito! Debe tratarse de un lugar muy especial, para que Robin lo hubiera considerado un paraíso.
—No vamos a ir a ninguna parte —dijo Garrett—. He llevado el testamento a otro abogado, y espero que encuentre la manera de librarnos de esa absurda cláusula. Entonces compraré tu parte y terminaremos con esto.
—¿Comprar mi parte? —dijo Ana abriendo mucho los ojos—. ¿No te he comentado mis nuevos planes?
—Me temo que no. ¿A qué te refieres? —preguntó Garrett mirándola con recelo.
Ana se aclaró la garganta, dispuesta a disfrutar de aquel momento.
—He decidido no vender mi mitad. Era especial para Robin, así que voy a conservarla.
—Creí que necesitabas el dinero —dijo Garrett con un hilo de voz, como si alguien le estuviera retorciendo la garganta.
—Así es, pero si vamos a Maine durante un mes, será para mi como unas vacaciones con todo pagado. Cuando acaben, hablaremos para ver si he cambiado de opinión —contestó poniéndose de pie—. Lamento tener que echarte, pero he tenido un día agotador.
Garrett se incorporó también, pero en lugar de dirigirse a la puerta, cruzó el salón en dirección a Ana.