Una casa para dos – Anne Marie Winston

—Muy bien, viejo, ¿y ahora qué hago? —le preguntó en voz alta, sintiendo sobre su cuerpo todo el peso de la desesperación—. Tenías razón cuando me dijiste que me iba a gustar.

Garrett se levantó y se dirigió a la ventana de su oficina. Había algo que lo inquietaba, aunque no podría decir exactamente de qué se trataba. Algo que…

De pronto, se llevó la mano a la boca. Dándose la vuelta, Garrett volvió la vista al retrato de su padrastro. Nunca se había parado a pensarlo, pero aquel dibujo debió haber sido hecho allí mismo por algún artista que conociera a Robin lo suficiente como para captar la expresión de dulzura que tantas veces asomaba a su rostro.

El pelo de la nuca se le erizó en un reflejo automático cuando la verdad lo golpeó en plena cara. La madre de Ana había pintado aquel cuadro.

Garrett cruzó la habitación hasta situarse al lado del dibujo. Sus ojos escudriñaron con atención el lienzo. Y allí estaba, en la esquina izquierda de la parte inferior: J.B., y la fecha escrita en trazo minúsculo.

Sin apartar la mirada del retrato, Garrett se dirigió lentamente a su escritorio y se sentó en la silla mientras miraba al techo con los ojos cerrados. Exhaló un profundo suspiro mientras trataba de recuperar el ritmo de la respiración. No había querido creerla, pero en lo más profundo de su ser, sabía que no estaba mintiendo.

Y allí estaba la prueba, colgando de la pared. Ana le había contado que al principio de su carrera, su madre había pasado por un periodo de lápiz y carboncillo antes de entrar en el mundo del óleo. Robin y Janette Birch habían estado allí juntos, y habían construido la cabana con sus mutuas necesidades en mente. Y la madre de Ana había dibujado a su amor en el lugar en que habían sido felices. Por eso Robin parecía tan real que podría salirse del papel y comenzar a andar. Janette lo conocía tan bien que seguramente podría haberlo dibujado sin tenerlo siquiera delante.

Igual que Ana lo había pintado a él.

Debió haberle contado la verdad desde el principio, pero Garrett recordó su comportamiento en Baltimore, y no pudo negar que se lo tenía merecido. No le había dado la oportunidad de explicarse, y seguro que ella se imaginó de antemano que él la habría tachado de mentirosa si le hubiera contado su historia.

Garrett dejó caer la cabeza entre sus manos y se pasó los dedos por el pelo. Se había portado como un auténtico estúpido, mostrándose superior y condescendiente. ¿Cómo podría siquiera pretender que ella llegara a perdonarlo?

Súbitamente, sintió la imperiosa necesidad de marcharse. Se levantó bruscamente de la silla y se dirigió a las escaleras. Tenía que hacer las maletas y regresar a Baltimore. Pero a mitad de camino, se paró en seco. ¡Los amigos de Ana!

Ella no se marcharía de Maine sin despedirse de ellos. Había cometido grandes errores a la hora de juzgarla, pero no tenía ninguna duda respecto a lo importante que era para ella la amistad. No se iría sin hablar antes con Teddy y su mujer.

Por suerte para Garrett, en aquella parte de Maine había pocos agentes de policía. En caso contrario, lo habrían parado por exceso de velocidad al menos diez veces en su camino hacia el pueblo.

Cuando llegó a la calle principal y vio el pequeño y ya familiar coche de Ana aparcado a la puerta de la tienda de artesanía, una intensa oleada de alivio recorrió todo su cuerpo.

Garrett permaneció unos instantes en el interior de su todoterreno, con la cara escondida entre las manos.

Daba gracias a Dios por haberla encontrado.

Finalmente, se incorporó y salió del coche. Pero las prisas iniciales habían desaparecido, y Garrett sintió cómo sus pasos se volvían lentos y pesados. ¿Qué podría decirle para arreglar el lío que había organizado entre ellos?

Ya había alcanzado la puerta de la tienda, cuando la vio disponiéndose a salir. Sus miradas se cruzaron a través del cristal. Ana se detuvo durante un instante, luego comenzó a salir.

—¿Me he dejado algo? —preguntó bruscamente.

—No —contestó Garrett, pensando en lo difícil que le iba a resultar hacerle cambiar de opinión.

Durante unos instantes permanecieron inmóviles, hasta que Ana dio una larga zancada que le permitió alcanzar la calle.

—Ana, no quiero que te vayas —suplicó Garrett mientras la seguía entre los coches aparcados.

—Tengo que hacerlo —contestó ella sacudiendo la cabeza sin mirarlo—. Por favor, déjame pasar.

El coche de Ana estaba aparcado enfrente del suyo, y ella sacó las llaves para abrirlo.

—Puedes quedarte con la cabana —continuó Ana—. En cuanto llegue, iré al despacho del señor Marrow y firmaré lo que haga falta para que tú seas el único propietario.

—No la quiero —dijo Garrett—. Si no la vas a compartir conmigo, la venderé.

—No puedes hacer eso —dijo ella sorprendida—. Robin quería que fuera para ti.

—Tu padre quería que fuera para los dos —contestó Garrett.

—¿Mi padre? —repitió Ana con voz ahogada.

—No quise creerte porque estaba celoso —confesó él—. Robin era mi padre en todos los aspectos, y no podía soportar la idea de que alguien significara para él más que yo.

—Robin te quería muchísimo —dijo Ana con suavidad—. Nadie podría reemplazar nunca lo que tú supusiste para él.

—Ahora lo sé. Siento todo lo que te dije —dijo Garrett bajando la voz—. Y todo lo que pensé.

—Muy bien —contestó Ana, haciendo un gran esfuerzo por articular palabra—. Ahora tengo que irme.

Pero mientras abría la puerta del coche, Garrett la tomó por la cintura.

—Te quiero.

—¿Cómo? —preguntó ella deteniéndose.

Garrett se puso de rodillas sin dejar de sujetarla por la cintura. Se llevó una de las manos de Ana a la boca para besarla antes de volver a hablar.

—Ana, te quiero. Quiero casarme contigo.

—Levántate —dijo ella bajando la voz—. ¡Estamos en la calle principal!

—No me importa —replicó Garrett sin moverse.

Ana echó un vistazo alrededor. Un grupo de turistas se había detenido calle abajo y contemplaba la escena. Un hombre salió de la oficina de correos, miró en su dirección y se quedó también parado.

—Garrett, por favor… —insistió Ana tratando de quitarle la mano de la cintura.

—Cásate conmigo —repitió él.

Se escuchó entonces el sonido de un carraspeo. Teddy había salido de su tienda.

—¿Va todo bien? —le preguntó a Ana.

—Sí —respondió ella.

—No —intervino Garrett—. Estoy enamorado de ella, y quiero que se case conmigo. Pero todavía no me ha dicho que sí.

—A lo mejor no siente lo mismo que tú —respondió Teddy con frialdad.

Un súbito rastro de duda invadió el ánimo de Garrett.

—Dijiste que me querías —titubeó.

Pero había un dejo de vulnerabilidad en sus palabras. Garrett disminuyó la presión de su mano sobre su cintura.

Una lágrima rodó por el rostro de Ana.

—Y te quiero —dijo a duras penas mientras se secaba la mejilla con la mano que tenía libre.

Garrett se levantó y estrechó su menudo cuerpo entre sus brazos con toda la ternura que sentía en aquel momento.

—No quiero despertarme nunca sin tenerte a mi lado. No quiero pasar ni un solo día preguntándome dónde estás, o si estás pensando en mí. No quiero que me pase como a Robin. No quiero perder a la mujer que amaré hasta el día en que me muera. Te quiero —repitió Garrett acariciándole la espalda.

—¿No es solo sexo? —preguntó ella tragando saliva.

Un nuevo carraspeo de Teddy los hizo detenerse y mirar en su dirección.

—Un hombre no persigue a una mujer por la calle principal y le declara su amor en medio del pueblo solo por sexo —dijo Teddy con una sonrisa burlona—. Creo que dice la verdad.

—Gritaré con todas mis fuerzas para que todos se enteren de lo que siento, si es eso lo que quieres —exclamó Garrett.

—No hace falta —replicó ella sonriendo.

—Entonces, di que sí —suplicó Garrett besándola en la frente.

—Sí —contestó Ana en un susurro.

—¿Te casarás conmigo? —insistió él con las rodillas temblando de emoción y alivio.

—Sí —repitió ella echándose para atrás para poder ver su cara.

Toda la tristeza había desaparecido del rostro de Ana. En su lugar, una expresión radiante iluminaba la suavidad de sus facciones.

—Eso está bien —intervino Teddy.

Pero Garrett apenas pudo oírlo. Toda su atención estaba puesta en su amada. La levantó del suelo y comenzó a dar vueltas en círculo por la acera con ella entre sus brazos. La gente que estaba en la calle rompió a aplaudir. Ana le rodeó el cuello con los brazos y lo atrajo hacia sí. Garrett dejó de dar vueltas y, buscando su boca, la besó largamente.

—Te quiero —repitió Garrett—. Y nos vamos a casar. Todo lo demás es negociable.

—¿Niños? —preguntó Ana esperanzada.

—Siempre y cuando no vengan de dos en dos —bromeó Garrett señalando a Teddy.

De pronto cayó en la cuenta de la importancia de aquellas palabras.

—Sus nietos —murmuró—. Nuestros hijos serán los nietos de Robin.

Los ojos de Ana estaban inundados de lágrimas, pero seguía sonriendo.

—Creo que nada podría haberle hecho más feliz —dijo ella sacudiendo la cabeza—. Ese viejo casamentero…

—¿Casamentero? Yo más bien lo llamaría manipulador —replicó Garrett riendo a carcajadas—. Él sabía que yo no podría resistirme a tus encantos, igual que le pasó a él con tu madre.

Garrett la estrechó con más fuerza y volvió a besarla.

—Vamos a casa a preparar la boda —dijo pasándole un dedo por los labios.

Y sintió cómo el corazón le latía con más fuerza mientras la miraba profundamente a los ojos.

—De acuerdo —dijo Ana—. Volvamos a casa.

Fin