Pero no se sentía atraído por ella.
La había invitado a la cabana solo para hacerle saber a Ana que ya tenía repuesto. Que no la necesitaba.
Pero cuando entró en la cocina se dio cuenta de que había cometido un error. Un gran error.
No les había oído entrar, y hasta que advirtió la presencia de Eileen, Garrett pudo recibir algo de la intimidad implícita en la sonrisa que Ana empezaba a dedicarle.
A Garrett no le resultó difícil leer los sentimientos que cruzaron por el corazón de Ana cuando vio a Eileen: sorpresa, indignación, y, lo peor de todo, dolor. ¿Cómo podría él haber imaginado que pudiera herirla? Lo había rechazado la noche anterior, ni siquiera había hecho amago de querer hablar sobre lo que había pasado. Le bastó con decir que había sido un error.
Pero mentía. Garrett lo supo en cuanto vio su expresión en la cocina. Por alguna razón inexplicable, Ana no había querido que él supiera hasta qué punto la había afectado aquel beso. Y si tuviera un ápice de sentido común, lo último que se le ocurriría sería entrar en la cabana y enfrentarse a ella. Mientras traspasaba la puerta de la cocina, Garrett se convenció de que no tenía ni un gramo de sentido común en lo que se refería a Ana Birch.
Y entonces la vio.
Estaba de espaldas a la puerta, con las manos en los bordes del fregadero, como si necesitara el apoyo de los brazos para mantenerse en pie. Había algo de derrota en aquella postura. Incluso sus rizos parecían haber perdido esplendor.
—Ana —dijo Garrett con suavidad.
Ella levantó la cabeza un instante antes de volver a darle la espalda, tiempo suficiente para que él adivinara las lágrimas que arrasaban sus ojos verdes.
—Vete —dijo ella en un hilo de voz mientras se incorporaba.
—Tenemos que hablar —susurró Garrett con dulzura—. Déjame que lleve a Eileen a casa y…
—No —contestó ella con brusquedad—. No quiero hablar contigo.
Y antes de que Garrett tuviera tiempo de idear un modo de convencerla, Ana ya había pasado delante de él sin mirarlo, atravesando la cocina hasta llegar a la puerta de la cabana.
Garrett salió al porche, esperando distinguir su figura pese a la oscuridad. La luna estaba en cuarto creciente, y le costó acostumbrarse a la falta de luz. Cuando lo consiguió, se dio cuenta de que el porche estaba vacío.
Entonces escuchó el sonido de unos pasos sobre el camino que llevaba al lago.
—¿Ana? ¡Ana, espera!
Los pasos no se detuvieron, y Garrett comenzó a avanzar más deprisa, imaginando lo que ella iba a hacer.
—¡Ana! —gritó—. ¡No vayas al lago! ¡Es peligroso!
Por toda respuesta, Garrett escuchó el sonido de los pasos caminando con más rapidez. Cuando llegó a la orilla, Ana era solo un punto que se alejaba a toda prisa en la canoa.
«Maldita sea», se dijo.
—¿Garrett?
Eileen lo llamaba desde el otro muelle.
—Siento estropear la noche, pero tengo que volver a casa pronto.
Cielo santo, se había olvidado por completo de ella. Pero no pensaba moverse de allí hasta que no viera a Ana regresar sana y salva.
—No puedo irme —dijo Garrett con tristeza—. Podría ser peligroso dejar a Ana sola en el lago.
Silencio.
—Ya es mayorcita —dijo finalmente Eileen con suspicacia—. Seguro que ya ha salido más veces en canoa sin niñera.
Garrett no se tomó la molestia de contestar. Permaneció mirando el lago, deseando que la luna iluminara con más fuerza para poder distinguir en qué dirección se había ido.
—Tengo que irme —insistió Eileen—. Trabajo muy temprano.
—Estoy seguro de que volverá pronto —dijo Garrett.
Pero Ana no volvió pronto. Transcurrió media hora. ¿Y si le ocurría algo malo en medio de aquellas oscuras aguas? La preocupación inicial de Garrett comenzaba a convertirse en terror.
—Tranquilízate. Seguro que está bien —dijo Eileen mientras lo contemplaba recorrer el muelle de arriba abajo una y otra vez.
—Seguro que sí —dijo él—. Pero no quiero irme hasta verla salir del agua.
Eileen se aclaró la garganta antes de hablar.
—Garrett, de verdad que tengo que volver a casa. Tu compañera de piso, o lo que sea, está siendo muy desconsiderada, si quieres saber mi opinión.
—No quiero saberla —contestó Garrett entre dientes mientras se hurgaba en los bolsillos—. Toma, las llaves de mi coche. Llévatelo y yo lo recogeré mañana.
—Gracias —dijo Eileen con un tono que implicaba cualquier cosa menos agradecimiento—. Te las dejaré debajo del felpudo.
Y dicho esto, cruzó el muelle sobre sus altos tacones y desapareció.
Treinta minutos más tarde, Ana seguía sin regresar. Garrett permaneció sentado en el muelle con una cerveza, haciendo balance de las últimas tres semanas, hasta que escuchó un sonido familiar. A su espalda, la gata de Ana lo miraba fijamente sin dejar de maullar.
—Tienes hambre, ¿verdad? No te preocupes. Yo cuidaré de ti —dijo Garrett incorporándose para entrar en la casa con el animal pisándole los talones.
Una vez en la cocina, Garrett sacó una lata de comida y la colocó en su plato. A los pocos segundos estaba completamente limpio. Cuando acabó, la gata salió corriendo, mirándolo para ver si él la seguía. No tenía otra cosa que hacer, así que Garrett se prestó al juego. Ronroneando como una motocicleta y con la cola levantada, la gata lo fue guiando por las escaleras hasta el estudio de Ana. Una vez allí, el animal desapareció en su interior.
La puerta del estudio estaba abierta de par en par. Garrett sabía que Ana la cerraba siempre porque no quería que la gata jugueteara con los lazos y los hilos de su trabajo. Pero ahora estaba abierta, y él debería entrar y sacar al animal, como un buen… ¿amigo? ¿compañero de habitación? Algo así había llamado Eileen a Ana, añadiendo a la definición connotaciones claramente sexuales. Las venas de Garrett se tensaron ante la idea de compartir cuarto con Ana, despojar de ropa aquel magnífico cuerpo, tumbarla desnuda sobre la cama con aquella melena de rizos desparramada sobre la almohada.
Garrett permaneció en el umbral de la puerta. Por fin se enfrentaba a lo que había tratado de evitar: Necesitaba tener a aquella mujer. El beso que se habían dado bien hubiera podido causar un incendio, y Garrett supo instintivamente que el sexo con ella sería mejor que todo lo que había conocido hasta el momento.
¿Le habría pasado lo mismo a Robin? La idea de que Ana hubiera sido primero la amante de su padrastro continuaba hiriéndolo. Si es que de verdad lo había sido. Porque ¿qué otra relación podría unirlos? Garrett sabía a ciencia cierta que el único niño de Robin y su primera mujer había nacido muerto. La ausencia de hijos había sido la gran frustración de Robin, y decía mucho a su favor que no se hubiera divorciado de su esposa a pesar de su enfermedad mental. La madre de Garrett tenía cuarenta y nueve años cuando se casó con él tras la muerte de su esposa, así que tampoco hubo posibilidad de concebir un hijo.
No, Robin no tenía descendencia, ni tampoco parientes cercanos vivos. Lo sabía porque habían hablado de ello cuando su padrastro redactó hacía muchos años un testamento en el que lo nombraba único heredero.
«Buen intento», se dijo. Estaba claro que la cabeza de Garrett trataba de encontrar la excusa perfecta para consumar sus deseos sin sentirse demasiado extraño por la situación.
Garrett movió la cabeza con disgusto. Entró en el estudio y encendió las luces, pensando para sí mismo que lo hacía para encontrar a la gata. En el mostrador que cubría la pared del fondo había siete conjuntos de sombreros con su bolso a juego. Garrett los estudió con atención. No entendía mucho de moda femenina, pero sí sabía que a las mujeres les gustaba estar elegantes, y aquellos accesorios podían ayudarlas. Eran muy buenos. Ella era muy buena.
Robin había estado seguro del talento de Ana, pero para Garrett había sido todo un descubrimiento.
Escuchó entonces el inconfundible maullido de la gata, y Garrett se adentró más en el estudio. En la mesa de trabajo de Ana, entre los lazos, abalorios, telas y otros materiales, estaba el cuaderno en el que esbozaba sus diseños. Y estaba abierto por una página en la que se podía contemplar el meticuloso retrato de un hombre. Garrett se acercó al cuaderno. ¡Era él! Se trataba de un dibujo de su perfil, de pie sobre el muelle con las manos en los bolsillos y la mirada perdida en dirección al lago. Él se ponía muchas veces en esa posición, y Ana se había fijado.
«Qué curioso», pensó Garrett mientras pasaba las páginas del cuaderno. Y entonces se quedó sin palabras.
Ana había dibujado al menos una docena de retratos suyos: de pie, sentado, durmiendo, riéndose… primeros planos y de cuerpo entero. El parecido con el original era tan extraordinario que parecía que iba a saltar de las páginas y ponerse a caminar.
¿Tenía algún significado el hecho de que lo hubiera dibujado? ¿O era simplemente el modelo más cercano que tenía?
El sonido de la puerta que daba al muelle le hizo dar un respingo. Ana había regresado por fin. Tras permitirse unos segundos de alivio, Garrett se dio cuenta de dónde estaba. Lo último que quería es que ella lo pillara fisgoneando en sus cosas, así que se dispuso a buscar a la gata. Estaba en lo alto del mostrador, limpiándose la cara con una pata. Garrett atravesó la habitación y la acomodó en sus brazos. Justo cuando salía del estudio y se disponía a cerrar la puerta, Ana apareció en lo alto de las escaleras. Tenía en los ojos una expresión dura y las facciones tensas.
—La puerta de tu estudio estaba abierta y la gata entró. Pensé que no te gustaría que anduviera por allí… —comenzó a decir Garrett.
—Gracias —contestó Ana sin mirarlo, centrando toda su atención en el animal—. No sabía que se hubiera acostumbrado tanto a ti como para permitirte tocarla.
Garrett se encogió de hombros.
—¿Por qué fuiste sola al lago? Ya sabes lo peligroso que puede ser por la noche.
—Pensé que tu cita y tú querríais algo de intimidad —dijo Ana sin asomo de burla.
La resignación que Garrett pareció ver en sus palabras le hizo sentirse incómodo.
—Pues te equivocaste —espetó él—. Ana, necesito hablar contigo.
—Ahora no —contestó ella mientras se dirigía a su habitación seguida por la gata—. Cuatro días más, y habremos cumplido con los términos del testamento. Cuando regresemos a Baltimore, volveremos a vernos en el despacho del abogado. Entonces podrás decirme lo que te parezca.
Ana le cerró en las narices la puerta de su habitación sin darle tiempo de responder. Garrett se quedó donde estaba mientras contaba despacio hasta veinte, y cuando acabó siguió necesitando toda su fuerza de voluntad para darse la vuelta y regresar a su propia habitación. Ella nunca sabría lo cerca que había estado de romper la puerta y obligarla a escuchar lo que él le tenía que decir.
Ana se levantó adrede más tarde de lo normal y se tomó su tiempo antes de bajar a la cocina. Tal como había esperado, Garrett ya estaba en su despacho. No tenía ningún deseo de hablar con él, así que después de desayunar se encerró en el estudio durante toda la mañana.
Pero las imágenes de los acontecimientos del día anterior le impedían concentrarse. No sabía qué pensar, ni qué sentir. Garrett había llevado a casa una cita. Y lo peor de todo, se había dado cuenta de la cálida bienvenida que ella le había dispensado hasta que se dio cuenta de que no estaba solo.
La palabra «humillación» se quedaba corta para describir cómo se había sentido. Por eso había salido corriendo hacia la canoa sin pararse a pensar en los peligros de remar sola en la oscuridad.
¿Pero por qué la había seguido? ¿Solo porque pensaba que el lago no era muy seguro por la noche?
Cuando regresó, le había parecido leer en sus ojos una disculpa, pero Ana no sabía muy bien por qué debería Garrett pedir perdón. A no ser que fuera por pedirle salir a alguien cuando realmente con quién quería estar era con ella.
Pero eso no ocurriría nunca en esta vida. Tal vez la animadversión que había mostrado hacia ella al principio hubiera disminuido, pero no era tan estúpida como para imaginar una historia de cuento de hadas al lado de aquel hombre.
—¿Ana? —preguntó Garrett con una voz que parecía pegada a la puerta—. ¿Puedo entrar?
—Entra —contestó ella con el corazón a mil por hora.
—Bueno… yo… me estaba preguntando qué tal va tu trabajo. ¿Estás cumpliendo los plazos que te habías fijado? —preguntó Garrett mientras cerraba suavemente la puerta tras de sí.