Un matrimonio platónico – Anne Marie Winston

Stone no quería pasar demasiado tiempo con ella, pero Faith salió de la cocina antes de que pudiera encontrar una buena excusa. Volvió unos minutos después cargada de telas y revistas.

Su figura, envuelta en unos vaqueros de diseño y un ajustado jersey, era un tormento. Y estaba tan cerca que podía oler su pelo…

—Lo primero que tienes que decidir es el color de la pared.

—Te alegras de tener a tu madre aquí, ¿verdad? —preguntó él entonces.

—Mucho. ¿Por qué lo preguntas?

—No, por nada. Me refería a que disfrutas mucho estando con ella.

—Por supuesto que disfruto mucho estando con ella. Me encanta estar con mi madre. En el internado lloraba todas las noches porque la echaba de menos. Hablábamos por teléfono todos los días, pero no es igual…

—No, claro —murmuró Stone, sin mirarla—. Pero sabías que, aunque le habría gustado mucho hacerlo, no podía cuidar de ti.

Faith lo miró entonces con curiosidad.

—Yo creo que a tu madre también le habría gustado cuidar de ti. Quizá para Eliza no fue tan fácil dejarte como crees.

—Mi padre y yo vivíamos muy contentos sin ella —replicó Stone. Después se quedó en silencio unos segundos—. Al menos podía haber aparentado que le importaba, pero ni siquiera se molestó. ¿Tan difícil era hacer que un crío de seis años se sintiera especial para su madre?

Faith apretó su mano.

—¿Se lo has preguntado alguna vez?

—No —contestó él—. Pero ya da igual. ¿Por qué no me enseñas esas telas?

Por supuesto, de niño se había sentido herido por la indiferencia de su madre, pero era un adulto y ya no necesitaba su aprobación para nada.

—Muy bien —dijo Faith entonces.

Estaba tan cerca que sus pechos rozaban la cara de Stone. Y no pudo evitar mirarlos y desear…

—No hace falta que yo elija las telas. Puedes hacerlo tú —dijo, levantándose bruscamente—. Seguro que me gustará lo que elijas.

—Pero tú seguirás viviendo aquí cuando yo me marche.

«Cuando yo me marche».

Aquellas palabras se repetían como un eco y Stone sintió el absurdo deseo de gritar: ¡No te vayas!

No lo hizo, por supuesto. Sin embargo, imágenes de la casa vacía, sin Faith, empezaron a bombardearlo.

Le gustaba tenerla allí. Incluso le gustaba tener a Naomi y Clarice allí.

Por un momento, imaginó cómo sería hacerse viejo con Faith a su lado, seguir casado con ella…

El pensamiento era tan atractivo que lo apartó de su cabeza inmediatamente.

—No tengo tiempo para ver telas, Faith. Lo siento.

Capítulo 5

Esa noche, Faith se arregló el pelo dejándolo caer como una cascada de oro sobre sus hombros. Mentiría si dijera que no la había halagado la reacción de Stone aquella mañana.

Cuando estaban tan cerca, en la cocina, se encontraba incómodo. Y estaba segura de que no tenía nada que ver con las telas para decorar el salón.

Lo había visto mirarle los pechos por el rabillo del ojo. Y antes de eso, había hablado de su madre.

No le contó mucho, pero lo haría en otro momento, estaba segura. A Stone le costaba un poco abrirse a los demás.

Faith se puso un sujetador sin hombreras y después se envolvió en el vestido de Escada que él había sugerido. Las sandalias de tacón alto y el bolso plateado daban el toque final.

Cuando se miró al espejo tuvo que sonreír. Nunca se había visto tan guapa. El corpiño del vestido tenía un más que generoso escote y la falda de seda gris azulado se movía como agitada por el viento mientras bajaba la escalera.

Stone estaba esperándola en el vestíbulo, de espaldas. Faith se sujetó a la barandilla porque no estaba acostumbrada a llevar tacones tan altos. Cuando oyó sus pasos, él se volvió…

Y durante un momento largo, intenso, el aire se llenó de electricidad. La miraba de arriba abajo, con los ojos brillantes, y ella se detuvo al pie de la escalera, como si aquellos ojos azules la estuvieran desnudando.

Pero había algo más, no sabía qué.

Por fin, Stone se aclaró la garganta.

—Seré la envidia de todos los invitados.

El hechizo se había roto.

—Intentaré quedar bien con todo el mundo.

Stone sonrió, pero era una sonrisa forzada. Y Faith se dio cuenta de que había vuelto a levantar las barreras para protegerse.

—La primera vez que te vi llevabas dos coletas. Es desconcertante ver… cómo has cambiado.

—Gracias —sonrió ella—. Tú también estás muy guapo. Nunca te había visto con esmoquin.

—Es obligatorio —suspiró Stone, volviéndose para tomar una cajita de terciopelo—. Tengo un regalo de boda para ti.

Faith lo miró, sorprendida.

—Pero… yo no te he comprado nada.

—Aceptar esta charada es más que suficiente. Toma, ábrela.

—Stone, yo…

—Venga, ábrela —insistió él, impaciente—. Recuerda que ahora eres la señora de Stone Lachlan. La gente murmuraría si no te viera luciendo joyas.

Faith asintió. Y cuando abrió la caja se quedó atónita.

Sobre el terciopelo negro había un collar de zafiros y diamantes que lanzaban destellos de mil colores. Los diamantes rodeaban un enorme zafiro del tamaño de una almendra.

Ella se quedó sin palabras. Literalmente. Tenía la boca seca. Nunca, había visto joyas así. A menos que fuera una exposición de diamantes en el museo Smithsonian…

Stone sacó el collar de la caja.

—Date la vuelta.

Faith obedeció. Aquello era como un sueño. Unas semanas antes estaba vendiendo ropa de Carolina Herrera a mujeres que elegían los vestidos a pares y, de repente, estaba casada con uno de los hombres más ricos del país, que le regalaba joyas y vestidos de diseño.

Unos meses antes era una estudiante universitaria sin un céntimo en el banco y, de repente…

—No puedo hacer esto —dijo, volviéndose para mirarlo.

—¿Hacer qué? —preguntó Stone.

Estaban tan cerca que podía ver los puntitos dorados en sus ojos azules.

—Tú sabes a qué me refiero —murmuró Faith, dando un paso atrás—. No puedo aparentar que soy tu esposa…

—Eres mi esposa.

—No lo soy de verdad —dijo ella, temblando.

—Ese era el acuerdo —asintió Stone con voz ronca.

—Podríamos… cambiar los términos del acuerdo. Si quisiéramos.

No sabía de dónde sacaba coraje para decir aquello, pero tenía que hacerlo.

Él negó con la cabeza.

—Es normal que nos sintamos… atraídos el uno por el otro en una situación como esta, pero hacer algo sería un terrible error —murmuró, sacando los pendientes de la caja—. Póntelos. Tenemos que irnos.

Faith hubiera querido decir algo más, pero no tenía valor. Stone la había rechazado, sencillamente. Y debía aceptarlo. Sin decir nada, se puso los pendientes y volvió a tomar el bolso.

—¿No vas a mirarte al espejo? —preguntó él.

La imagen que veía era la de una mujer elegante y sofisticada con un collar de zafiros y diamantes. Tras ella, un hombre alto vestido de esmoquin, guapísimo y muy seguro de sí mismo.

Una pareja perfecta. Faith se volvió, intentando controlar las lágrimas.

Parecían hechos el uno para el otro…

¿Por qué pensaba Stone que hacer el amor con ella sería un error?

—¿Para qué es la cena benéfica? —preguntó Faith cuando entraban en el hotel.

—No es para el proverbial partido político, sino para una organización no gubernamental que intenta rescatar animales salvajes. Ya sabes, elefantes, tigres de Bengala, leones… todos los que están a punto de desaparecer si no hacemos algo.

Ella asintió.

—Me parece estupendo. He leído un artículo sobre los esfuerzos de Tippi Hedren, la madre de Melanie Griffith, para salvar a los tigres de Asia. Las condiciones en las que viven algunos de esos animales son espantosas.

—Y también es horrible que algunas personas quieran tenerlos como mascotas.

Stone tomó su mano y se dirigieron hacia una especie de mostrador donde los invitados recibían folletos informativos sobre el proyecto.

—¿Mascotas?

—Un niño murió hace poco en Wyoming, atacado por un tigre que su vecino tenía como mascota… uy, cuidado —dijo él entonces, apretando su mano—. Se acerca la Inquisición.

Una mujer se acercó a ellos, toda sonrisas.

—¡Stone Lachlan! ¿Dónde te habías escondido?

—Señora Delatoure, encantado de volver a verla. No he estado escondido, he estado trabajando.

—¿Y no tienes ni un momento libre para nosotros?

—No, pero me alegro de haber venido esta noche. Si no, me habría perdido el placer de saludarla.

La mujer sonrió.

—Halagos, lo sé. Pero sigue, sigue…

Eunicia Delatoure era la viuda de uno de los hombres más ricos del país, propietario de grandes viñedos en California. Sus hijos se encargaban del negocio, pero la señora Delatoure era una fuerza de la naturaleza. Los rumores decían que nadie tomaba una sola decisión sin contar con ella y Stone estaba seguro de que era cierto.

Tomó a Faith por la cintura mientras hacía las presentaciones y el calor de su cuerpo lo puso nervioso. Aquella noche iba a ser un tormento… especialmente después de saber lo que ella estaba pensando.

¿Sabría lo que le había pedido? Lo dudaba. Estaba completamente seguro de que era virgen… Pero no quería ni pensar en ello.

—¡Tu esposa! Pero si acabo de enterarme del compromiso… —protestó la señora Delatoure—. Felicidades, querida. Supongo que os habéis casado hace poco.

—La semana pasada —contestó Stone—. Y estamos encantados de haberlo mantenido en secreto para la prensa.

—Encantada de conocerte, Faith. ¿Tu familia ha venido contigo?

Era un claro intento de saber cuál era su pedigrí.

—No —contestó él—. Hemos venido solos. Encantado de volver a verla, señora Delatoure. Dele recuerdos a Luc y a Henry.

Después de eso, se alejaron hacia las mesas.

—Sé hablar, Stone. Esa mujer va a pensar que te has casado con una muda.

—Lo siento. Es que no quería que nos diera la lata. Y ya no tenemos que preocuparnos por dar la noticia. En cinco minutos, lo sabrá todo el mundo.

—Eso es lo que querías, ¿no?

—Sí, eso es lo que quería —suspiró él.

La orquesta empezó a tocar entonces una balada y la pista de baile se llenó de parejas.

—¿Quieres bailar?

—Yo no sé bailar…

—¿En serio? ¿Qué te han enseñado en el internado?

—Latín, física, matemáticas… cositas así. Era un colegio de verdad, Stone, no una guardería para niñas ricas.

—Perdona, perdona —sonrió él—. Muy bien. Yo te enseñaré a bailar. Tú sigue mis pasos.

—¿Y si me subo sobre tus pies como solía hacer de pequeña?

Stone soltó una carcajada.

—Vamos a ver si aprendes los pasos antes de tener que llegar a eso.

Una vez en la pista, la envolvió en sus brazos. Su piel era cálida, suave. Y le habría gustado tocarla de tantas maneras…

Aquello era un tormento. Pero necesario. Tenían que parecer una pareja de recién casados. Las primeras semanas eran muy peligrosas, sobre todo por los buitres de la prensa, siempre dispuestos a buscar un escándalo.

—¿Lo estoy haciendo bien? —preguntó Faith. Pero seguía sus pasos de maravilla, como si llevaran años bailando juntos.

—Muy bien —murmuró Stone—. Pero tengo que apretarte más. Hay mucha gente mirando.

—De acuerdo —dijo ella, nerviosa.

El deseo que ambos sentían era tan claro, tan transparente que se estaba quemando.

Aquello era imposible. Saber que Faith lo deseaba era el peor afrodisíaco del mundo. Si ella tuviera más experiencia tomaría lo que le ofrecía, pero…

Algún día le daría las gracias. O, al menos, eso esperaba. Porque si no apreciaba el trabajo que le estaba costando controlarse, era capaz de estrangularla.

Afortunadamente, Faith llevaba una falda llena de capas de tela que hacía difícil el roce. Seguramente se llevaría un susto si se diera cuenta de cuál era su estado en aquel momento.

Stone sabía que su experiencia con los hombres era muy limitada. Pero aprendía rápido y… pensar en el apasionado beso que habían compartido una semana antes era muy mala idea.

Intentó concentrarse en la música y en las parejas que los rodeaban, pero le resultaba imposible.

Faith lo sorprendió entonces apoyando la cabeza en su hombro. Y, sin pensar, Stone empezó a acariciar su cuello.

Ella sintió un escalofrío.

—Lo siento. ¿Te he hecho cosquillas?

—No.

—Relájate.

—Estoy relajada.

¿Estaba besándolo en el cuello? No, no podía ser. Solo era su imaginación.

—La gente está mirándonos. Supongo que sabrás que mañana saldremos en todas las revistas.

—Espero que no —murmuró Faith.

—Pues así es. Nos hemos convertido en la comidilla de todo el mundo. Pero enseguida se les pasará. Siempre hay algo nuevo de qué hablar.

—Mejor.

Siguieron bailando en silencio durante largo rato. Stone podría haberla tenido en sus brazos durante toda la noche. A pesar de la tortura de su cuerpo, era un placer increíble tenerla entre sus brazos. La idea de hacer aquello semana tras semana era tremendamente atractiva.