—Chicas, chicas… —sonrió Doro—. Anda, márchate.
Aquella reacción era comprensible. Además de guapo, Stone Lachlan tenía un aire de poder que era absolutamente irresistible.
Faith tomó su bolso y su abrigo forrado de lana, algo muy necesario en Nueva York en el mes de marzo, y se acercó a la puerta de la tienda, donde Stone la esperaba. Sin decir una palabra él la ayudó a ponerse el abrigo y Faith sintió un escalofrío cuando rozó su cuello con los dedos.
En la puerta de la tienda había un Mercedes negro último modelo.
—Al Rainbow Room —le dijo al chofer.
Seguramente aquella sería la última vez que iban a verse, pensó Faith. La había invitado a comer algunas veces cuando iba a visitarla al colegio, pero nunca sabía cuándo iba a aparecer… y vivía para aquellas visitas. Pero Stone y ella vivían en mundos diferentes y sus caminos no volverían a cruzarse.
En el restaurante, el maitre les dio mesa inmediatamente y Stone pidió por los dos. Después, la miró a los ojos.
—No puedes trabajar en una tienda.
—¿Por qué? Lo hacen millones de mujeres en todo el mundo —contestó ella—. Además, no hay elección. Tú sabes tan bien como yo que no tengo dinero.
Stone apartó la mirada.
—Yo me he encargado de todo…
—Lo sé y te lo agradezco, pero no puedo seguir aceptando caridad. Me gustaría saber cuánto te debo por lo que has hecho durante estos ocho años…
—No te he pedido que me devuelvas nada —la interrumpió él, furioso.
—De todas formas quiero devolvértelo —consiguió decir Faith, intentando no amedrentarse—. Tardaré algún tiempo, pero si hacemos un calendario de pagos…
—No.
—¿Perdona?
—¡He dicho que no! —replicó Stone, levantando la voz—. Maldita sea, Faith, tu padre habría hecho lo mismo si hubiera sido al revés. Le prometí a tu madre que cuidaría de ti y eso pienso hacer. Además, he dado mi palabra. Solo estoy haciendo lo que mi padre habría hecho.
—Sí, pero tu padre no estaba en la ruina —dijo Faith.
El levantó un milímetro la barbilla, en un gesto que le había visto hacer muchas veces.
Por ejemplo, cuando fue a pedirle explicaciones a su profesor de matemáticas por haberla suspendido.
—Esos gastos no me han arruinado, no te preocupes. La última vez que miré mi cuenta corriente, seguía habiendo un par de millones.
—De todas formas, no quiero aceptar tu dinero. ¿Sabes lo que sentí cuando supe que habías estado pagando nuestras facturas todos estos años?
—¿Cómo te enteraste?
—En febrero fui al banco para hablar de las inversiones de mi padre…
—¿Por qué?
—Pensé que era buena idea enterarme del asunto ya que dejarías de ser mi tutor cuando yo cumpliera veintiún años, en diciembre. Y entonces me enteré de que todas las facturas habían sido pagadas por ti durante los últimos ocho años —contestó Faith, con los ojos llenos de lágrimas—. Me quedé atónita. Deberías habérmelo dicho.
—¿Para qué?
—Tenía derecho a saberlo, Stone.
—Eso solo te habría preocupado y lo importante era que terminases tus estudios.
—Podría haber buscado trabajo al terminar el instituto…
—Faith… —la interrumpió él, impaciente—. Tenías doce años cuando tu padre murió. ¿De verdad crees que habría dejado que tú y tu madre os quedarais en la calle?
—No eras tú quien debía tomar esa decisión —protestó Faith, tragándose las lágrimas.
—Sí lo era. Tu madre me hizo tu tutor. Además, si terminas la carrera podrás encontrar algo mejor que ser dependienta.
—Es una tienda de Carolina Herrera, no es cualquier cosa.
—Da igual.
—¿Mi madre sabe la verdad?
Stone negó con la cabeza.
—Ella cree que sigo encargándome de las inversiones de tu padre. El médico me dijo que un disgusto de ese calibre afectaría mucho a su salud.
Si era objetiva, Faith debía reconocer que había hecho lo mejor para ellas. Pero la horrorizaba aceptar su dinero.
El camarero llegó entonces con los primeros platos y se quedaron callados durante unos minutos.
Stone comía con gran concentración, evidentemente preocupado por algo.
—¿Hoy no tenías reuniones ni nada parecido? —le preguntó Faith, nerviosa.
—Hoy tú eras lo más importante de mi agenda —replicó él.
—Pues si es así, me encantaría saber cuánto te debo y…
—No vuelvas a pedirme eso. No me debes nada.
Faith decidió no replicar. Si Stone no quería decírselo, ella misma podría hacer una aproximación, sumando todos los gastos de aquellos ocho años.
—Tengo que volver al trabajo dentro de media hora —dijo, intentando no desvelar sus intenciones.
Él levantó la cabeza.
—Bueno, como ya estás enfadada conmigo lo mejor será decirlo todo de una vez.
—¿A qué te refieres?
—No vas a volver a esa tienda.
—¿Perdona?
Stone vaciló un momento.
—No me he expresado bien. Quiero que dejes de trabajar.
—¿Estás loco? ¿Y vivir de qué?
—Ya te he dicho que yo cuido de ti.
—Puedo cuidar de mí misma, muchas gracias —replicó ella—. No seré siempre una dependienta. Pienso terminar la carrera, aunque sea a distancia… así tardaré más, pero la terminaré.
—¿Qué estás estudiando?
—Dirección de empresas e informática.
—Ah, una carrera ambiciosa —comentó Stone.
—Mi madre está cada vez peor y necesita una persona que la cuide veinticuatro horas al día. Y yo necesito dinero para pagar a esa persona.
—Ya sabes que siempre cuidaré de tu madre —suspiró él.
—¡Pero es que tengo que hacerlo yo!
—Mi padre hubiera esperado que cuidase de vosotras —replicó Stone, tan tranquilo.
De nuevo, Faith se fijó en lo hermoso que era aquel gigante con facciones de dios griego. Cuando entraron en el restaurante, no le pasó desapercibido cómo lo miraban las mujeres. Y, tontamente, se alegró de llevar un elegante vestido negro de Donna Karan. Era de la temporada anterior, pero cumplía su objetivo: hacer que sintiera confianza en sí misma.
Entonces recordó que el dinero de Stone había pagado aquel vestido y la alegría desapareció inmediatamente.
—Seguro que tu padre estaría muy orgulloso porque has hecho lo que se esperaba de ti —dijo, con una nota áspera—. Pero no pienso seguir aceptando tu caridad.
—Serás cabezota…
—Mira quién habla —replicó Faith.
—Bueno, bueno. Los dos somos cabezotas —sonrió Stone.
No pudo resistirse a la sonrisa del hombre y sonrió a su vez, a pesar de la humillación que sentía al recordar que, desde hacía ocho años, era literalmente pobre.
—Tengo que volver a la tienda. ¿Te importa llevarme? —le preguntó, después de comer.
Él dejó escapar un suspiro.
—La verdad es que sí me importa. No quiero que vuelvas.
Faith hizo un esfuerzo para parecer amenazante.
—Piensa en lo cabezota que puedo ponerme si insistes.
Stone no pudo evitar una sonrisa.
—Qué miedo me das.
No quería encontrarla atractiva.
Faith había sido, extraoficialmente, su hermana pequeña y su responsabilidad desde que Randall Harrell murió. Tenía diez años menos que él y era su tutor. No podía encontrarla atractiva.
Pero cuando entraba en el coche no pudo dejar de admirar sus largas piernas envueltas en medias de seda negra. Ni los duros muslos bajo el vestido, ni los altos y jóvenes pechos…
La había mirado durante un rato en el escaparate de la tienda antes de entrar. Aquel vestido negro tan sencillo hacía que un hombre deseara quitárselo y pasar sus manos por las curvas que escondía. Lo hacía desear tocarla, quitarle las horquillas del cabello rubio para verlo cayendo sobre sus hombros, poner la boca en la base de su cuello y saborear…
«¡Ya está bien!», pensó entonces. «Ella no es para ti».
No podía pensar esas cosas. Pero tampoco podía soportar verla trabajando como dependienta y decidió intentarlo de nuevo.
Faith no debería trabajar diez horas diarias, debería estar haciendo feliz a un hombre, llenando su vida de belleza y alegría…
Sabía que esa era una actitud arcaica y que millones de mujeres le darían un puñetazo en la nariz si lo dijera en voz alta, pero él había sufrido una infancia sin padres porque los suyos siempre habían puesto los negocios por delante de la familia.
—¿Por qué no terminas el curso? Después, durante el verano, podríamos hablar de buscar un trabajo.
—No pienso aceptar más dinero, Stone. Y no pienso dejar de trabajar. Necesito ese dinero. Además, dejé la universidad hace casi un mes y he perdido demasiadas clases.
Stone la miró entonces, sentada como una perfecta señorita, con las manos en el regazo. Su pelo era de un rubio tan claro que casi parecía platino y sus ojos eran de un gris purísimo. Tenía unas facciones perfectas y parecía demasiado frágil para estar todo el día de pie.
Lo único que estropeaba la imagen de señorita de clase alta era que lo fulminaba con la mirada cada vez que tocaban el tema del dinero. El contraste era adorable y Stone tuvo que hacer un esfuerzo para no decirle lo preciosa que le parecía.
Entonces pensó que, preciosa o no, era tan intransigente como una muía.
—Muy bien. Puedes hacer lo que te dé la gana. Siempre que sea razonable.
—Tu definición de lo que es razonable puede ser diferente de la mía. Además, en ocho meses no tendrás autoridad para decirme lo que debo hacer. ¿Por qué no empiezas a practicar?
Él respiró profundamente, buscando paciencia. Estaba a punto de decirle que, por muy mayor que fuera siempre sería responsabilidad suya, pero lo último que deseaba era otra discusión.
Entonces recordó sus ojos llenos de lágrimas mientras le contaba lo que sintió al descubrir que su padre estaba arruinado.
—¿Querrías al menos buscar un trabajo de otro tipo, algo que no te tuviera de pie diez horas al día?
Faith lo miró, recelosa.
—Quizá. Pero no pienso dejar mi trabajo ahora mismo.
—No, claro que no —suspiró Stone.
Cuando el coche se detuvo frente a la lujosa tienda, Stone la tomó del brazo para que no pudiera salir corriendo.
—Espera.
—¿Qué?
—Cena conmigo esta noche.
—¿Cenar? —repitió ella, abriendo mucho los ojos.
No había pensado invitarla a cenar. Las palabras salieron de su boca antes de que pudiera controlarlas.
—Pues sí —murmuró, preguntándose si los treinta años serían el principio de la edad senil—. Iré a buscarte. ¿Dónde vives?
Vivía en el West Side, en un pequeño apartamento que habría sido adecuado para dos personas. Pero Stone sabía por su charla durante el almuerzo que tenía al menos dos compañeras de piso.
—¿Con cuánta gente vives? —preguntó, en la puerta.
—Con otras tres chicas —contestó Faith—. Dos en cada dormitorio. Dos de nosotras trabajamos por las mañanas y dos por las noches, así que no solemos estar juntas las cuatro.
En ese momento se abrió una puerta y apareció una chica pelirroja. Bueno, parte del pelo era rojo, el resto era azul, verde… Pero tenía una sonrisa muy simpática.
—Hola —lo saludó, pizpireta—. Siento decírtelo, guapo, pero aquí no pegas nada.
Stone sonrió.
—¿El Rólex me ha delatado?
—Gretchen, te presento a Stone Lachlan. Stone, una de mis compañeras de piso, Gretchen Vandreau.
—Encantada de conocerte —sonrió Gretchen, haciendo una insolente reverencia.
—Lo mismo digo, señorita Vandreau.
—¡Tú eres… tú eres de los Lachlan! —exclamó la joven entonces—. Faith, ¿de dónde lo has sacado?
—En realidad, la encontré yo —dijo él—. Faith y yo somos viejos amigos. ¿Nos vamos?
—¿Vais a salir juntos? Qué suerte —rió la descarada pelirroja.
—No es lo que tú crees… —empezó a decir Faith.
—Depende a qué se refiera —intervino Stone—. Y será mejor que nos demos prisa. He reservado mesa para las nueve.
Faith no parecía tener muchas ganas de salir y él sintió un absurdo pánico. ¿Iba a decirle que no, que había cambiado de opinión? Tuvo que hacer un esfuerzo para no tomarla en brazos y meterla así en el ascensor.
Con desgana, Faith sacó una capa negra del armario y poco después salían del apartamento, con las bendiciones de Gretchen.
Mientras bajaban en el ascensor, Stone tuvo que disimular su alivio.
Pero solo la había invitado a cenar porque le parecía su obligación. Faith no debería vivir en un apartamento diminuto ni trabajar detrás de un mostrador.
Su padre hubiese querido que tuviera una buena educación y un trabajo adecuado. O, más bien, que se casara con un hombre rico y tuviera hijos muy guapos y muy bien educados. Después de todo, en los colegios privados se aprende las, a veces, ridículas reglas que acompañan a la buena sociedad.
Ojalá la idea no lo pusiera de los nervios. Stone quería lo mejor para ella y tendría que encargarse de que sus pretendientes fueran adecuados.
Mientras bajaban, la observó por el rabillo del ojo. Llevaba el pelo sujeto en un moño bajo y las luces del ascensor le daban un brillo de plata. Estaba mordiéndose el labio inferior y, sin pensar, alargó un dedo para impedírselo. Al hacerlo, sintió una especie de corriente eléctrica. Y eso lo alarmó.