—¿Les ha dado el pecho a todos?
—No, a los primeros no, no pude, no sabía cómo hacerlo, así que lo dejé pronto. Con la cuarta me informé y le di el pecho.
—¿A los otros seis?
—Sí… En ocasiones he dado el pecho a dos o tres a la vez…
—Pero es agotador, ¿no?
—Sí, es agotador. Pero para mí, añadió, es también un método anticonceptivo natural, y por eso les doy de mamar durante tanto tiempo… Realmente es difícil… Pero a fin de cuentas, todo entra dentro de un orden… ¡Ya lo verá!
En un orden, ¿pero qué orden? ¿El orden de los que se divorcian seis meses después de haber tenido un hijo, o el orden de los que tienen otro para intentar reparar los estragos del primero? ¿El orden de los que se separan al cabo de siete años de matrimonio y con tres hijos, o el orden de los que tienen tres hijos, pasan veinte años juntos y acaban separándose después de que éstos se hagan mayores? ¿El orden de los que tienen dos hijos y no se separan a pesar de no quererse porque no tienen el valor de hacerlo, o el orden de los que tienen hijos y son infelices juntos, y luego cada uno tiene sus amantes? O incluso, ¿el orden de los que son infelices con su familia, que se las apañan para estar muy ocupados con el trabajo y viajar constantemente para verlos lo menos posible? Hay de todo. Pero parejas enamoradas con niños y duraderas, no conocía ni una. Ni una sola.
—Mire —dije con tono taciturno—. Esto va a parecerle ridículo, pero… Resulta que los vecinos de enfrente me han invitado a una fiesta en su casa y no tengo con quien dejar la niña…
—¿Quiere que le cuide el bebé?
—¿Seguro que no le molesta?
—No, no hay ningún problema. ¿Cómo se llama?
—Léa.
—Qué nombre más bonito… Puede dejármela. —Y añadió—: Como puede ver, aquí lo que no faltan son niños precisamente.
—¿Cuántos años tienen?
—Nourith tiene seis meses. Déborah un año y medio, Moché dos años y medio, Han cuatro años, Sarah cinco, Nathan tiene seis, Judith ocho años y medio, Yossef nueve años y medio, Tsipora once años y el mayor, Jacob, pronto va a cumplir los doce.
—Felicidades. ¿Y lo lleva bien?
—Sí.
—Quiero decir, ¿no es demasiado? ¿Se las arregla bien?
—¿Quiere que le sea sincera?
—Sí, claro.
—Son toda mi vida.
Era tan reconfortante oír eso… Era como un bálsamo para el corazón. Tal vez habían encontrado la solución. ¡Tenían hijos y eran felices! ¡Claro que sí! Los Lubavitch eran los únicos que tenían hijos y sin divorciarse. ¿Cuál era su secreto? Tenía que descubrir ese misterio como fuera.
—Es decir, no me queda tiempo para nada aparte de ellos. Ya sea leer, salir a dar una vuelta o darme un baño. Y no me hable de mi perineo, pues hace ya mucho que renuncié a luchar contra la incontinencia. No sé qué hará usted, pero yo he optado por los salvaslips diarios. Sin mencionar mi relación con Jacques, que se ha resentido… Así que bueno, está el Sabath. Porque durante el Sabath hay que hacer el amor, es un mandamiento… Y así nos reencontramos, el tiempo que tardamos en engendrar otro y vuelta a empezar…
—¿Y entonces? ¿Por qué hacer lo mismo?
—Porque es un mandamiento divino, Barbara, una obligación. Los Lubavitch no usamos métodos anticonceptivos, está prohibido. En el Génesis, Dios dijo: “Creced y multiplicaos”.
—Y… ¿Piensa tener otros?
—Todos los que Dios quiera.
Después de dejar a la pequeña, salí de la casa para buscar una botella de whisky para mis vecinos. La compré, luego me senté un momento en el parque que hay debajo de casa y empecé a beber a morro como un mendigo. En ese parque patético, con tres árboles y una pequeña zona de arena. Durante el día estaba repleto de niños y de canguros de todas las nacionalidades, africanas, esrilanquesas, polacas…
Es así, tenemos hijos porque nos apetece y luego, como ya no los aguantamos, nos los cuidan las niñeras incluso los sábados por la tarde, sobre todo, para verlos lo menos posible y que la vida siga. Me acordaba de Myriam Tordjmann… Creced y multiplicaos… Un mandamiento divino, una ley… Tal vez había que crecer antes de multiplicarse… En ese caso, ¿el mandamiento divino no era multiplicarse sino crecer para multiplicarse? Crecer, madurar y envejecer, para ser capaz de acoger al hijo. O mejor dicho: se crece al tener un hijo. Es una apuesta para toda la sociedad, no sólo para los individuos. Puesto que esta sociedad no nos permite acoger a los niños, aunque finja fomentarlo.
En nuestro país es mucho más fácil tener un perro que un hijo. Un perro no destruye la pareja, no requiere episiotomía, no lleva pañales, come lo que sea, no hay que darle el pecho, y no se necesita permiso de maternidad. Por eso en las familias los animales domésticos están sustituyendo a los hijos.
Estaba borracha. En vez de ir a la fiesta, deambulé por el Marais. Era agradable caminar por la calle; hacía tanto tiempo que no lo hacía… Bordee la Rue des Blancs-Manteaux, larga y solemne, para llegar a la Rue des Archives, en pleno Marais gay, donde los bares estaban a rebosar de hombres jóvenes exuberantes, y luego seguí hasta la Rue Rambuteau, cerca de Beaubourg, donde una fauna abigarrada se apretujaba con aire patibulario. Subí hasta la Rue des Quatre-Fils hacia la Rue Bretagne, donde se está creando un Marais totalmente nuevo, un Marais de estilo casi neoyorquino, con pequeños tenderetes, bares de sushi y restaurantes.
El barrio estaba en plena ebullición, como cada sábado por la noche. En el lado judío todo el mundo salía, los restaurantes se animaban después del cierre del Sabath, el olor a falafel volvía a invadir las calles, los religiosos salían del rezo nocturno, los no religiosos venían a comer y esperaban delante de los restaurantes antes de la hora reglamentaria, esa hora en la que aparecían tres estrellas en el cielo que marcaban el fin del Sabath. En el lado gay, los bares escupían multitudes de hombres a la calle y música techno a todo trapo hasta altas horas de la madrugada. Era uno de esos raros momentos en los que los dos Marais se encontraban, se cruzaban a la vuelta de la esquina, se rozaban sin saludarse pero con esa conciencia curiosa de estar aparte, de estar al margen y comprenderse en secreto, de forma tácita incluso si cada uno es para el otro una aberración. Era la hora de la encrucijada.
La gente iba y venía, se consagraba a sus ocupaciones, y yo, ¿qué hacía? “Educaba a mi hija”, como decía Laurence Pernoud en el tomo II de sus Obras completas. ¿Existía tarea más importante que esa en la vida? ¿Algo más sagrado? De ahora en adelante, pensé, me voy a dedicar totalmente a ella, a Léa. Era lo más preciado que tenía, lo mejor del mundo, y lo demás no importaba. Ya podía estar feliz, infeliz, triste o cansada, que ella estaba ahí, a mi lado, y mi deber era ocuparme de ella, cuidarla, y olvidarme un poco, por una vez, de crecer para estar preparada. Como si saliera del fondo de mi cansancio, sentí que una energía increíble se apoderaba de mí y que me conminaba a vivir, a vivir para ella y no para mí.
Capítulo 21
En casa de Jean-Mi y Domi había una miríada de hombres y algunas famosillas perdidas en el país de los gays. Estaban Miguel, un guapo hidalgo que tenía loco a Jean-Mi, y Charlie, un cantante con unas gafas de vidrios ahumados que conservaba de sus viejos días de gloria. Todos rondaban los treinta o los cuarenta, eran altos y delgados, y vestían camisetas de colores vivos. Jean-Mi llevaba el pelo largo y teñido de rojo oscuro, y Domi el pelo muy corto con unas pequeñas patillas en las sienes. Estaban sobrexcitados bajo la influencia de las drogas.
Los estuve mirando, como si estuviera metida en una burbuja, ajena a lo que estaba sucediendo a mi alrededor. La falta de sueño y la fatiga junto al alcohol me daban vértigo.
Tenía la cabeza embotada. Pensaba en Léa. ¿Qué hacía en ese momento? ¿Sonreía? ¿Tenía hambre? ¿O frío? ¿Me echaba de menos? ¿Era indispensable para ella? Era incapaz de divertirme ni de hablar con nadie, pues no podía dejar de pensar en ella. No me sentía nada a gusto.
Mientras todos se animaban con la música, me senté en un rincón y empecé a beber una copa, y otra… Me sentía culpable con cada trago y pensaba en ella, que me estaba esperando. Debería haber ido a buscarla. Hacía poco que era madre y ya era una mala madre. Ya no podía estar tranquila aprovechando el mínimo instante de libertad, tenía que estar preocupándome por ella y preguntándome si estaría bien, si se habría tomado su biberón, si le habrían cambiado los pañales, si se habría dormido, y sintiéndome mal por haberla dejado sola desde hacía tres horas. Estaba resentida con ella porque ella estaba resentida conmigo. Me hubiera gustado que no fuera tan pesada ni tan dominante. Tendría que haber sido una buena hija que se puede guardar en un cajón como una estampa. Pero no, era la fuerza exuberante de la vida que reclamaba lo que se le debía. Incluso ausente, estaba ahí. La sentía por todas partes, en mi corazón, en mi cuerpo, tirando de mí, pidiéndome más leche, más consuelo, más ternura, más cuidados. Estaba asustada con su soledad. Con ese vacío que había cuando estaba sola. Como yo.
De repente ya no oí nada más. Tenía ganas de llamar a Nicolas. Y de golpe entré en pánico. ¿Y si se hubiera marchado con mi bebé? Al pensar eso sentí un sudor frío que me bajaba por las sienes.
Ya no estaba acostumbrada a beber y fumar. Me senté, tambaleándome. A mi alrededor todavía había una mayoría aplastante de hombres. Los envidiaba. Ellos no tenían las preocupaciones que yo tenía con el bebé. Las relaciones entre hombres eran más sencillas. Simplemente habían apartado el problema. Parecían felices. Sabían pasarlo bien, eran los únicos que disfrutaban en este París triste. Tenían pinta de sentirse realizados. Estaban en pareja, en grupo. Parecía que a cualquier edad vivían una especie de eterna juventud. Eran el ideal. Debería haber nacido hombre. Debería haber nacido hombre homosexual.
En una semiinconsciencia pensé en la decisión que había tomado abajo en el parque. Sacrificarme. Se había acabado todo. Dejaba mi vida detrás de mí.
Había creado. Me había creído Dios. Me habían expulsado del paraíso.
Me dirigí tambaleándome al dormitorio de Jean-Mi y Domi, y me eché en la cama donde me dormí entre las jirafas Aglaya y Chloé.
Capítulo 22
Desde el nacimiento no había podido trabajar en la tesis. Había sido imposible entregar los capítulos a mi director de tesis, como le había prometido, y éste empezaba a impacientarse y me acosaba con llamadas de teléfono. Cuando por fin había acostado a Léa, me dormía agotada frente al ordenador, y me despertaba dos horas después para volver a darle de comer.
A las dos de la mañana, miraba a mi bebé mamar. La vida no es otra cosa que una repetición de ese acto, una búsqueda del seno de la madre. No aspiramos más que a volver a la unidad, al centro, al paraíso del hijo junto a la madre. Quizá el amor sea una búsqueda de ese paraíso. El goce y el orgasmo no son más que la conquista de la unidad perdida de la madre y el hijo. Tal vez sea ésa la razón por la que confundimos el amor y la eternidad. Para el bebé, el tiempo no existe. Todo es cíclico, es un eterno volver a empezar. Lo que busca el enamorado en su deseo pasional es precisamente ese infinito. Pero ése es el primer estadio del amor, su estadio más elemental, tiránico y narcisista. El verdadero amor es aquél que se construye en la evolución del tiempo, no aquél que se repite de forma idéntica a como lo deseamos en nuestro fantasma. El amor no se apaga. El amor evoluciona. Cambia de paradigma. Y eso es quizá lo que no estamos en condiciones de apreciar, y entonces decimos que el amor no existe. El amor al principio es ardiente y pasional, esquizofrénico y maniaco depresivo como el bebé, y luego crece y se vuelve maduro, sólido, reflexivo, se posa, y entonces se eleva. Pero eso es algo que no sabemos y simplemente decimos que se acaba.
Hemos cambiado tanto… La maternidad es una mutación y a la vez una regresión, una creación. Debido a que estamos en la vida, en la esencia original de la vida, todo lo demás no es más que un lento desarrollo. Estaba demasiado cansada para querer salir. Ya no me apetecía. Ya no quería viajar, bailar, leer, ya no quería ver a mis amigos. Cuidaba de mi bebé y no aspiraba más que a descansar. Ya no me apetecía hacer el amor, sólo deseaba volver a encontrarme en la cama tiernamente abrazada a mi hija, en el éxtasis infinito de nuestro nacimiento.