A los dos días, para la segunda sesión de reeducación perineal, decidí optar por otra practicante que estaba un poco más lejos pero que me había recomendado mi hermana. Era una pelirroja menuda con aspecto dinámico que me examinó y me pidió que contrajera el perineo. Me di cuenta de que no estaba muy al corriente de la existencia de ese órgano. Como estaba apasionada por lo que hacía, me hizo un dibujo del perineo sujetando la uretra, el útero y los intestinos.
Después de quince sesiones, había hecho muchos progresos. Empecé a sentir pasión por la disciplina. Hice diez sesiones suplementarias pues empezaba a ser gratificante saber contraer tan bien el perineo.
En la sesión número dieciséis, la kinesiterapeuta me miró con aire satisfecho y me preguntó si estaba trabajando en ese momento, pues quería hacerme una propuesta.
Se trataba de ser profesora de perineo. Le parecía que yo tenía un perineo muy tónico y me encantó oír eso. Era el primer cumplido que alguien me hacía sobre mi físico desde que di a luz. Tenía que ir a una escuela de kinesiterapeutas y hacer el test del perineo en fuerza 1, 2, 3 y 4. Son los alumnos los que hacen el test. Tienen que aprender.
Salí de allí perpleja. Antes era filósofa. Era libre, estaba enamorada, era inocente. Había bastantes cosas acerca de la vida que ignoraba.
Capítulo 16
Una buena mañana, durante el desayuno, un mes después de dar a luz y tres años después de nuestro encuentro, Nicolas y yo tuvimos la siguiente conversación:
—¡Duerme de un tirón!
—¿Que duerme de un tirón? En todo caso hay uno que duerme de un tirón por la noche en esta casa y te puedo asegurar que no es ella.
—¿Qué? ¿Estás diciendo que no me ocupo lo suficiente de ella?
—No, pero mientras tú duermes, yo me paso la noche dándole el pecho, cambiándola y acunándola para que se duerma.
—Voy a cambiarle los pañales — dijo Nicolas llevándose a la pequeña, que acababa de abrir sus grandes ojos perpetuamente sorprendidos.
Se la llevó y volvió al cabo de unos minutos.
—¿Y? —dije, mientras preparaba un café tibio para bebérmelo de un trago —. ¿Cómo era?
—¡Enorme! —contestó Nicolas, untando mantequilla en una tostada con una sola mano mientras sostenía a una Léa somnolienta en la otra.
—¿De verdad?
—Te lo juro, ¡enorme! Le llegaba a los omóplatos. La he tenido que bañar.
Mi compañero había conservado del embarazo una especie de barriguita que le había salido como en respuesta a la mía. Lo había amado distinguido, rebelde, divertido, espiritual. Terriblemente romántico con su cazadora de cuero. Refinado en sus gustos artísticos. Ahora lo veía con un vaquero sin formas, más gordo, con la cara cansada, la mirada perdida en el vacío, estupefacto ante lo que se le había caído encima.
Cuando no podía moverme debido a la episiotomía, lo mandé a hacer la compra. Tenía que traer fajas de red, toallas especiales para el parto, pastillas para las hemorroides y para otras calamidades que amenazan a la joven parturienta.
¡Ay!, qué lejos quedaban los maravillosos abrazos y las grandes promesas de amor. ¿Acaso es verdad que los verdaderos paraísos son aquellos que se han perdido? ¿Se puede vivir una relación amorosa entre pañales? ¿Es posible estar enamorado cuando se está cambiando al bebé y se está inmerso en la materialidad? ¿Pero por qué nos han inculcado desde siempre que el amor tiene que ser espiritual, y que el amor es Venecia en una góndola y no el padre, la madre, el hijo? ¿Cómo se puede amar para siempre si nos dicen que el amor es sagrado pero la familia es sucia?
Capítulo 17
Darty, muy conocido por su servicio postventa, fue la causa de la primera brecha en el frágil edificio de nuestra pareja.
Tardaban diez semanas en traernos las piezas que le faltaban a nuestro frigorífico familiar, y a pesar de todas las protestas que hicimos, no conseguimos que nos entregaran el manual de instrucciones. Al cabo de veinticinco llamadas, con el bebé llorando y al borde de un ataque de nervios, decidí optar por una solución radical. Se me ocurrió la idea de pedir a Darty que vinieran un domingo por la mañana.
Se podría decir que a mi compañero no le hizo ninguna gracia que el señor de Darty se presentara en casa a las ocho de la mañana de un domingo.
—¿Pero cómo se te puede haber ocurrido hacer algo así? —dijo enfundándose en unos calzoncillos y un vaquero, y totalmente trastornado.
Estaba escandalizada. Era yo la que se tenía que ocupar de todo, me había convertido en la intendente de la casa, y por una vez que él tenía que arreglar un problema, se quejaba.
—Realmente no eres nada amable haciéndome levantar a las ocho de la mañana en un domingo cuando sabes que trabajo tanto.
—¿Y yo? ¿Acaso no trabajo mucho? No, es verdad que no hago nada, porque desde que nació el bebé sencillamente ya no trabajo en lo mío. Tú sigues como si nada hubiera cambiado, pero yo me paso todo el día alimentándola, acunándola, lavándola y ayudándola a eructar. Ya no tengo tiempo de hacer mi trabajo. Entre el bebé y la casa me he convertido en una ama de casa. En eso me has convertido.
—No te pases. Eres tú la que ha querido tener esta hija, ¿no?
—¿Qué? ¡Eres un monstruo!
—Lo que pasa es que te organizas mal. Y además, no es mi culpa si has querido darle el pecho. Ha sido tu decisión. Yo no te he obligado a nada.
—Sí, claro, es culpa mía si quiero lo mejor para el bebé… Mira, un parto es agotador. Estoy cansada, ¿lo entiendes?
—Lo entiendo. Lo que entiendo es que te estás volviendo loca. ¡A quién se le ocurre pedir a Darty que vengan un domingo por la mañana!
—Sí, me estoy volviendo loca porque no estás nunca aquí. Antes estabas. Desde que tenemos a la niña estás siempre ocupado con tu trabajo. No es justo…
—¡Tus artículos no nos van a dar de comer! Y menos aún tu tesis que se suponía que deberías haber acabado ya no sé hace cuánto tiempo.
—Puedes estar seguro de que no la voy a acabar, ya que me tengo que ocupar de la casa del Señor. Mientras el Señor supuestamente trabaja como un loco para ganar dinero. Todo eso no son más que pretextos.
—¿Pretextos?
—Pretextos para marcharte, para escapar de casa y del infierno doméstico.
—Para mí esto no es un infierno doméstico. Estoy contento de tener una hija.
—Evidentemente, porque no eres tú quien se ocupa de ella.
—¿Estás harta de ocuparte de la niña? Es eso, ¿eh? ¡Dilo!
—No, no estoy harta… En fin, sí, estoy harta.
—Muy bien —dijo Nicolas tras reflexionar durante un rato—. No te preocupes. Tengo la solución.
Capítulo 18
La idea genial que tuvo mi compañero para aliviarme fue que su madre viniera a casa. Pues hay que reconocer que mi madre no estaba. Es incapaz de acompañar a su hija mientras ésta da a luz, pues a ella ya le tocó en su día. No puede revivir ese calvario a través de sus hijas, y ésa es la razón por la que, en los dos casos, se ausenta. No tiene motivos para sufrir dos veces los dolores que ella misma tuvo que aguantar. Hace bien en negarse a ello; después de todo, la entiendo perfectamente.
En cambio, la suegra esperaba pacientemente. Esperaba que llegara su hora frotándose las manos.
—¿Cómo está la pequeña Martha? —dijo, plantándose en casa con aire vivaracho gracias a la copia de llaves que le había dado Nicolas.
Me encontraba en el salón con el bebé, dándole de mamar. Léa cerraba los ojos, extática, presa de una de sus famosas modorras, cuando la suegra me arrancó el bebé del pecho con un gesto enérgico para apretarla contra ella. La pequeña abrió un ojo sorprendida, lo cerró y luego husmeó el nuevo olor con las ventanas nasales bien abiertas antes de mirar a la abuela con aire indignado, con la ceja arqueada y una mueca en la boca, lista para echarse a berrear ante la perspectiva de ver su pitanza alejarse.
—Démela, Edith — dije—, me parece que aún tiene hambre. Y además, ya le he dicho que no se llama Martha.
—Nada de eso, no hay que darle demasiado de comer, porque si no le va a doler la barriga. Mira, tráeme el babero, voy a hacer que eche su eructo.
Me levanté, le di el babero con la extraña sensación de ser la hermana mayor o, lo que es peor, una madre de alquiler que ya hubiera cumplido su misión y que estuviera pasando el relevo. Como la niña no paraba de llorar, tendí las manos para cogerla en brazos, pero la suegra seguía en sus trece y se aferraba a ella. Nos encontramos allí cara a cara, la una cogiendo los brazos de la niña, la otra las piernas, a riesgo de partirla en dos como en el juicio del rey Salomón, hasta que la madre de verdad —yo— cedió.
Esa vez, me la quedé mirando con la sensación de ser una leona a la que le acaban de quitar la cría y dispuesta a matar.
—Le digo que tiene hambre.
—Sí, eso seguro. Sin duda no tienes suficiente leche. Harías mucho mejor dándole el biberón. Cógela un momento, que voy a preparar uno. Aguántale bien la cabeza, ¿eh? —añadió, dándome la niña.
Sin embargo, era verdad que no tenía suficiente leche. Y además estaba agotada, y tenía hambre. La lactancia es una experiencia tan increíble en la sociedad tecnológica en la que vivimos que requiere documentarse con detalle. En definitiva, requiere reaprender a ser animal, lo cual es complicado cuando se es una mujer activa que trabaja con ordenador, que llama con teléfono móvil y envía mensajes multimedia, pero que ha olvidado cómo darle el pecho a una cría de humano. Es un saber tabú que no se encuentra en los libros por razones de urbanidad y que se entrega con parsimonia de mujer nodriza a mujer nodriza.
Además, tenía tanta prisa por recuperar la silueta que mostraba el nuevo Elle especial Adelgazar… El culo bien torneado, la barriga firme, los pechos en punta. Así que no comía. Aunque hubiera querido comer, no habría podido. No podía ir a comprar. Aún me dolía todo, el bebé lloraba, y tenía que darle el pecho.
Acabé por recuperar a mi hija de los brazos de mi suegra que se había instalado cómodamente en el salón, con un café y una pila de revistas delante.
—¡Mira este artículo! —exclamó Edith, totalmente exaltada—. En Italia una mujer ha tenido un hijo con sesenta años. ¿No te parece ex-tra-or-di-na-rio?
Cogí el bebé somnoliento, me metí en la cama para hacer una siesta con ella, y estiré las extremidades, dejándome llevar en la voluptuosidad característica que se tiene al dormirse por agotamiento. Pero dos horas más tarde, me encontré a mi suegra dándole un biberón a la pequeña Léa.
—Edith, ¡le dije que no le diera biberón pues quiero darle el pecho!
—Pero la pobrecita Martha se estaba muriendo de hambre…
—Yo sí que estoy muerta de hambre. Y además, le ruego que no la llame Martha, se llama Léa.
La suegra se marchó, con aire contrariado, volvió un poco más tarde con un strudel de manzanas, que engorda, coles, que las mujeres nodrizas no deben comer ya que dan mal sabor a la leche, y una carpa viva que pensaba hacer a la geffilte fish, y que mientras tanto metió en la bañera para purgarla.
—Bueno— dijo en éstas la suegra—, ¡me marcho! He quedado en ir a comer con una amiga. ¿Sabes de algún buen restaurante por el barrio? —añadió en un tono estridente que despertó al bebé —. ¡Oh, llora otra vez! A lo mejor le duele la barriga. Si tiene dolor de barriga te desaconsejo de verdad que le des el pecho. Tal vez es tu leche la que le hace daño.
—¿Usted cree?
—¡Pues ya te digo que no tienes suficiente leche, así que es evidente!
—Ya lo sé, Edith. Bastaría con que pudiera estimular la lactancia con un sacaleches eléctrico.
—Buena idea. Si quieres, mañana te traeré un quitaleches. Uy, perdón, quise decir un sacaleches.
Por la tarde, cuando quise ir a darle un baño a la pequeña Léa, me encontré con la carpa. Estaba sentada al borde de la bañera cuando Nicolas volvió del trabajo.
—Pero, ¿qué haces?— preguntó Nicolas.
—Miro la carpa de tu madre.
—¡Ah, va a hacer un geffilte fish!
—Sí. Y yo, ¿qué hago? ¿Baño a Léa en la bañera con la carpa?
—No serán más que unos días, no te preocupes. No hay nada mejor en el mundo que el geffilte fish de mi madre.
—Mira —le confesé—, no quiero que esta carpa esté en mi casa. No puedo soportarlo, ¿entiendes? Pobre… Tienes que ir a tirarla al Sena enseguida.
—¿Qué? Pero, ¿te has vuelto loca? ¿Acaso no sabes lo difícil que es encontrar una carpa viva en París?
—Tu madre no sólo no me trae más que coles para comer y mete una carpa en la bañera, sino que además da biberones a Léa a escondidas. Creo que en secreto intenta arruinarme la lactancia.