Se había acabado. Se habían acabado las fiestas en el estudio con amigos hasta el amanecer. Nos íbamos. Era consciente de estar abandonando para siempre un período de nuestra vida, y que nuestra juventud y nuestra despreocupación formaban ya parte del pasado. Miré por última vez el apartamento cubierto de cartones con la sensación de estar viendo una puerta que se cerraba para siempre.
Nuestros nuevos vecinos de rellano eran, a la izquierda, los Tordjmann, de la librería, con sus diez hijos; y a la derecha, Jean-Mi y Domi, cuyos dos hijos se llamaban Chloé y Aglaya, que eran dos jirafas de peluche. Jean-Mi y Domi tenían en los bajos el edificio una videoteca que se llamaba “Homonyme”[6], enteramente decorada con pieles de leopardo y objetos Kitsch, como muñecas Betty Boop, animales de plástico rosa y pequeños globos con una Tour Eiffel dentro y llenos de nieve. Eran cinéfilos y conocían el nombre de actores olvidados como Mulène Demongeot, Thérèse Lyotard, o incluso Pierre Cosso, que tuvo un papel en La Boum, con Sophie Marceau. Cada vez que nos los encontrábamos, ya fuera en la videoteca, o en la escalera, había que darles dieciséis besos: cuatro a cada uno para decir hola, y cuatro para decir adiós. En casa de los Tordjmann todas las semanas se reunían para estudiar la Cábala un rabino que fumaba cigarros puros, un psicoanalista-actor, un galerista, un ex periodista, y un montón de personajes con el sombrero puesto. Eran las únicas personas que frecuentábamos. Por lo demás, nos encerrábamos en nuestro apartamento, atónitos con los lloros del bebé.
Años de individualismo reducidos a la nada, así, de repente. El café recalentado tres veces en el microondas, la camiseta que uno se pone deprisa y corriendo, el vaso de café que se cae cuando el bebé ya se ha dormido, el café que se derrama y el bebé que se vuelve a despertar… La ducha en la que corre el agua, a la que se entra furtivamente antes de salir otra vez sin haberse enjabonado porque el bebé está berreando. Cuando por fin dormía, la vida retomaba su curso durante dos horas, y me daba prisa por cumplir con todas las tareas que no había podido hacer —facturas, llamadas, ordenar—, y vestirme antes de mediodía se convertía en el mayor desafío del día.
Todo había sido tan rápido… El bebé, la mudanza, el cambio de trabajo… Mientras la niña dormía, deshice mis cajas de cartón donde estaba toda mi vida. Antiguas fotos de las vacaciones, antiguas cartas de novios olvidados, palabras tiernas. Vivimos sin darnos cuenta y un buen día envejecemos. Las fotos se acumulan en las cajas, junto a postales y billetes de avión usados. Y el tiempo pasa, reduciéndolo todo a nada, dominando los seres y las cosas, magnífico, impresionante, el tiempo como el verdadero Dios del hombre, que lo crea y lo reduce a polvo.
En una caja estaban mis veinte años y los miraba sin nostalgia. Entonces estaba demasiado angustiada para ser feliz. Todavía era un bebé dependiente de la madre. Escuchaba todo lo que ella decía, sin mirada crítica. No hacía ninguna elección en mi vida bajo el imperio de la culpabilidad. En las fotos de la adolescencia, arrastraba mi malestar. Estaba gorda, llevaba unas gafas redondas absurdas y no me atrevía a sonreír por miedo a enseñar mis aparatos de ortodoncia. Parecía un bebé con mejillas y ojos tristes.
Con treinta años, ¡cómo había cambiado! Estaba en forma, parecía una atleta, musculosa, delgada. Bien maquillada, bien peinada, a gusto conmigo misma. La mujer que por fin se había encontrado a sí misma, que sabía lo que quería y lo que no, que no sufría por su vida sino que decidía la vida que quería llevar. La mujer que dominaba a los hombres y que jugaba con ellos. A los treinta años ya no había más fotos con mi madre puesto que ya no la veía. Hablaba con ella por teléfono de vez en cuando. En lugar de ella, veía a mi psicoanalista a la que pagaba para desculpabilizarme por no ver a mi madre. Pero el resultado era que iba adonde quería, trabajaba, estaba con Nicolas, y era libre. Gracias al psicoanálisis y al feminismo había conseguido por fin ser yo misma. Ya no estaba encadenada y encerrada con candado por la educación rígida que había recibido o la culpabilidad, o sencillamente por el hecho de ser mujer.
Había fotos mías en todas las playas del mundo, en todas las capitales. Fotos en Japón, Vietnam y luego en América. Aquel famoso viaje a Italia, el mito fundador que supuso nuestro nacimiento, y Toscana, dos jóvenes fugándose, y en una foto se veía un beso.
Y Siena bajo el sol del atardecer, la Tierra prometida para los prometidos, pero ¿dónde estaban nuestros grandes amores?
Está aquí, a mi lado, dormida, dulce, recibe sus besos como yo los recibía antes, acepta sus caricias, es su princesa como lo fui yo en su día, y yo soy la emperatriz destronada, la reina de los amores compartidos.
Había fotos de África: él y yo en la gloria, en el fin del mundo, me hablaba del cielo, de la vida, me hizo descubrir el sabor de África, las colinas escarpadas, las montañas nevadas, la flor del alba, el crepúsculo enardecido, los grandes espacios, los silencios y los ruidos, las nubes, las estrellas infinitas, me llevó a las casas como un príncipe susurrando una canción, a las montañas de color azul constante bajo la lluvia, a las malezas de su África, y el río de nuestro amor era tan grande como el mar.
En el fondo de una caja, cual reliquia, había una foto de nosotros dos en La Habana, delante del hotel Nacional. La habitación del hotel, los dos pegados el uno al otro. Esa noche, delante del mar, dulzura en las miradas, en la habitación, ¿qué pasó? ¿Sabíamos que nuestra historia iba a empezar de verdad?
Ante dos copas embriagadoras, los ojos y la voz, hubo un beso antes que los brazos, la suavidad húmeda de esa noche de verano, una mano sobre otra mano, una boca que se acerca a sus labios, el corazón hinchado por el reconocimiento, en el cielo azul del amor. La música mecía la sombra de sus pasos, el cielo guiaba el susurro de su voz, y si por un momento llueve, no es más que una pequeña tregua. Hubo aquella risa que nos dio allí, era la risa del triunfo del amor. El viento absoluto de Cuba, el blanco azulado de nuestras sábanas, la juventud triunfante, la conquista de una nueva libertad, el comienzo del verano. Por la piel morena del sol, por un baño cuerpo a cuerpo, por el mar caliente bajo el cielo, por un acorde perfecto, por las noches apasionadas, las mañanas infinitas, por el ardiente viaje que era nuestro encuentro, saludaba al sol que lucía en mi vida.
Pero los viajes acaban por parecerse, ya no quedan tierras vírgenes. La terra incognita era ella: nuestra hija.
Capítulo 14
Descubrí a la persona que iba a compartir mi vida. Estaba sorprendida por la facilidad con la que tomó posesión de sus dominios: se había instalado en nuestra casa de la forma más natural, como si fuera la suya. Sus innumerables cosas estaban dispersadas por nuestro apartamento, sus objetos de colores en el salón, en las habitaciones, en el cuarto de baño. Estaba en su casa por todas partes. Lo ensuciaba todo, exigía una atención personalizada y no hacía nada para aliviar a sus anfitriones, más bien todo lo contrario. Nos redujo a la esclavitud desde el primer día.
Una noche soñé que una subarrendataria invadía el apartamento. Intentaba escaparme pero ésta había cerrado la puerta con llave con un cerrojo doble.
Ella. Después de haber dudado entre los treinta mil nombres que se proponían en Internet, decidimos llamarla Léa. Según la página web Magicmaman.com,Léa era el nombre más popular en Francia, pero daba igual. A los dos nos gustaba y yo estaba siempre dudando con los otros 29.999 nombres propuestos en el tablón. Encontrar un nombre para mi hija es como definir un proyecto para ella. Con la moda que había por los nombres originales, había que encontrar un nombre banal para ser original; por ejemplo, ya nadie llamaba a su hija Nathalie o Laurence. Pero todo el mundo escogía Léa, Chloé o Lou. Una sílaba, dos como mucho. Eficaz, práctico, económico. Queríamos ponerle un nombre original pero sin ser grotesco, femenino sin ser bobo, bonito sin ser afectado, significativo sin ser pretencioso, literario sin ser fatuo.
Un nombre es la expresión de un deseo. Pero, ¿qué deseo teníamos para esta hija?
Y para empezar, ¿quién era ella?
Léa. Ese monstruo de egoísmo e indiferencia, esa manipuladora que no me utilizaba más que para sus fines personales, ese ser que no estaba obsesionado más que por su supervivencia sin importarle jamás el prójimo, esa glotona mono-obsesiva no pensaba más que en una sola cosa en la vida: comer. No vivía más que para el alimento. Apenas había comido, cuando ya había digerido y había que volver a llenarle la barriga otra vez. Todo lo demás le daba igual. Salvo el poder, tal vez. Pues amaba el poder. En cuanto lo deseaba, había que acudir enseguida o, si no, se ponía nerviosa. Y cuando se enfadaba, se ponía toda azul. Histérica, maniaco depresiva y esquizofrénica: tenía todos los indicios de la locura. Se despertaba llorando por la noche y era inconsolable. Al día siguiente, estaba alegre, sonreía, se activaba como si nada, antes de comenzar de nuevo con otra fase depresiva en la que todo iba mal. Era impaciente, tiránica, ingrata, egoísta y egocéntrica. Dependiente y sin embargo deseosa de no serlo más. Le gustaba aprovecharse de los demás. Se hubiera dicho que se esforzaba toda ella en contribuir a la supervivencia de la especie que representaba. Era la humanidad que había en ella la que berreaba para que se ocuparan de ella.
Y la humanidad es así: después de haberse asegurado la supervivencia, no vive más que para su placer. Al menos, sabía cuál era su deseo. Yo, que había tardado treinta años en saber qué deseaba, también estaba celosa de eso. Ella sí sabía lo que quería. Era una fuerza salvaje de vida. Toda ella expresaba las cosas sencillamente, con pasión, y sus decisiones eran inapelables. También sabía que en la vida hay que pelearse y gritar, y berrear hasta tener hipo, para conseguir tener lo que se quiere. Y después, se desmayaba de felicidad. Después de usarme, me tiraba como a un pañuelo. No paraba de humillarme. Me adulaba haciéndome creer que me necesitaba puesto que yo era su alimento. Y después de vaciarme, descansaba, con los ojos en blanco, totalmente extasiada y sin dar ninguna señal de gratitud. Yo era su esclava y ella era mi ama.
Leyendo a Winnicott, me enteré de que una madre sabe reconocer el llanto de su bebé y que hay siete tipos: el hambre, el deseo de que le cambien los pañales, el deseo de recibir consuelo, llanto de cansancio, llanto de angustia, cólicos y también para dormirse. Por mi parte, no reconocía nada de nada. Intentaba comprenderla pero ella permanecía hermética.
Aguantaba el tirón. Cuando no estaba amamantándola, acurrucándola o durmiéndola, me pasaba la vida llevando cosas de un lugar para otro. Ordenaba el salón invadido por objetos, biberones, cambiadores y pañales usados. Me peleaba con todos los gremios: France Telecom que se negaba a venir bajo el pretexto de que no se podía aparcar en el Marais, Auchan-direct que no quería hacer la entrega porque vivíamos en un cuarto piso sin ascensor, Darty que no venía sin alegar ningún motivo siquiera…
Pero había que amueblar las cuatro habitaciones de nuestro nuevo espacio. Así que cogí al bebé en brazos —puesto que había renunciado a usar la sillita de Pliko pues no conseguía abrirla y cerrarla—, y me fui al BHV. Allí esperé una hora pasando de un dependiente a otro con el bebé en bandolera agarrado a mí como un koala, para que alguien se dignara a hablar conmigo. Sólo quería comprar una cama, pero nadie parecía querer venderme una. O bien los dependientes estaban muy ocupados, o bien se habían ido a comer, o bien no correspondían a esa sección. Lo que es sencillamente irritante en el día a día de una parisina se convierte en intolerable cuando además se tiene un bebé. Cada vez estaba más tensa, nerviosa e irritable.
Con su padre todo era distinto. La relación era gratuita puesto que no la alimentaba. Y también episódica. Ya que Nicolas ya no era el mismo. Cuando nos mudamos, hablamos de dinero y presupuesto. Hablamos del bebé y de todo lo que eso conlleva: “Sauvel Natal”, el apartamento… Esa conversación lo marcó. Decidió trabajar más y de una forma rentable. Se planteaba incluso cambiar de trabajo y aceptar una propuesta que le habían hecho para trabajar en una empresa de consultoría. ¿Dónde estaba el rebelde que montaba su caballo de acero y decía no querer trabajar en algo que no fuera la pasión de su oficio, y que lo importante era tener ganas de ir al trabajo por las mañanas? Se iba cada vez más temprano, tenía muchísimas citas, veía a sus clientes, preparaba presupuestos y buscaba salida a lo que desde entonces llamaba “sus productos”. Se había acabado el arte por el arte. Se iba pronto por la mañana y volvía tarde por la noche, cansado. Apenas cruzaba la puerta de casa, le colocaba el bebé en los brazos. Y enseguida me dormía, sin que hubiéramos intercambiado ni una palabra.
Capítulo 15
Cada dos días acudía con mi bebé bajo el brazo a la sesión de reeducación perineal. Al principio, para que fuera más práctico, escogí a la kinesiterapeuta que tenía más cerca de casa. Me atendió en la habitación de un pequeño apartamento que usaba como gabinete, y mientras hablaba por teléfono, me hizo señas para que me desvistiera. Colgó, me colocó un objeto contundente unido a un aparato eléctrico que tenía un parecido asombroso con un vibrador, y me tiró una revista antes de volver a coger su teléfono móvil. De hecho, se trataba de una sonda a la que había que colocar un preservativo, para luego introducirla en la vagina. Ese objeto mide la duración y la fuerza de la contracción que se desea hacer. El ejercicio se acopla a una electroestimulación para provocar contracciones de forma artificial en el caso de que los músculos estén demasiado flojos. Al cabo de quince minutos de ejercicios, la kinesiterapeuta terminó de hablar por teléfono y me anunció que la sesión había terminado.