Cuando Nicolas la vino a buscar, estuvo glacial conmigo. Estaba lleno de odio y resentimiento. Me decidí a verlos marchar. Cuando comprendí que el bebé se alejaba de mí, el corazón me dio un brinco en el pecho, como si se estuviera marchando con ellos.
Capítulo 34
Al dejar a la niña sentí como si estuviera abandonando una parte de mí. Al separarme de mi hija, comprendí que éramos inseparables. Sin ella ya no me sentía entera. Me faltaba algo, algo que me había constituido desde siempre. Pasear por la calle y hacer la compra sola era incongruente. La echaba de menos como si me echara de menos a mí misma.
Me dolía físicamente no darle más de mamar, mis pesados pechos se llenaban de leche. Mi amor… No era más que belleza, bondad, sonrisas y lágrimas. Existía la perfección en este mundo: el paraíso, el hombre perfecto, y el mito del origen era real, era él, el bebé, Eva… Dios existe, sí: es el bebé. Reinaba sobre los seres y las cosas. Ella era el Dios al que me sacrificaba, al que había sacrificado mi vida.
Rousseau, que es un gran observador de la infancia, sacó de ella las conclusiones filosóficas. Cuando se tiene un cachorro humano en brazos, uno se da cuenta de que éste nace egoísta, ególatra, en perpetua demanda, obsesionado por el alimento, en esa dependencia y esa debilidad que lo vuelven tiránico, es la dictadura del débil, pero no es malo. Destruirá nuestra vida pero no lo hará de forma intencionada, depende de uno que sobreviva.
Al observar a Léa, me dije a mí misma que todo el mundo ha tenido a alguien que se ocupe de él. De alguna forma, todo el mundo ha sido querido por alguien. Si no, es difícil sobrevivir. Observar a un niño nos informa sobre la construcción de la personalidad que se hace desde esa edad, del maltrato que se le puede infligir a un niño y del que no se recuperará. A la inversa, al prodigarle cuidado se lo construye. El bebé se desarrolla a través del amor.
De la misma forma que es importante la ley. Sin ley, sin regla y sin marco, el bebé no evoluciona. Y lo bello también puede iniciarse en la belleza, ya que al bebé le gusta lo bello. A Léa le gustaba la música. Ella hacía música, golpeaba los objetos para encontrar el ritmo, hablaba cantando, balbuceaba. Las palabras no tienen importancia para ella, sino que responde a las entonaciones. La música es el primer lenguaje del hombre.
Léa me enseñaba qué es la sonrisa. Se despertaba sonriendo y sonreía mientras dormía. Sonrisa, misterio de sonrisa, fraternidad del niño que nace. Ese misterio del rostro humano, esa sonrisa del bebé como quintaesencia del otro, tiene mucho que enseñarnos. Y sí, es posible, existe una comunicación, existe la intersubjetividad, y me digo que los filósofos se equivocaron porque no tenían bebés. Ni Sócrates, ni Kant, ni Sartre, ni nadie, habían tenido bebés para comprender la vida, la alteridad, el amor, el odio, la locura, la pérdida de la realidad, y cómo muchas veces —Rousseau sí que lo sabía— el primer sentimiento del hombre es la piedad. Cuando lloraba, cuando me requería, cuando estaba lejos de mí y yo lejos de ella, sentía piedad por Léa. La piedad es algo bonito. No, no es el primer estadio de la humanidad, tal vez es instintivo pero es el sentimiento más sagrado, aquel que hace que nos paremos y miremos, que sintamos lo que el otro siente, su sufrimiento, su espera, su esperanza, y que por una inclinación sagrada, nos inclinemos hacia él para tenderle la mano, lo invitemos a nuestro seno. Es original y profundo, es humano. La leche materna y el pecho son esa generosidad. La piedad, la piedad filial.
Ella me enseñaba qué es el entusiasmo. Cuando veía algo o alguien que le gustaba, saltaba de alegría. Me enseñaba la importancia del placer. Ella vivía su placer de forma total y plena. También me había enseñado que para poder recibir, hay que confiar. Cuando un desconocido le daba un objeto, Léa no lo cogía. Dar no es difícil, lo difícil es recibir.
Es verdad, ella trastornó mi vida. Y sin embargo, era sólo un bebé. Pero me empujó a mi propio atrincheramiento, hizo que rebasara todos mis límites, me enfrentó al absoluto: al abandono, a la ternura, al sacrificio. Me dislocó y me alumbró. Yo era su hija. Desde ahora, yo era su criatura.
Capítulo 35
Escuché el contestador para ver si Nicolas me había dejado algún mensaje. Y en efecto, en el buzón de voz había uno pero no era de él. Era un mensaje de Florent, que me invitaba a un cóctel que daban unos amigos suyos editores.
Me vestí y me peiné. No me reconocía en el espejo. Arreglada así, con un vestido negro, el pelo liso, los ojos pintados y la boca color frambuesa, parecía una mujer. Salí para acudir al cóctel que tenía lugar en el hotel Lutétia. Allí, en el sótano, había una nube de periodistas, de responsables de prensa y de personajes que se apretujaban alrededor de los canapés y la champaña. Cuando Florent me vio, se abrió paso entre la multitud para venir a recibirme. Me sentí valorada por esa señal de cariño y de agradecimiento. En sus ojos, me sentí guapa.
Al final del cóctel, Florent me propuso llevarme a cenar.
Acepté. Fuimos a la “Casa di Habano” en Saint-Germain. Pedí un mojito, el primer mojito desde que le anuncié mi embarazo a Nicolas, y me pareció que aquello pertenecía a otra vida.
—Es usted muy guapa, Barbara. La encuentro tan graciosa, tan sensual. No debe perder su juventud. Hay que aprovechar estos momentos. Son bonitos, ¿sabe? Me gustaría llevarla a algún sitio.
—¿A algún sitio? ¿Adónde?
—No sé… ¿Qué le parece Italia? Si quiere, este fin de semana la llevo a Venecia. Sólo usted y yo. No se preocupe de nada, yo me encargo de todo.
—¿A Venecia? Sí… ¿Por qué no? Bueno, no, a Venecia, no. Mejor a otro lugar.
—De acuerdo, sí… Tiene razón, Venecia está ya muy visto.
—¿Y qué va a hacer con su bebé, Florent?
—Este fin de semana le toca a mi ex mujer. Una cosa práctica al divorciarse es que se está libre una semana sí una semana no.
Sonaba música cubana. Bebí a sorbitos el mojito mientras miraba los ojos azul índigo de Florent… ¿Otro amor? ¿Por qué no? ¿Acaso no es la vida una sucesión de amores?
Y de repente, me acordé. La Habana, cuando decidimos engendrar un hijo. Cuba y los bailes desenfrenados por las noches, nuestros cuerpos enredados, entrelazados. Tenía la sensación de acabar de volver de un largo viaje y estaba cansada.
—Creo que tengo que irme —dije.
—¿Está usted segura, Barbara?
—No. Ya no estoy segura de nada. Pero de todos modos, voy a volver a casa.
—Como quiera. La acompaño.
—No hace falta, gracias —dije, recogiendo mis cosas—. Adiós, Florent.
Al llegar a casa, me encontré con mi hermana que acababa de volver de sus vacaciones.
Capítulo 36
Katia se repantigó en el sillón del salón sin siquiera quitarse el abrigo. Su rostro había cambiado. Tenía algo radiante y alegre que no había visto en ella desde hacía años, tal vez desde siempre…
Me contó cómo habían ido sus vacaciones. Estaba sola, frente al mar, pensaba en ella, en su vida. Miraba la arena y el sol, se decía a sí misma que era bonito, que formaba parte del mundo. En lo alto de la colina, se encontró con alguien que estaba solo como ella. Empezaron a hablar. Aquel hombre había tenido un accidente laboral y eso le había hecho reflexionar sobre lo que era importante en la vida.
Y luego, poco a poco, se dijo a sí misma que tenía que ser feliz y saber lo que quería, lo que de verdad deseaba hacer con su vida, ella, y no los demás. Tenía el ideal de ser una madre siempre disponible para sus hijos, presente día y noche para mimarlos, consolarlos, quererlos. Le había parecido inadmisible la idea de dejar su hogar por trabajar a jornada completa. Creía que tenía que quedarse con sus hijos; para ella era inconcebible la idea de cortar ese cordón.
Pero he aquí que ahora su hija iba al colegio, su hijo ya era mayor, y en casa sola se deprimía. Pensaba que sus hijos iban a ser siempre bebés. Desde hacía doce años ya no era ella misma. Ahora necesitaba trabajar. Quería volver a tocar el violín. A veces la vida toma caminos sinuosos. Resumiendo, había decidido dejar a su marido.
—Pero, ¿qué me estás diciendo? ¿Has tenido una aventura allí en la isla?
—Sí. Con ese hombre que conocí. Estuvo bien y ya está, eso fue todo. Me hizo darme cuenta de que mi matrimonio con Daniel ya no es lo que era.
—¿Ah sí? Pero, así, después de diez años, ¿te cuestionas eso?
—No es demasiado tarde. Nunca es demasiado tarde. Lo que importa es despertarse, ¿no crees?
—No sé, Katia.
—Oye, ¿estás bien? Parece que no te encuentras bien.
—Sí, estoy bien, a veces tengo fallos de memoria, debe ser la falta de sueño…
La vida está hecha así. Las parejas se cosen y se descosen como las episiotomías. El hijo causa estragos en el cuerpo, el corazón y la pareja. Y el tiempo pasa, burlándose de todo eso.
Me levanté para ir a echarme en la cama. Allí estaba el hipopótamo de Léa. Me lo pegué a la cara y lo olí, llenándome de su olor, el olor cremoso de mi bebé.
De repente, tuve náuseas, unas náuseas muy intensas, y me dieron ganas de tirarme al suelo. Era algo profundo que crecía en mi interior sin soltarme. ¿Era la sensación de la existencia, de estar fuera de sí? Sí, era eso, existía. Estaba llena de existencia, era repugnante lo mucho que existía. Mi boca, mi corazón que latía, mi cuerpo que pesaba, las manos sudorosas, la frente húmeda, y aquella imposibilidad de pensar. Si tan sólo pudiera pensar, me dije a mí misma, pero no puedo. Sí, existo, por ese animal que está ahí delante de mí y que me invade con sus olores. Desde el principio, toda esa aventura había ocurrido bajo el signo de los olores. Había habido los efluvios de las calles de La Habana y los del café por la mañana, y luego el olor aséptico de la sala de partos, del gel de ducha restregado a toda prisa, los olores a cigarrillo y a alcohol, los agradables que se habían vuelto repulsivos, el olor del comino y la canela, el de la albahaca, los perfumes de verano, de la piscina, el olor mezclado de nuestras vacaciones, y luego el de la vuelta a la ciudad, la contaminación, la colada y el suavizante en los bodies del bebé, y también el olor del amor. El olor azucarado de Nicolas.
Es imposible saber cómo será el futuro, es imposible amarse y es imposible renunciar a amarse, así era nuestra condición. Hacer preguntas, no encontrar nunca las respuestas, no saber si es posible pero intentar siempre lo imposible intentando salir del paso, renunciar a la felicidad al buscarla, zambullirse en el fondo de la desgracia y tocar fondo para reaparecer, recuperar el arrebato del principio, tener un hijo y sacrificar la felicidad propia por su felicidad, sacrificarse para pasar el relevo sin querer renunciar a la propia vida, y sin embargo hacerlo porque esto va así, resolver todas esas ecuaciones, o no, reproducir, reproducirse, repetir los errores del pasado, vivir bajo el imperio de los padres, liberarse de él para enlazarse mejor a los hijos, ser feliz, sí, pero sólo por un instante… La vida, vaya, y todo lo que esperamos de ella…
Ella solía abrazarse a ese hipopótamo. Necesitaba saber qué había sido de ella, tenía la impresión de no haberla visto en un año. ¿Y cómo hacía para dormirse? ¿Lloraba? ¿Sonreía mientras dormía? ¿Era feliz al despertarse por la mañana? ¿Hacía caca cuatro veces al día? ¿Estaba bien? ¿Era feliz o infeliz? ¿Me echaba de menos? ¿Existía sin ella? Si, por supuesto que existía, ya que estaba tan llena de olores y sensaciones que estaba emocionada. Veía la vida como un oleaje ininterrumpido y yo era la que recibía, atravesada por cada acontecimiento. Era, en ese instante, el acontecimiento. ¿Pero qué acontecimiento?
Y de repente, tuve una iluminación.
Capítulo 37
Salí, tambaleante. Mis pasos me llevaron hacia la Rue des Rosiers, que crucé a pie, invadida por los efluvios de los falafels, especias y ahumados… De repente, sentí algo familiar, un olor delicioso y sereno, picante y excitante, mezclado con un sabor dulzón de requesón y Mustela… Volví la cabeza.
Nicolas… Me había visto. Llevaba su camiseta roja y su armadura de seductor: los ojos intensos y la barba de tres días. Tenía la cara cansada del padre que se despierta todas las noches para dormir a su hijo.