Un feliz acontecimiento – Eliette Abécassis

—Tú lo has hecho.

—Sí, bueno, no sé si es una victoria.

—¿Por qué te has ido, Barbara?

—El amor es difícilmente compaginable con los pañales. No aguanto más viviendo así y no sé qué hacer para salir de ahí. Creo que no sirvo para llevar una casa.

—¡A quién se lo dices! He construido toda mi vida alrededor de mi pequeña familia y ahora siento que es demasiado tarde.

—Pero tú quieres a tus hijos… Eres feliz con ellos…

—Sí, pero… Lo he dejado todo de lado: mi juventud, mis estudios, incluso mi feminidad.

Miré a mi hermana atentamente. Al verla pálida, con el pelo recogido y las gafas, me dio pena. Me dio pena y me dio miedo, como si estuviera viendo una mala caricatura de mí misma.

—A ver, todavía no es demasiado tarde. Tienes que moverte y hacer algo. Adelgazar, hacer deporte…

—Es fácil decirlo.

—Bueno, te has matriculado en la facultad de historia del arte, ya es algo…

—Sí, claro. Los cursos en el Louvre con las viejecitas… Un poco patético, ¿no?

—Pues sí, un poco.

En ese momento la niña se echó a llorar. No paraba nunca. Me agotaba. No me daba ni un respiro, ni siquiera por la noche. Tenía la sensación de estar en la película de La confesión, de Costa Gavras, cuando torturan al protagonista impidiéndole dormir.

Capítulo 30

Con diez meses, Léa no dormía por las noches de un tirón. Se negaba a dormir sola. Para acostarla después de la crisis de llanto, había que acunarla, darle de beber leche y cogerla en brazos, de forma simultánea o sucesiva, y dejarla con suavidad en la cama para que no se despertara, porque si no, había que volver a empezar toda la ceremonia de la dormida: acunarla, darle de beber, cogerla en brazos… Por la noche se despertaba entre tres y cinco veces, y había que volver a dormirla otra vez. Estaba agotada, al borde de un ataque de nervios, tan cansada que tenía la sensación de estar viviendo en otra realidad. Durante el día, me arrastraba por un mundo vaporoso que parecía el decorado de un escenario en el que había actores y yo era la espectadora.

Siguiendo los consejos de mi hermana, acabé acudiendo al doctor Nahum. El pediatra especialista en el sueño tenía su gabinete en el Marais, cerca del lugar donde vivía. Pasé por delante de mi casa —¿aún era mi casa?— y se me encogió el corazón. ¿Cómo podíamos haber llegado a esa situación? Había apagado el teléfono móvil para no tener más noticias de Nicolas y sabía lo cruel que eso era por mi parte. Seguramente habría intentado llamarme y yo no tenía derecho a hacer algo así, era su hija y la estaba utilizando para hacerle sufrir. Sin embargo, no podía evitarlo. ¿Por qué actuaba así? ¿Por desesperación y dolor o porque ya no lo quería?

Entré en un edificio que tenía un patio interior, en el Marais chic, del lado de la Rue Francs-Bourgeois, cerca de la galería de Nicolas, y llegué hasta una gran sala de espera en la que sobre una mesa descansaba una pila de Elle. Esperé dos horas en la sala en la que las madres se apretujaban.

Me enteré de que Johnny[11] y Laetitia habían adoptado a una pequeña Jade y que estaban pensando en darle pronto un hermanito. Se veía al cantante con la piel surcada por las arrugas y su joven esposa, los dos asomados a una cuna en una habitación repleta de juguetes de todo tipo, alfombras didácticas, pufs y sillitas para bebés. Era la imagen de una felicidad tranquilizadora aunque tardía. Tal vez hacía falta haber vivido mucho para poder apreciarla.

A mi lado, un padre joven con ojos azules y el pelo hábilmente despeinado me miraba a hurtadillas. Había venido solo con su gran bebé de dos años. Me preguntó qué pensaba de Johnny. Tenía una sonrisa encantadora. Se llamaba Florent y estaba separado de su mujer. ¿Y yo? Me llamaba Barbara y estaba separada del padre de mi hija. Qué triste.

No, no era tan triste. Era psicólogo. Las parejas se divorcian a menudo durante el primer año del hijo. Sabía largo y tendido sobre el tema. Tal vez podríamos darnos nuestros números de teléfono y contarnos nuestra historia.

Por fin entré en el despacho a petición del doctor, un hombre de unos sesenta años, moreno con las sienes entrecanas y seductor. Me observó con aire radiante desde detrás del escritorio de caoba. Cogió un papel, escribió varias palabras en una libreta, y luego me preguntó por la razón de mi visita.

Le expliqué mi problema: la niña lloraba a menudo, me costaba tranquilizarla, no conseguía dormirla, se despertaba entre tres y seis veces cada noche, ya no podía más, a veces pensaba que iba a pegarla.

—Tiene que comprar un cochecito urgentemente —dijo el doctor fijando en mí una mirada azul penetrante.

Se parecía a mi padre.

—¿Un cochecito? Pero, ¿por qué?

—Para cortar con el cara a cara con la madre. A ver, para que me entienda, es necesario poner barreras entre las madres y las hijas. ¿Le da a menudo de mamar?

—Más o menos cada hora. ¡En la Leche League están muy orgullosas de mí!

—¿Tiene conflictos con el padre? No quiero parecer indiscreto, pero es muy importante dejar un lugar al padre, ¿sabe? Hay mecanismos que, incluso dentro del tejido social, participan en el debilitamiento del lugar simbólico del padre.

—De momento no vivo con el padre.

—Discúlpeme la indiscreción, pero… ¿Se han peleado?

—Desde que nació la niña no hemos parado de pelearnos. No conseguimos reencontrarnos.

—Para que me entienda —dijo el doctor Nahum—, la pareja está destinada a cambiar desde el momento en que nace un hijo, la mujer se convierte en madre y el hombre debe ocupar el lugar del padre. El hijo pone en tela de juicio el equilibrio de la familia, pues con su llegada hace que evolucionen los papeles de los miembros de la misma, supone una abertura con respecto a las dificultades, a las repeticiones morbosas. Esa llegada es una puerta que se abre y no tiene que ser una puerta que se cierre, ¿ve lo que quiero decir? Fue usted quien dio el portazo, ¿no es así?

—Por decirlo de alguna manera. Pero ha sido él quien ha hecho que la vida en nuestra casa sea un infierno.

—¿Un infierno en qué sentido?

—Creo que mi marido es un machista.

—¡Magnífico! ¡Eso es estupendo! Necesitamos machistas. Creo que cada padre debe cumplir su papel, sin confusión de sexos. De ello depende el equilibrio del hijo. Hoy día las madres son todopoderosas, ¡hay que pararlas! Lo que se necesita para salvar al hijo de la fusión con la madre es precisamente un machista.

—¿Eso cree, doctor?

—¡Claro! La invito a pensar que los hombres y las mujeres somos distintos desde la noche de los tiempos, y contrapongo la lógica del embarazo, la de las mujeres, a la lógica del coito, la de los hombres.

—¡Pero doctor! ¿Y qué hay de la revolución feminista y todo aquello…?

—Ay, mire, no siga. No me hable de feminismo. Ya lo sé. A nadie le gusta que lo reduzcan tan brutalmente a su sexo y a sus angustias arcaicas. Es la historia de la humanidad la que nos ha llevado a donde estamos hoy día, atrapados en este triángulo eterno —el padre, la madre, el hijo—, en el que ya no sabemos equilibrar las fuerzas. Y le aseguro que los padres y las madres están perdidos y extraviados en la confusión de los papeles. Creo que cada uno tiene que encontrar su lugar.

—¿Uno en la moto y la otra ocupándose del servicio post-venta de Darty mientras da el pecho?

—Querida señora. Una cosa es que los hombres laven los platos. Pero tienen que desempeñar su verdadero papel de padres. No el que se ve en las series televisivas y el de los tópicos de moda.

—Y en su opinión, doctor, ¿cuál es el verdadero papel del padre?

—Es el que se interpone entre la madre y el hijo.

Efectivamente, estaba sola con la niña. Sola con la niña: eso quería decir que me tocaba a mí ocuparme de ella todo el día. Y sin embargo, me hubiera gustado que Nicolás se ocupara de ella como sabía hacerlo. Y también que se ocupara de mí. Me sentía muy bebé desde que tenía un bebé. A fuerza de ocuparme de mi prole, tenía muchas ganas de que alguien cuidara de mí, me diera de comer, me vistiera, me acunara. Necesitaba eso más que cualquier otra cosa. Y en vez de eso, iba errante con una bolsa a cuestas y un bebé bajo el brazo, un bebé que berreaba como si le faltara algo. ¿Algo o alguien?

¿Quién podría ayudarme a entender lo que me estaba pasando? Mi madre seguro que no. Ni mi suegra, ni mi hermana que no daba abasto. Y los filósofos aún menos. Los filósofos con los que tanto me había codeado, esas mentes privilegiadas que tan bien habían pensado el mundo, no me servían para nada, porque no paran de criticar la cuestión del otro sin pensar que lo que se juega en el otro, por el otro, se juega en la pareja y en el amor. Que el rostro del otro es el de mi novio, mi compañero, mi hijo. Es ese rostro el que veo y el que me plantea preguntas en mi vida. La metafísica es mi día a día. Pero eso no me dice lo que debo hacer de ello. Y los filósofos con toda su filosofía no han sido capaces de pensar en esto ni decirnos por qué no lo conseguimos, por qué nos amamos y luego no nos amamos más, por qué nos entregamos infinitamente al otro para dejarnos al cabo de poco, por qué el hijo, que es la consagración del amor, es también su sepulturero, cómo amarse para siempre, cómo quererse y seguir enamorado para siempre, y si es imposible, que nos lo digan, si es un mito occidental, que nos lo digan, y acabemos de una vez por todas con esta gran mentira.

Todo lo que había aprendido, lejos de ayudarme, me aislaba. Estaba rodeada de conceptos pero era incapaz de hacer sobrevivir a mi pareja. Había estudiado tanto y leído tantos libros para nada, para encontrarme desconcertada delante de un cachorro humano. Lo sabía todo, me sabía de memoria los textos más abstrusos de Hegel, Kant o Leibniz, pero estaba despojada ante la vida. No conseguía saber la cosa más elemental y más importante: ¿cómo salvar mi amor?

No conseguía salir del odio que sentía, de la desesperación, de la carencia, de la rabia de estar sola, del hecho de que nuestra historia se acabara como las demás, de que nuestra historia se acabara.

Para acercarme a Léa apliqué los principios de Francoise Dolto según los cuales al bebé hay que decírselo todo:

—¿Por qué lloras? ¿Tienes ganas de ver a papá? Sabes, papá y mamá están enfadados, y mamá también es muy infeliz, y tú también estás muy triste, pero pronto, sí, pronto, tal vez todo volverá a ser como antes…

No sé si fue un milagro doltoyano o fantasma puro, pero la niña paró de llorar y me sonrió. Entonces era yo la que lloraba.

Volví a encender el teléfono móvil. Desde hacía dos días había recibido treinta y seis llamadas de Nicolas a las que no había respondido. También había recibido SMS en los que me pedía que volviera a casa y mensajes furiosos en los que me decía que le devolviera a su hija. Su hija… No le contesté.

Pero no, era una estupidez. Nos queríamos. ¿Qué había pasado? Tenía ganas de llamarlo. No, no tenía el valor de hacerlo. Dejé el teléfono móvil encendido. Sonó y vi un número que no reconocí. Cogí el teléfono pensando que tal vez sería Nicolas que, creyendo que lo filtraba por el número, me llamaba desde otro teléfono. El corazón se me salía del pecho ante la idea de oír su voz.

Del otro lado del teléfono, oí la voz melodiosa de aquel hombre que conocí en la sala de espera del pediatra. Florent Tessier me invitaba a cenar al día siguiente. Estaba decepcionada de que no fuera Nicolas, pero acepté igualmente. Hacía mucho tiempo que nadie me había solicitado así.

Pero tenía que encontrar una canguro para el día siguiente por la noche. Más aún cuando mi hermana había decidido marcharse sola de vacaciones, por primera vez desde que se casó. ¿Qué podía hacer? ¿Organizaba un segundo casting de canguros? Llamé a Nicolas con el pretexto de pedirle su opinión.

Me respondió con frialdad, como si la cosa no fuera con él. Sentí lo mucho que estaba sufriendo nuestra ausencia, y probablemente mucho más la de su hija que la mía.

Llegó por la noche a casa de mi hermana, después del trabajo. Parecía cansado pero estaba guapo, con su traje y su corbata negra. Parecía otro Nicolas, más delgado, musculoso, más maduro que antes del nacimiento, y me anunció que había tomado una decisión: vender la galería. Acababa de aceptar la oferta que le habían hecho para trabajar en Friedrich y Friedmann, el gabinete de consultoría de su tío.