Soy la mujer abandonada, la mujer encadenada por la vida, la mujer alelada, la mujer que se calla, que se disgusta en silencio, que en voz baja sabe que se ha dejado atravesar por los años. Soy el apóstol de la cotidianidad, la mujer herida que no se levanta, la mujer helada que mide sus pasos. Soy la mujer con velo, que vela sus pensamientos, la mujer sumisa que cuenta sus pasos.
Soy la mujer con las manos juntas, rezo en silencio, y de oro y de cielo despunta el alba, y no duermo, soy la mujer dulce, dulcemente sublevada, y susurrando voy empujando el cochecito de un bebé.
Soy la mujer abolida que todas las noches vive la abominable nostalgia de todo lo que no llegó a vivir.
Capítulo 27
Me acordaré siempre de ese día. ¿Cómo podría olvidarlo? Hacía bueno en París. Tal vez fue por eso por lo que nos separamos. Porque hacía bueno en París.
Por una vez, el cielo gris había dejado lugar a un sol radiante y un viento seco y frío que cortaba la cara.
Llamé a mi hermana para quedar y vernos fuera, en un café. Me apetecía tomarme un buen café con leche en una terraza.
—Ah, ¿te vas? —preguntó Nicolas.
—Sí, he quedado con mi hermana… Me apetece salir. Hace ocho meses que no me tomo un café en un bar.
—¡Pero si te había dicho que había quedado con Anthony esta tarde!
Efectivamente, Anthony acababa de llegar. Dejó caer el casco de la moto, despertó a la pequeña que empezó a llorar, así que la tomé en brazos, a lo que él me dijo:
—Aguántale la cabeza, ¿no?
Le contesté que se metiera en sus asuntos, aproveché para cambiarle los pañales, la niña se volvió a adormecer, y se la di a Nicolas para que la tomara en brazos.
—Me voy, ¡hasta luego!
—Ah, muy bien.
—¿Qué? ¿Te molesta?
—Sí, me molesta. ¿Cómo quieres que me ocupe de la niña y al mismo tiempo vea a Tony?
—Pensaba que Anthony quería ver a la niña.
—¡Sí! —dijo Anthony—. ¡Genial! Ahora ya la he visto, ¿nos vamos?
Lo miré con maldad.
—Bueno, me da igual, yo me voy.
—Perfecto —dijo Nicolas, agresivo.
—Mira, ¿quieres que te prepare un biberón? —dije, empezando una esterilización en el microondas.
Puse agua en un tarro, lavé el biberón y lo coloqué en el recipiente.
—No sabes lo que haces —dijo Nicolas—. Ni siquiera estás mirando las dosis de agua del esterilizador.
—Te recuerdo que hago esterilizaciones todos los días.
—Para, lo estás haciendo mal.
—Esto es el colmo. Soy su madre y sé perfectamente lo que hay que hacer.
En esas la niña ya estaba llorando.
—Bueno, lo que tú quieres es que me quede, ¿no? Dímelo, si es eso lo que quieres.
—No, quiero que te vayas.
Cogí la chaqueta y me fui. Cuando llegué al portal, lo llamé al móvil.
—Te prohibo que me humilles delante de tus amigos.
—¿Y a ti no te parece ridículo ponerte a competir con Anthony? Estás celosa, ¡incluso de mis amigos!
—Y a ti sólo te importan tus amigos… O las niñeras.
—Eres patética.
Tras decir eso, me colgó el teléfono.
Cegada por la ira, subí las escaleras de cuatro en cuatro.
—Vale, cancelo mi cita —dije.
—Eso es, cancélala, yo me voy.
—¡Ni hablar!
—Ven Tony, nos vamos.
—Si te vas, me llevo a la niña y no nos volveremos a ver nunca más.
—Si la secuestras, voy a la policía y te pongo una denuncia.
—¡Eres tú el que abandona el domicilio conyugal!
Se marchó.
Abrigué a la niña, metí algunas cosas en una bolsa y me fui.
Capítulo 28
Me metí en un taxi dándole vueltas al odio que sentía y tratando de hacer balance de la situación. De doctoranda, me había convertido en ama de casa. De ama de casa, me había convertido en una “sin techo”. ¿Hasta dónde me iba a degradar?
Mi hermana me acogió, sorprendida al verme llegar con el bebé y mis cosas. Le pregunté si podía quedarme unos días en su casa. Le venía bien, pues su marido y los niños se habían ido a casa de sus suegros. Mi madre había aprovechado para venir a verla.
Volvía a vivir con mi madre y mi hermana, como en los viejos tiempos en que estábamos las tres sin hombres. Mi madre apareció, venía de la cocina, con el mechón rebelde, un traje de chaqueta rosa y con la mirada incisiva bajo una abundante capa de rímel, acogiéndome con toda naturalidad, nada extrañada de verme sola con la niña.
—Tu hija está demasiado apegada a ti —comentó durante la comida—. Así no va a aprender a ser independiente, y más tarde le resultará muy difícil vivir en pareja. Venga, ¡come un poco más!
Sin esperar mi aprobación me llenó el plato con tres rodajas de ternera.
—Deberías venir a pasar unos meses conmigo, me podría ocupar de ti y te ayudaría a deshacerte de tu hija.
Mi madre creía que seguía siendo su bebé. Creo que no había entendido todavía que me había hecho mayor. Los psicólogos de la infancia han demostrado que el niño de pecho no es capaz de diferenciar a la madre de él. En el caso de mi madre, ocurría exactamente lo contrario.
—¿Has encontrado ya una canguro?
—Sí… Bueno, no, no del todo.
—¡Ten cuidado! ¿No has visto ese documental americano acerca de las cámaras que filman a las niñeras mientras las madres están en el trabajo? Nada de paseos con crema de índice ciento setenta de protección solar, nada de Mozart ni lecturas de cuentos encantadores. ¡Nada de eso! El bebé acaba en el salón viendo vídeos porno en compañía de la canguro y su amante, con la tetina del biberón metida hasta las amígdalas para que no berree como única comida, mientras los otros dos se comen las zanahorias ecológicas compradas para hacerle el puré al niño. ¡Y es que el amor da hambre! Y te recuerdo que debajo de casa, he visto a canguros que se pasan el día hablando por teléfono móvil mientras a los niños les dan palizas los más mayores con la pala en los parques de arena. ¡Sin mencionar el caso de la canguro que pegó al bebé y la policía metió a los padres en la cárcel porque ella los acusó de malos tratos!
—Gracias, mamá, todo lo que cuentas es muy alentador.
—¡Que no! ¡Que no cunda el pánico! ¡Tu madre está aquí para ayudarte! No es mi intención aterrorizarte, pues hoy día está bien visto procurar que las madres no se vuelvan ansiosas, pero te puedo asegurar que lo mejor para ti y tu bebé es sencillamente evitar las canguros y recurrir a la persona que mejor te conoce y que más te quiere en el mundo: tu madre. Y ahora no me vengas con que prefieres a tu suegra. Ya sabes que no le gusta que des el pecho. ¡Y todo porque ella no lo hizo! De hecho, mira lo que ha conseguido con tu compañero: un niño al que no han amamantado será un futuro hombre sin corazón, que no será generoso, ¡y que hará a su mujer infeliz!
En ese momento sonó el teléfono. Era Daniel, el marido de Katia. Ésta desapareció y se fue a su habitación para hablar con él, y mi madre aprovechó para recomendarme que me ocupara de mi hermana. ¿Por qué tenía que ser siempre yo quien tenía que acudir en ayuda de mi hermana, cuando ella era cinco años mayor que yo? Pero mi madre insistía, mi hermana tenía problemas con su marido.
—Llama a tu hermana de vez en cuando, es lo único que te pido.
—Sabes perfectamente por qué no la llamo.
—Sí, pero todo aquello ya pasó, son historias pasadas… Y además, no quiero oír hablar más de ello. No eres más que una ingrata. Cuando pienso en todo lo que he hecho por ti…
—¿Qué has hecho por mí?
—¿Quién te animó a que estudiaras, quién insistió cuando quisiste dejar las clases de danza, quién iba a aplaudirte vestida como ibas con tu ridículo tutú rosa cuando estabas al fondo del escenario porque eras la más negada de la clase? ¿Y quién era tu más ferviente admiradora en los partidos de balonmano en los que te pasabas el rato corriendo de un lado para otro detrás del equipo sin llegar a tocar la pelota? Y cuando eras un bebé y estábamos de vacaciones en Turquía, ¿quién recorrió el país entero en busca de leche para ti?
Pues sí, la deuda, esa famosa deuda, la leche, estaba siempre entre nosotras. Y naturalmente, detrás de la leche se escondía la deuda inmensa e inagotable, la que nunca dejaría de pagar a mi madre y que me perseguiría siempre por la culpabilidad porque es infinita: la deuda de la vida que mi madre me dio.
Capítulo 29
Mi madre acabó por marcharse. No quería decirle que me había enfadado con Nicolas, pues le hubiera gustado demasiado inmiscuirse en mi vida, como había hecho con mi hermana.
Dormí a la niña en el cuarto del pequeño Joseph y me estiré en la cama. Estaba agotada.
Mi hermana se coló en la habitación y se sentó en el sillón.
Con lo delgada que había sido, después de dos partos se había puesto gorda. Tenía papada, unas formas que disimulaba bajo amplias camisas, un moño, y llevaba unas gafas con las que tenía pinta de profesora cabreada.
Recuerdo las peleas con mi hermana, cuando compartíamos la habitación. Nos llevamos cinco años y hemos tomado caminos muy distintos en la vida. Escogí la vía del estudio, dedicándome a la filosofía de una forma académica e interminable, y Katia empezó la carrera de violinista, pero la dejó después de la llegada al mundo de su primer hijo.
Al principio, Katia me tenía celos, por ser la hermana pequeña de la que todo el mundo estaba pendiente. Y luego fue al revés, cuando al crecer me convertí en una adolescente regordeta, mientras que Katia seguía delgada y esbelta, y cada vez era más guapa, con su pelo negro como el azabache y largo hasta la cintura, sus ojos verdes ribeteados por unas cejas arqueadas, y una sonrisa deslumbrante. Yo llevaba aparatos de ortodoncia en toda la boca para enderezarme la dentadura torcida y unas gafas redondas bastante grotescas escogidas por mi madre, naturalmente. Ella prefería claramente a su hija mayor, que era tan guapa, y a mí no paraba de decirme: “Hija mía, escucha bien lo que te voy a decir, cuando se tiene un físico poco agraciado, más vale compensarlo con el intelecto”.
—Vamos a ver, Barbara —dijo Katia de esa manera tan suya, con su voz grave, sin demostrar emoción alguna—. ¿Qué haces aquí?
—Me he ido. Las cosas con Nicolas ya no funcionan. Estoy harta…
—Mira, es gracioso, tú también… Me alegro de que Daniel se haya ido con los niños, así tengo un poco de tiempo para pensar en mi vida… Todo va a cambiar. ¿Sabes que pronto nos mudamos?
—¿Ah sí? ¿A qué barrio?
—A Blois.
—¿Fuera de la capital?
—¿Por qué no? Hay otros lugares además de París, ¿sabes? Aquí me siento sola, desamparada, inactiva. Ahora que los niños son más mayores y van al colegio, me aburro. Resulta carísimo hacer cualquier actividad.
—Sí, lo entiendo… Pero a Blois, ¿estás segura?
—Es mejor eso que estar aquí dando vueltas, no poder respirar por culpa de la contaminación… Ya verás el estrés que es vivir aquí con el bebé —añadió Katia—. Entenderás que me quiera ir.
Así pues, todo seguía igual. No tenemos nunca las mismas ideas ni los mismos gustos, y siempre tenemos que estar en desacuerdo. Katia y yo tenemos una extraña manera de estar en resonancia, como si cada cosa que yo diga la pusiera en tela de juicio y viceversa.
—¿Conoces la expresión “del trabajo a casa y de casa al trabajo”? —siguió—. Pues bueno, dentro de poco sabrás la continuación: “del trabajo al bebé y la casa y de la casa y el bebé al trabajo”.
—Tú y mamá tenéis una forma curiosa de levantarme la moral.
—Ay, venga, no te lo tomes mal… No quería molestarte, sabes.
—Mira, Katia, jamás te has cortado un pelo. Ni mamá ni tú me habéis dejado nunca pasar una. Siempre me habéis visto como un patito feo. Siempre me habéis machacado. La verdad es que no sé por qué os aguanto. De hecho, no sé qué coño hago aquí. Mira, me voy… —dije, levantándome.
—¿Dónde vas?
—No lo sé.
—Para, no te vayas. Quédate aquí. Por favor.
Katia me miró muy seria.
—Es cierto, Barbara. Siempre te he hecho pagar el precio de mis propios problemas, sin ayudarte ni protegerte como podría haber hecho… Por ejemplo, debería haberte avisado.
—¿De qué?
—De lo que es tener un hijo. ¿Crees que para mí, por ejemplo, todo es siempre de color rosa? Para todo el mundo es duro.
—En mi opinión, aguantas demasiado. Se diría que estás encerrada en tus deberes.
—Es verdad, la maternidad es un deber —dijo mi hermana—. Tengo un marido, dos hijos, un apartamento precioso, y lo que me apetece es dejarlo todo y largarme. ¿Acaso tengo derecho a decir algo así?
—No… Aunque de hecho sí, lo tienes. Hay que admitirlo y decirlo. Creo que hay que tener la valentía de hacerlo.