Un feliz acontecimiento – Eliette Abécassis

Ahora todo era tan distinto… Nuestra relación había evolucionado tanto en tan sólo algunos meses… En adelante, cada uno tiraría por su lado. Mi amante se había convertido en mi hermano. En mi corazón, mi hija ocupaba el lugar de mi compañero. El bebé ocupaba su lado de la cama.

Estábamos ahí, de frente, sin gusto por vernos.

Nos hacíamos daño. Nos decíamos cosas terribles, irreversibles. Nos humillábamos. Nos peleábamos. Nos deteriorábamos, nos desvalorizábamos. Nos ofendíamos. Nos tratábamos mal. Empleábamos palabras que hacen daño, palabras que se quedan. Nos decíamos cosas que degradan. No teníamos interés por el otro. Nos alejábamos. Eramos como dos continentes a la deriva. Ya no compartíamos el mismo mundo. Nos hacíamos preguntas. Preguntas ofensivas. Nos hacíamos un daño infinito, el peor de los daños. Nos matábamos a fuego lento, poco a poco, haciendo ruido.

Y ahora… La destrucción de nuestra relación era intensa y patética.

Capítulo 25

Por fin llegaron las vacaciones.

Pero, ¿qué se puede hacer en vacaciones cuando se tiene un bebé y cuando uno no quiere quedarse todo el día metido en casa cuidándolo y sólo desea descansar, no hacer nada, pasear, viajar?

Sugerí a Nicolas que nos contentáramos con Paris-Plage, que no quedaba lejos del Marais, pues podíamos ir con la sillita y era la ocasión de usar la Pliko de Peg Perego e intentar abrirla entre los dos. Me llevaría una toalla. El bebé estaría contento debajo del aspersor. En efecto, a Léa le encantaba el agua. No estaba nunca tan contenta como cuando la bañábamos. Se sentía en su elemento, agitaba los brazos y las piernas, probaba el agua del baño, nadaba como un pececito y se reía a carcajadas. Pero tras un primer intento de acceder al lugar en cuestión, tuve que dar la media vuelta pues no había ni un solo sitio ni para el cochecito ni para nadie en aquel cuerpo a cuerpo.

Varias personas nos habían aconsejado el Club Med que tenía un baby-club. Mi hermana Katia, que era una madre experimentada con dos niños, me había asegurado que era la mejor solución puesto que permitía escaparse de los suegros gracias a la guardería para niños. Las canguros eran estupendas, sobre todo desde que el Club Med había cambiado la política de las niñeras: antes se daban demasiados divorcios después del verano ya que los padres tenían la fastidiosa manía de entablar relaciones estrechas con las Súper-canguros. Desde que habían puesto a canguros más feas, las parejas se llevaban mucho mejor.

No estaba de humor para ir al Club Med. Prefería más bien quedarme en París que ir a ese sitio organizado por y para la sociedad de consumo. Me aferraba a mi imagen romántica, la de antes del nacimiento.

Pero tras la experiencia de Paris-Plage, acabé aceptando ir a Metapunto, en Italia. Preparamos el equipaje. Después de tres horas de esfuerzos, habíamos llenado tres maletas con: los pañales, la ropa, los biberones, el calienta biberón, el esterilizador, juguetes, productos para el cuidado del bebé, la sillita, el Maxi-cosi y la silla paraguas.

Llegamos con todos los bártulos al mostrador de Air France para comprobar que la compañía francesa había vuelto a informarnos mal. Habíamos hecho tres llamadas en las que nos aseguraron que el libro de familia era suficiente para que el bebé pudiera viajar. Al final, cuando llegamos al mostrador, con nuestros billetes sin derecho a cambios ni reembolsos, nos comunicaron que efectivamente necesitábamos un pasaporte para el bebé. Me enfadé y me puse nerviosa con Nicolas que no podía hacer nada, y allí estábamos, con unos billetes echados a perder y sin poder viajar. Vaya decepción.

En vez de volvernos por donde habíamos venido con todo el equipaje, acabamos tomando el vuelo de Alitalia, una compañía más comprensiva. El hotel era un lugar confortable con habitaciones que daban al mar, el lugar de veraneo del s. xxi. Era una especie de paraíso en un lugar despoblado… ¡Lejos! Lejos de Francia y de todas sus miserias. El campo de alrededor parecía un decorado de teatro.

El club ofrecía un programa mamá-bebé en el que me inscribí con el deseo loco de recuperar la línea. Primer día: masaje de 80 minutos. El tratamiento estaba totalmente basado en la relajación. El terapeuta me untó de aceite y luego me dio un masaje haciendo símbolos cabalísticos. Estaba empezando a dejarme ir cuando me avisaron de que mi marido había llamado porque el bebé estaba llorando. ¡Se acabó la relajación!

En las narices del terapeuta atónito y a riesgo de pasar por la hereje del ayurveda, me calcé las chanclas y me envolví en un albornoz para irme a la carrera a reunirme con mi bebé, al que guardaban en el baby-club. Allí me encontré con Nicolas que estaba en plena conversación con la canguro que, al contrario de lo que había asegurado mi hermana, era una chica rubia muy mona.

—Barbara, te presento a Natacha, que se va a ocupar de Léa. Natacha, ésta es Barbara, la mamá de Léa…

La miré de arriba abajo con aire consternado, cogí a mi bebé en brazos con aire protector y me fui.

—Cualquiera diría que estamos en la isla de la Tentación[9] —dije durante la cena.

—¿Qué quieres decir?

—Te digo que si sigues mirando la niñera, me largo inmediatamente con mi bebé bajo el brazo.

—Tu bebé… es también mi bebé, te lo recuerdo. Y además, estoy harto.

—¿Harto de qué?

—De vivir contigo. De pasar mis vacaciones contigo. De tus comentarios, de tu maldad, de tu paranoia.

En la mesa de al lado había una pareja perfecta en versión italiana. El marido iba vestido con lino blanco y la mujer estaba impecable en su vaquero ceñido y tenía en brazos a un querubín de tres meses adorable que dormía plácidamente.

—Ves —susurré—, mira esa pareja, lo bien que están. ¿Por qué nosotros no somos así?

Nicolas echó una ojeada.

—¿Qué les encuentras?

—Están bien vestidos, están delgados y parecen enamorados.

—Sabes, los he estado mirando, y no me parece que estén tan enamorados. No se han dicho nada en toda la cena.

—¿Ah sí? ¿De verdad? —dije, llena de esperanza. Era una idiotez pero creer eso me levantaba el ánimo.

—Y además, ese bebé está dormido, así que nada puede asegurar que sea más tranquilo que Léa. Además, fíjate, no le da el pecho. Le da biberones.

—Sabes, Nicolas, creo que el amor es como la nieve, que cae y luego desaparece…

—No, Barbara, no. El amor no desaparece, sino que el tiempo pasa…

Volvimos a la habitación y nos desplomamos, agotados, junto a la pequeña que por fin se había dormido al final de la cena. Ya no nos quedaba deseo ni para abrazarnos.

Por las tardes, cuando estábamos en la habitación, Nicolas se me acercaba pero cada vez que nuestros cuerpos empezaban a abrazarse o acercarse, la niña, como si tuviera un detector de sexo, se despertaba. ¿Qué nos había pasado? ¿Seríamos capaces de recuperar nuestra vida de antaño? Nuestros abrazos, nuestras caricias, nuestras palabras de amor… La visión que tenía del sexo después del embarazo era tan distinta… Ya no me molestaba enseñárselo a mi ginecólogo. Antes me incomodaba, pero desde ahora era como una mano o un pie, estaba desacralizado, me lo habían tocado tanto y de una manera tan orgánica que eso ya no tenía sentido. El sexo por fuera era utilitario. La sexualidad ya no existía. Porque la sexualidad es el tabú, es lo sagrado. Si se enseña como una mano o un brazo, entonces en el sexo ya no hay nada sexual.

El erotismo no se nutre más que del límite y de lo prohibido. Ahora bien, el nacimiento había roto el tabú. Ya nada era sexual. Incluso el sexo no era sexual, era al contrario que Adán y Eva en el Paraíso, ya no sabía lo que era el pudor, mi sexo se había convertido en un lugar de paso, lo habían cosido, descosido y recosido. Ni estar gorda me daba ya vergüenza. Miraba a los hombres como a las mujeres. Sentía una sensación de familiaridad extrema con Nicolas, tenía la sensación de que era mi hermano.

Él dormía dándome la espalda.

Estaba en la cama y no podía dormir a pesar del cansancio. Pensaba: ¿acaso saben los que van a juntarse lo que les espera? ¿Les advierten? ¿Los preparan? No, se les deja lanzarse con toda la ilusión. Pobre Príncipe Azul y pobre Cenicienta. ¿Eso sólo dura la noche del baile?

¿Qué pasa después? Cuando se da a luz, cuando se está con los pañales, cuando ya no se puede hacer el amor, cuando uno se aparta del otro, cuando el otro mira a las demás, cuando se discute por las cosas de la vida cotidiana, cuando poco a poco uno se resigna a ser infeliz…

Existe el amor de los primeros momentos y existe el amor de la madurez, el que viene después, aquél en el que nadie piensa y, sin embargo, el amor del primer encuentro no es más que una bobada al lado del amor conyugal. Se sabe bien lo que es estar enamorado y vivir en un mundo vaporoso e irreal, llevado por la pasión, pero ¿qué es vivir con una mujer? ¿Qué es tomar a una mujer? ¿Y conocer a una mujer después de verla dar a luz a un hijo? Si el amor no es más que las caricias del principio, entonces no me interesa. Si el amor dura lo que dura un beso, si el amor muere, entonces amar no me dice nada. Si el amor consiste en enamorarse, en vivir algunos meses de felicidad absoluta, entonces no me interesa amar. Si el amor es amar varias veces, a varios hombres, a varios cuerpos, entonces no quiero saber nada del amor. Si el amor es sentir el corazón palpitar solamente cuando creemos que vamos a perderlo, entonces no me basta. E incluso, si el amor evoluciona, quiero pensar que existe. Si no, me da igual vivir o no.

Capítulo 26

Aprovechando que el bebé dormía, me metí en la lectura de Estimular las neuronas de su bebé, donde aprendí que es necesario despertar al bebé desde la edad más temprana, incluso en el útero. Es importante que tenga conexiones neurológicas para desarrollar el cerebro, esto es: evitar tomar drogas o alcohol cuando se está amamantando, hablar con él y exclamar cuando balbucea “¡Bravo!”, para mostrarle que se está muy contenta, hacer que juegue, estar atento, leerle libros para bebés desde muy pequeño para acostumbrarlo a la lectura, aprovechar el momento de cambiarle los pañales para construir relaciones emocionales con él, responder cuando llora, masajearlo tres veces al día para reducirle el nivel de estrés, hacerle los cinco lobitos con las manos, convertir las comidas en momentos agradables y distendidos, expresar en todo momento felicidad e interés por el bebé, y evitar cargarlo con el peso de su angustia. Cerré el libro agotada ya sólo con la idea de llevar a cabo semejante programa.

Qué lejos quedaba Italia. Qué lejos y qué cerca a la vez.

Se había acabado la relación construida en el amor de dos cuerpos entrelazados.

Se había acabado San Francisco, los grandes edificios hacia el cielo inmenso, y la loca aventura por la carretera número 1, las sonrisas cómplices, una mano que se posa sobre otra mano, un beso que se atreve sobre los labios mojados.

Se habían acabado las noches mágicas, locas noches de bar atravesadas por las risas.

Se habían acabado los hombres que llueven como en la canción[10], las camisas que uno quita, los torsos que se rozan. Se había acabado el romanticismo, los destinos hermosos, adiós a los sueños, a los encantamientos. Se habían acabado la ciudad gótica, las noches plásticas, los días dinámicos, las tardes mágicas. Se acabó la pasión.

Adiós a la Venecia romántica, adiós a los sueños prolíficos, a Asia y África, y adiós a América.

Se habían acabado las luces tamizadas de la noche, los cócteles en grandes sillones, el diseño ecléctico de las paredes y los muebles, las habitaciones cuadradas, las camareras en minifalda y los camareros amanerados, con vaquero y chaqueta, y el oscuro resplandor del humo, la seducción amortiguada, encerrada, las camas mullidas, ambiente de día, ambiente de noche. Se habían acabado las cantantes con vestidos calados y voces que se arrastran hasta las 4 de la mañana. Se había acabado el ritmo que envuelve, en el vapor del cigarro puro, el humo del alcohol, tan sólo mirar y escuchar, reír en medio de las palabras, hablar en medio de las risas, acercarse al oído, escuchar los acentos de la ciudad, los altos y los bajos de una melancolía alegre, de un delirio sutil, de una mujer que disfruta evocando no se sabe qué, de romántico y triste, de pasado, una contemplación oscura y dulce como la vida, ¡se había acabado la ligereza!