La vida con Nicolas se volvió cada vez más caótica. Para que la niña pudiera dormir conmigo, ya no dormíamos juntos. En la cama no había suficiente espacio para los tres, ya no nos tocábamos, ya no hablábamos.
A pesar del trabajo, Nicolas se ocupaba cada vez más del bebé. Nada más entrar en casa, se abalanzaba hacia ella, casi sin saludarme. Luego la cambiaba, la dormía cantándole canciones, la sacaba al parquecito y le daba baños durante los cuales jugaba con ella. Me miraba con envidia mientras le daba de mamar. Un día me confesó que estaba celoso de la relación que yo tenía con nuestra hija; él también hubiera querido amamantarla para tener esa proximidad. Cuando volvía por la noche muy tarde, se iba a mirarla durante largo rato. Si dormía, deseaba que se despertase para poder verla, abrazarla y cambiarle los pañales. Me costaba reconocer en ese padre el hombre con cazadora de cuero que estaba en contra del matrimonio.
Cuando solicitamos una plaza en la guardería, nos contestaron fríamente que la inscripción tenía que hacerse mucho antes de concebir al hijo, o incluso había que tener algún amigo en el ayuntamiento. Así que decidimos recurrir a una canguro, que es muy caro, lo cual hizo que Nicolas se pusiera aún más nervioso y se preocupara todavía más por su trabajo.
Exigió estar presente en el momento de escoger la canguro, y para ello incluso se tomó un día libre en el trabajo.
En los foros de Internet, su apodo es asmat. Asistencia materna.
De ella se espera que sea profesional, dulce y tranquila, que le gusten los niños, que tenga experiencia con ellos, que se adapte a los horarios, que no imponga los suyos y, sobre todo, que sea humilde a pesar de lo crítico de la situación.
Para escoger una, organizamos un casting de canguros.
La primera impresión es que no suelen gustarnos. Está claro, no nos gustan. Tenemos que dejarles lo más importante que tenemos, lo más bonito, la carne de nuestra carne.
En una misma tarde vimos a una polaca que no hablaba bien francés, un colombiano que había huido debido a la guerra civil[7], una marroquí sin papeles, una esrilanquesa refugiada tras recibir malos tratos de los Tigres Tamules, una marfileña que había tenido que venir a Francia para asegurar la supervivencia de sus hijos que se habían quedado en su país… Toda la miseria de la humanidad desfiló por nuestro apartamento en una sola tarde.
Desde que había dado a luz, me sentía especialmente sensible y vulnerable, como si cargara con todas las penas del mundo. Al convertirme en madre, me había convertido en madre universal.
Estaba obsesionada con los niños. Antes, los querubines no me interesaban para nada. Después, me parecía que todas las madres estaban embarazadas o eran madres y las miraba con atención, en la calle, en la televisión. Sufría cuando un niño sufría. Y por eso me hubiera gustado poder contratarlos a todos. En particular, no soportaba la idea de que la marfileña hubiera tenido que dejar a sus hijos en su país para venir a trabajar aquí y satisfacer sus necesidades.
Sin embargo, Nicolas me llamó la atención sobre el hecho de que el criterio de selección no era la pobreza o la mala suerte, sino la capacidad de ocuparse de nuestra prole. Al final, tras una violenta discusión, acabamos optando por Paco. Paco era el hombre que ordenaba más rápido que su sombra. Tenía los ojos negros y el pelo largo, y llegaba por la mañana, se quitaba la camisa mostrando el torso desnudo, y luego se ponía una camiseta de ropa interior de tirantes. Luego empezaba a trabajar, pasaba el aspirador, planchaba, ponía clavos, atornillaba, colgaba y descolgaba, y lavaba los platos, todo a la vez. Pero donde Paco rayaba la perfección era con el bricolaje. Teniéndolo a él ya no necesitaba que viniera nadie de Darty. Paco lo reparaba todo y era un punto importante para la paz de nuestro hogar.
Sin embargo, había un problema: no le gustaba cambiar los pañales a la niña. Para el biberón, las canciones y los paseos en sillita era perfecto. Pero para el baño y los pañales era un desastre. Como suramericano y machista, reivindicaba una incompetencia absoluta en ese terreno.
Así pues, de mala gana tuve que separarme de Paco. Durante el tiempo en que buscábamos a otra u otro candidato, me ocupaba todo el día del bebé, desde la mañana hasta la noche. Cuando Nicolas llegaba del trabajo, lo esperaba en pie de guerra, agazapada detrás de la puerta. Sin peinar, sin lavar, sin vestir, con el bebé en brazos, como la Arpía domesticada.
Capítulo 23
Por cansancio, no tuve más remedio que recurrir a mi madre para que viniera a cuidar de la niña mientras yo iba a la biblioteca a trabajar en mi tesis. Volvía a casa por la noche. La niñita lloraba en brazos de mi madre que me miraba con aire inquisidor bajo su casco de pelo teñido e impecablemente marcado, como si las hubiera abandonado a las dos. ¿Cuál de ellas era el bebé? ¿Cuál había estado cuidando de la otra? Ya no sabía. Tres generaciones bajo el mismo techo, tres mujeres, hijas la una de la otra, y yo estaba en el medio, era el vínculo, el eslabón de una cadena que me superaba, que me trascendía. Pasaba el relevo que me habían dado, estaba acorralada, había caído en la trampa entre las tres edades de la vida.
Estaba tan angustiada que tenía la sensación de que se me había acabado la leche. Desde que nació la niña, me parecía estar viviendo un sueño, otra realidad. El bebé me alienaba y, a la vez, me liberaba de mis servidumbres. Ya no estaba resentida con mi hermana, ni con mi madre. Había tomado distancia con respecto a mi trabajo, mis prioridades, mi carrera. Estaba harta de todo eso. El juego social me era indiferente. Había vuelto al seno materno, al caparazón incómodo de mi infancia.
Un día me di un baño. Al meter el cuerpo en el agua no lo reconocí. Se había modificado, incluso los huesos eran distintos. Era un cuerpo de mujer, ya no era el cuerpo de adolescente o de niña que me esforzaba en cultivar a base de dietas. Era el cuerpo de las mujeres en la playa, esos cuerpos que han dado a luz varias veces, esos cuerpos de los cuadros de Rubens que la sociedad aborrece, cuando las mujeres viven una esclavitud mucho más solapada que la de la antigua dominación que vivían las mujeres por parte de los hombres, puesto que dicta la norma estética de una forma draconiana y anti-darwiniana. De una manera que impide que las mujeres se realicen como mujeres, en su función femenina, ya sea materna o no. En esta sociedad está dicho que la mujer tiene que permanecer como una chiquilla. En ese momento, según los criterios de la sociedad, yo era horrorosa.
Pero, ¿qué se entiende por ser mujer? ¿Es acaso obedecer a las normas sociales que preconizan la delgadez anoréxica que aspira a hacer desaparecer a la mujer detrás de la chica, o es la plenitud realizada de la mujer que ha dado la vida, la mujer que da el pecho y que la religión exaltó bajo el nombre de María? ¿Esa madre sacralizada que los hombres adoran pero que no desean? ¿O es la mujer liberada que trabaja y asume su propia vida sin tacones y con el pelo corto, que reflexiona pero que no tiene hijos?
Se me caía el pecho, se me oscurecían las ojeras, mis piernas se transformaban en pilares y mis días se reducían como la piel de tristeza[8]. Ya no tenía tiempo para nada. Hacía nueve meses que no abría un libro. No tenía ni siquiera tiempo de encender la tele y menos mal, porque veía la imagen siempre borrosa. Había renunciado definitivamente a llamar a France Télécom. Ya nadie me llamaba porque ya no tenía amigos. No tenía ni idea de lo que pasaba en el mundo puesto que no tenía tiempo de leer el periódico. Las únicas conversaciones serias que había tenido durante los últimos tiempos se reducían a dos palabras: ¿ba? Baba. Me pasaba horas en la sala de espera del pediatra al menor resfriado. O mirando a mi hija chapotear en el baño.
Ya no me apetecía salir, viajar o trabajar. Ya no me interesaba la filosofía. Ya no me apetecía vestirme, maquillarme, y una camiseta o un chándal sobre los michelines bastaban para que mi hija estuviera contenta de verme, pues yo era a quien ella quería, más allá las apariencias, y con eso me bastaba. Ya no necesitaba hacerme preguntas acerca del sentido metafísico de la vida puesto que el sentido de la vida, me gustara o no, era ella. Era algo sólido, concreto. Ella nunca decepcionaba. Todos los días estaba al pie del cañón, con su lote de lloros, pipis y sonrisas. Dependía de mí, sin mí no era nada. Nadie en el mundo estaba tan ligado a mí. Ni el amor de un marido, ni la amistad de una amiga son comparables al apego de un bebé cuando te mira y te pide que le des de comer, que lo cojas, que lo acaricies, que lo quieras con un amor absoluto, y no sabes ni siquiera por qué.
Veía a mi madre todos los días. Pero ya no veía a mis amigos. A los que estaban solteros ya no les interesaba en absoluto. Estaban hartos de verme con aspecto huraño u ocupándome de Léa. Los demás, los que ya tenían familia, a los que de forma sorprendente me había acercado desde que era madre, estaban demasiado ocupados con su prole como para entablar verdaderos vínculos.
¿De qué sirve la amistad si no está presente ni en los momentos de desgracia ni en los de felicidad? ¿Por qué los amigos nos abandonan precisamente en los momentos extremos de la vida, cuando más los necesitamos? ¿De qué sirve la amistad si no está en esos instantes? ¿De qué sirve vivir si el amor no existe y la amistad es una engañifa?
Capítulo 24
Léa tenía seis meses y era nuestro aniversario, el del día en que nos conocimos.
Recuerdo que para el primer aniversario Nicolas me llevó a Oporto. Fue una sorpresa. Eramos dos enamorados en las calles portuguesas, con el pequeño puerto encantador, la ciudad en cuesta, las calles adornadas con flores, las callejuelas escondidas en las que nos besábamos escuchando fado, despreocupados bajo las estrellas de la primavera. Mi corazón latía para él. Dudábamos entre ir a un restaurante o un concierto, ir al cine o ver a unos amigos. ¡Felices indecisiones de las parejas sin hijos! Entonces les parece que la vida es eso, una sucesión de decisiones sin consecuencia.
Aquella noche, llevaba dos horas intentando que el bebé se durmiera. Nicolas llegó a casa, cogió una lata de Coca-Cola de la nevera y cerró la puerta. El bebé se sobresaltó y se echó a llorar.
—¡Imbécil!
—¿Qué?
—Idiota. ¿No has visto que estaba dormida?
—Sí, lo he visto, pero si ni siquiera puedo beber algo…
—¡Me ha costado dos horas dormirla! Podrías tener un poco de cuidado.
—Oye, mira, más vale que te advierta: no podemos tener una bronca porque la niña se despierta. La cosa no va así, para nada. No voy a vivir de puntillas porque está durmiendo. Ésta es mi casa…
—Pues mira, vuélvela a dormir tú. Yo ya no puedo más.
Se me habían quitado las ganas de celebrar nuestro aniversario. Lo único que quería era meterme en la cama.
Cuando una hora más tarde vino a la cama, después de haber dormido a la niña, lo estaba esperando viéndolo todo negro.
—Mira —me dijo—, he pensado que para nuestro aniversario podríamos irnos un fin de semana, pero esta vez para reencontrarnos un poco nosotros dos, tú y yo. Podríamos dedicarnos un tiempo para vernos de verdad, hablar, cenar en un restaurante, ir al cine… ser como antes, ¿te acuerdas?
Pues claro, claro que me acordaba de nuestra vida de antes. De hecho, es cierto que no hacíamos cosas apasionantes. Pasábamos el tiempo, cenábamos, veíamos películas.
Luego Nicolas me explicó que lo mejor sería que nos fuéramos a casa de sus padres, en Trouville: podríamos dejarles a la niña y salir nosotros dos, de parejita. Pero yo no quería ir a casa de sus padres por nada del mundo.
—¿Pero por qué? —preguntó Nicolas—. ¿Les has declarado la guerra a mis padres cuando a tu madre la ves todos los días? Y yo también, por cierto…
—¿Y? Ya te va bien que venga a ocuparse de la niña, ¿no? Soluciona el problema de la canguro.
—Sí, pero me molesta verla.
—A mí me molesta ver a tus padres.
Y nos volvimos a meter en una discusión gordísima, ahogando los gritos para no despertar a la niña.
Era ya tarde cuando Nicolas se me acercó. Me resultaba difícil estar junto a ese cuerpo que se había vuelto extraño y que, de repente, por fin, se unía al mío. Era a la vez desconocido y familiar de forma rara. Era un padre, y un hermano desde que nos habíamos convertido en una familia. Tenía la sensación de estar cometiendo un incesto. Me sentía mal conmigo misma. Estaba en otra parte. Mi cuerpo era insensible, insumiso, y no sentía nada más que una especie de molestia. Todavía me dolía. Por primera vez, mientras hacíamos el amor me puse a pensar en otra cosa. En Italia, en las promesas, en la moto, en los dos embriagados por el viento, pegados uno al otro, apretados, y delante de nosotros estaba el horizonte, un horizonte hermoso.