Título Original: Un heureux événement
Capítulo 1
Ese día, al abrir los ojos, estaba rara. Estaba tumbada boca arriba cuando, al levantar la cabeza, vi una extraña protuberancia delante de mí. Me dolía todo. Tras diez horas de sueño, todavía estaba cansada y necesitaba dormir más. Noté una comezón cerca del hipogastrio. Hice un gran esfuerzo por incorporarme y tratar de localizar el punto en cuestión, pero era imposible: la barriga no me dejaba ver nada. Al levantar el edredón, me vi el abdomen: de uno y otro lado me colgaban los brazos y las piernas, como si fueran palillos.
“¿Qué me ha pasado?”, me dije a mí misma pellizcándome. Pero no, no estaba soñando, estaba en casa, entre cuatro paredes blancas. En la mesilla de noche estaban la lámpara y el libro de cabecera: El segundo sexo, de Simone de Beauvoir. Por el suelo había todo tipo de lienzos y fotografías que mi compañero almacenaba antes de llevárselos a su galería.
”¿Y si me volviera a dormir un poco y me olvidara de todo esto por un rato?”, me dije a mí misma.
Pero no podía. Como le ocurre a la tortuga cuando se le da la vuelta, era incapaz de moverme y de ponerme de lado para dormirme. Intenté echarme a la izquierda pero pesaba tanto que volví a caer brutalmente sobre la espalda.
Hice un esfuerzo para levantar la cabeza y mirar el despertador electrónico que marcaba las 8:45. A las 9:30 tenía una cita con mi director de tesis. Si por un milagro conseguía levantarme, ¿cómo podría presentarme ante él en semejante estado? Ya había sido suficientemente difícil conseguir tener una relación de igual a igual con él. ¿Qué mentira podía contarle ahora para justificar mi transformación?
Mientras pensaba en todo esto, sonó el teléfono: el número en la pantalla indicaba que era mi madre. Descolgué. Un ligero temblor en el rabillo del ojo izquierdo desveló en mí una emotividad excesiva. Sin poder decir esta boca es mía, acabé por poner el teléfono sobre la mesa y mi madre siguió hablando por hablar como si nada, reprochándome que no la hubiera llamado y que no nos viéramos.
De pura rabia, hinché la barriga y luego el torso, aparté la manta e hice un nuevo intento. Era imposible. Necesitaba que alguien me ayudara a incorporarme. ¡Qué lástima que Nicolas se hubiera marchado a trabajar! Me podría haber ayudado a levantarme. Pero no, estaba sola. Tenía que apañármelas sola. Empecé prudentemente por girar la cabeza a un lado esperando que el resto del cuerpo fuera detrás. Esta estrategia dio resultado y por fin la masa, a pesar de su anchura y de su peso, siguió lentamente la rotación de la parte superior. Pero cuando, a costa de muchos esfuerzos, me apoyé en el brazo e hice bascular el abdomen fuera de la cama, me encontré haciendo equilibrios sobre una pierna, como una garza. No me quedaba más que una solución: hacer un movimiento de balancín para ponerme de pie. Me daba miedo caerme. Miré el despertador y vi que eran ya las 9. Mala suerte. Había que arriesgarse.
Cogí impulso, conté hasta tres, me tiré de la cama y caí al suelo. El ruido de mi cuerpo resonó en el parqué.
Di un suspiro de alivio. Ahora tenía que conseguir levantarme; eso era algo más fácil porque podía apoyarme en la cama.
Antes de lanzarme, hice una pausa.
Fue en ese momento, al cruzarme con mi propia imagen en el espejo, cuando me vi: a cuatro patas, con las mejillas colgando, la mirada taciturna y las ventanas nasales dilatadas. O bien me había convertido en perro, o bien estaba embarazada.
Capítulo 2
Antes, estaba enamorada. Era libre. Estaba en Chicago, en Hô Chi Minh, en La Habana, a la puesta de sol, cuando las olas llegan a acostarse en la bahía, estaba en la otra punta del mundo y hacía calor. No estaba sola. La ciudad se extendía ante nosotros, con sus olores a mar, a tabaco y a ron. En la humedad de la noche, alegres, despreocupados y jóvenes, volvimos a la habitación del hotel. Fuera, en el patio, una orquesta tocaba una canción de Buena Vista. Aquella misma tarde me había pedido que tuviéramos un hijo. Por debilidad, por deseo, por amor. Por locura dije que sí.
Por aquel entonces éramos libres. Salíamos. Íbamos al cine, a restaurantes, a bares, a discotecas. Salíamos hasta muy tarde. Volvíamos a casa al amanecer. Caminábamos.
Íbamos a la montaña, a la playa, a ver el mar, al bosque. Éramos deportistas. Llamábamos por teléfono. Nos dábamos baños. Leíamos libros de cabo a rabo. Teníamos opiniones sobre política y también sobre otros temas. Cogíamos los objetos con las dos manos. Nos tomábamos el café caliente. Preparábamos tostadas los domingos por la mañana. Veíamos a nuestros amigos sin avisarlos con mucha antelación. Teníamos amigos. Muchos, distintos, solteros, divertidos. Podíamos pasarnos noches enteras riendo, fumando, bebiendo hasta que se hacía de día. Eran los tiempos en que invitábamos y acudíamos cuando nos invitaban.
Por aquel entonces no veíamos a nuestros padres. Hábilmente nos las habíamos apañado para estar enfadados con ellos. Y el resultado era convincente: las madres no venían a visitarnos con pretextos falaces. No nos llamaban el domingo por la mañana para recordarnos que estaban dando un programa interesante sobre niños en televisión. No se atrevían a darnos su opinión sobre nuestras vidas.
Fue la época gloriosa de nuestros grandes amores. Nos conocimos en la Rue des Rosiers, en París, un domingo de abril. Él estaba sentado con aire despreocupado en una barandilla, delante de la galería de arte que tenía. Me gustaron sus ojos claros, su barba de tres días y su aire de desafío. Su camisa arremangada, sus manos. Le sonreí, se fijó en mí y le abordé.
Le gusté: era femenina aunque feminista. Nos fuimos a pasear por París, ya estaba anocheciendo. Paseamos a orillas del Sena, fumamos, hablamos, de todo, de nada, de la vida. No es importante lo que nos dijimos. Lo importante es el tiempo. El tiempo que se paró, ese día, para nosotros. El tiempo que nos hizo la reverencia de olvidarse de nosotros, inclinándose delante del milagro de un encuentro, de dos corazones que se unen y que, en sólo un instante, sienten el poder de la eternidad y de estar comprendiéndose en silencio.
Bastaba un pestañeo o una sonrisa para que mi corazón se sobresaltara. Bastaba una mirada. Era evidente. Había pasado algo entre nosotros, algo único y loco, como un arrebato. Todos mis deseos y todos mis fantasmas se cristalizaban en él. Era su sierva, su esclava. Daba las gracias al dios Amor. No vivía más que para él.
Fue después de nuestro encuentro, en Italia, tierra bendita de nuestro amor.
Estaba pegada a él, bajo el cielo del primer día, la luna estaba en el sol, y el sol acariciaba a la luna, ese día había un eclipse, el único eclipse de nuestra historia. Venecia, el hotelito, por la noche, delante del agua, uno junto al otro… La luna, todavía, reflejada en el mar adormecido. Las miradas se deslizaban como las góndolas. Y luego Florencia, en el Ponte Vecchio, solos en el mundo.
La campiña toscana, la granja al final del camino… Él describió el paisaje con elocuencia, todos los matices del verde, y veía el mundo a través de sus ojos. En la noche, los árboles eran como la seda y había millones de estrellas. Livorno en la bruma del alba. El barco que nos llevó a Cerdeña, el baile de un pueblo en el que me invitó a bailar, el Macalan[1] cerca de la piscina, nuestras promesas, nuestras sonrisas, y la elocuencia de nuestros cuerpos silenciosos… Nuestras mañanas, el café y la alegría de decirse sencillamente buenos días, adiós. Y luego Roma, la Piazza di Spagna, el murete en el que me estiré. A la derecha, la tierra firme, y a la izquierda, el abismo.
Aquel momento en que, en una habitación de hotel, a la hora en que otros se estaban despertando, me dijo “te amo” por primera vez. Éramos muy felices. Me abandonaba en sus brazos.
Era la novia enamorada que saboreaba el alba, con un velo de oro y de bronce en los ojos, y podía saborear la esencia del día, veía más allá del azur, en el sueño del profundo verano.
Cuando salía de la habitación, él me seguía con la mirada. Yo me daba baños, me untaba el cuerpo con aceites y perfumes, me maquillaba. Esperaba con el corazón palpitante. El timbre del teléfono o de la puerta, el ruido de sus pasos, la deliciosa tormenta al verlo acercarse, el fulgor de las primeras emociones…
Capítulo 3
Había leído Belle du Seigneur. Me sabía algunos pasajes de memoria. El momento en que Solal llega a caballo para seducir a Ariane. Los baños de Ariane. Los momentos en que se aman como locos, aquél en el que se va solo por la noche para que ella lo desee aún más. Las uvas, los vestidos, los besos. El discurso del seductor, la gran marcha del amor, toda la mitología. Y luego la partida a Niza. La decrepitud, la decadencia terrible de la pasión. El fin del amor.
De hecho, el fin del amor es algo distinto. Se nos esconde todo, no se nos dice nada. Se exhibe a los querubines en su chaquetita rosa, con el culo al aire desenrollando el papel de váter. Se nos hace creer que todo es maravilloso. En realidad, la literatura nos ha engañado, e incluso Albert Cohen nos despistó al no querer enfrentarse a la realidad: el amor no es el primer pestañeo, el amor tampoco son las vacaciones bajo el cieloen Italia, ni el aburrimiento que acecha a los habitantes del chalé de Niza, el amor es lo que viene después.
Nos amábamos, estábamos enamorados y solos en el mundo. Y luego llegó la criatura. Y fue ahí, en ese preciso instante, cuando empezó nuestra historia. Antes no era más que balbuceos y grandes esperanzas.
No teníamos motivos para tener hijos. Éramos jóvenes, felices, y estábamos enamorados. No era una necesidad social. No era una evidencia. No era una evolución natural de nuestra relación, no era bajo presión, no era un proyecto.
¿Qué nos pasó ese día? ¿Acaso fue el hecho de encontrarnos con aquel niño por las calles perdidas de La Habana? ¿Una respuesta a la absurdidad de la vida? ¿Pero de dónde viene esa locura de que la gente tenga hijos con tanta arrogancia? ¿Pero qué se creen? ¿Acaso saben lo que están haciendo, son realmente conscientes de lo que supone? No. De hecho, aquí nadie ha entendido nada. Como el burgués gentilhombre[2], hacen metafísica pero no lo saben. Hacen el acto más común y más increíble, que consiste en reproducir a la humanidad al hacerse cargo de un cachorro humano. Al ser responsables de otro cuando no lo son ni de sí mismos. Es vertiginosamente banal. Ocupan el lugar de Dios de una forma totalmente inocente.
Tras madurarlo, anoté en mi libreta cuatro buenas razones para tener un hijo:
Razón n° 1: nos queremos.
Razón n° 2: hemos viajado a todos los países alcanzables.
La razón n° 2 viene a ser lo que llamamos: la Amenaza del Aburrimiento.
Razón n° 3: ya tengo más de 30 años y al acercarme a los 40 he tenido miedo de hacerme vieja. Es la última línea recta.
La razón n° 3 viene a ser: el Miedo a la Muerte.
Resumiendo: ¿por qué tenemos hijos?
Por Amor, por Aburrimiento y por Miedo a la Muerte. Los tres componentes esenciales de la vida.
Tener un hijo está a nuestro alcance y sin embargo pocos futuros padres conocen la verdad: que es el fin de la vida.
Capítulo 4
Antes. Tengo 33 años, el pelo largo y cuidado, alisado y marcado. Voy maquillada, bien vestida y perfumada. Soy intensa, romántica, intelectual, apasionada.
Después. No tengo edad, se me cae el pelo, tengo la mirada perdida, no veo nada pues el juego favorito del bebé es cogerme las gafas; ando descalza, llevo camisetas sucias y lo único que quiero es dormir. Soy cínica, estoy desesperada, soy idiota y, a veces, mala. Soy ama de casa. Soy esposa. Soy madre.
Tengo una hermana, Katia, que es cinco años mayor que yo y con la que no me entiendo demasiado bien, un padre al que nunca veo desde que dejó a mi madre, y una madre que me acosa por teléfono desde que la filtro gracias a la identificación de llamada. Mis padres se divorciaron cuando yo tenía cuatro años, y mi hermana y yo vivimos con mi madre, a mi padre lo veíamos cada dos fines de semanas y en vacaciones, y luego cada vez menos. Es un seductor con mirada sombría y se pasa la vida en el sur de Francia con amantes que rejuvenecen a medida que él envejece.