Tiempos interesantes (Mundodisco, #17) – Terry Pratchett

… surco. Sí, surco, pensó, con la tranquilidad que muestran quienes acaban de sufrir una conmoción leve. Rodeado de gente tumbada y gimiendo.

Y sin embargo, tenían aspecto de ser gente que, en cuanto dejaran de arrastrarse y gemir, iban a desenvainar las espadas que llevaban encima y a concentrar su atención en los trozos serios.

Se puso de pie, tambaleándose un poco. No parecía haber ninguna parte adonde huir. Solamente había un yermo amplio, nevado y bordeado de montañas.

Los soldados tenían ciertamente un aspecto mucho más consciente. Rincewind suspiró. Hacía unas horas se encontraba sentado en una cálida playa y unas hermosas jóvenes estaban a punto de ofrecerle patatas[13], y ahora estaba aquí, en una llanura helada y azotada por el viento con un montón de hombres corpulentos a punto de ofrecerle violencia.

Vio que le salía humo de las suelas de los zapatos.

Y luego alguien dijo:

—¡Eh! Tú eres aquel, ¿no…? Tú eres… tú eres… ¿cómo se llamaba…? Rincewind, ¿no?

Rincewind se volvió.

Detrás de él había un hombre muy anciano. A pesar del viento feroz no llevaba nada más que un taparrabos de cuero y una barba mugrienta y tan larga que en realidad el taparrabos era innecesario, por lo menos desde el punto de vista de la decencia. Tenía las piernas azules del frío y la nariz roja del viento, lo cual le daba en general un aire bastante patriótico si uno era del país adecuado. Llevaba un parche en un ojo, pero resultaban bastante más notables sus dientes. Brillaban.

—¡No te quedes ahí pasmado como un pasmarote! ¡Sácame estas cosas de encima!

Llevaba unos gruesos grilletes en los tobillos y las muñecas. Una cadena lo unía a un grupo de hombres vestidos más o menos igual que estaban apelotonados formando un corro y miraban a Rincewind con cara de terror.

—Je! Se creen que eres un demonio o algo así —el anciano soltó una risita socarrona—, ¡pero yo reconozco a un mago en cuanto lo veo! Ese hijo puta de ahí tiene las llaves. Ve y dale una buena patada, anda.

Rincewind dio unos pasos vacilantes hacia un guardia yacente y le arrancó algo del cinturón.

—Muy bien —dijo el anciano—. Ahora tráelas aquí. Y quita de en medio.

—¿Por qué?

—Porque si no te vas a poner perdido de sangre.

—¡Pero si no está usted armado y solamente es uno y ellos tienen unas espadas enormes y son cinco!

—Ya lo sé —dijo el anciano, enrollándose la cadena alrededor de uno de los puños en actitud profesional—. Es injusto, pero no tengo todo el día. Sonrió.

Hubo un resplandor de piedras preciosas bajo la luz matinal. Todos los dientes del hombre eran diamantes. Y Rincewind solamente conocía a un hombre que tuviera agallas para llevar dientes de troll.

—¿Aquí? ¿Cohen el Bárbaro?

—¡Shhh! ¡Estoy de incósnito! Ahora quita de en medio, te digo. —Los dientes centellearon en dirección a los guardias, que ahora estaban verticales—. Vamos, rapaces. Mira que sois cinco. Y yo soy un viejo. Na, ña, me duele la pierna, etcétera…

Hay que decir en su beneficio que los guardias vacilaron. Y probablemente no fue, a juzgar por sus caras, porque hubiera nada reprobable en el hecho de que cinco hombres corpulentos y fuertemente armados atacaran a un frágil ancianito. Podía ser porque había algo extraño en un frágil ancianito que no deja de sonreír ante la inminencia de una aniquilación obvia.

—Oh, vamos —dijo Cohen. Los hombres se acercaron lentamente, todos ellos esperando a que fuera otro el que hiciera el primer movimiento.

Cohen dio unos pasos adelante, agitando los brazos en gesto cansino.

—Oh, no —dijo—. Me da vergüenza, en serio os lo digo. Esta no es forma de atacar a nadie, ahí pululando como un montón de nenazas. Cuando se ataca a alguien, lo más importante de todo es el factor… sorpresa…

Diez segundos más tarde se volvió hacia Rincewind.

—Muy bien, señor mago. Ya puedes abrir los ojos.

Un guardia colgaba cabeza abajo de un árbol, a otro solamente le sobresalían los pies de un montón de nieve, otros dos estaban desplomados sobre unas rocas y otro estaba… bueno, un poco por todas partes. Aquí y allí. Ciertamente disperso.

Cohen se chupó la muñeca con cara pensativa.

—Me parece que ese de ahí ha estado a punto de pillarme —dijo—. Me debo de estar haciendo viejo.

—¿Por qué estás aq…? —Rincewind hizo una pausa. Un elemento de curiosidad venció al otro—. ¿Qué edad tienes exactamente?

—¿Todavía estamos en el Siglo del Murciélago Frugívoro?

—Sí.

—Oh, no lo sé. ¿Noventa? Podría ser noventa. ¿Lo mismo noventa y cinco? —Cohen recogió las llaves de la nieve y fue tranquilamente hasta el grupo de hombres, que se encogieron un poco más. Abrió los grilletes del primero y le dio las llaves al aterrado prisionero.

—Largaos de aquí, coño —dijo no sin amabilidad—. Y que no os pillen otra vez.

Volvió a donde estaba Rincewind.

—¿Y qué te trae a este vertedero?

—Pues…

—Qué interesante —dijo Cohen, y eso fue todo—. Pero no me puedo quedar todo el día de cháchara, tengo cosas que hacer. ¿Te vienes o qué?

—¿Qué?

—Como quieras. —Cohen se anudó la cadena en la cintura a modo de cinturón improvisado y se pasó dos espadas por debajo de la misma—. Por cierto, ¿qué has hecho con el Perro Ladrador?

—¿Qué perro?

—Supongo que da igual.

Rincewind echó a corretear detrás de la figura que se alejaba. No es que se sintiera a salvo cuando estaba con Cohen el Bárbaro. Nadie estaba a salvo con Cohen el Bárbaro. Algo parecía haber salido mal en su proceso de envejecimiento. Cohen siempre había sido un héroe bárbaro porque el heroísmo bárbaro era lo único que sabía hacer. Y mientras envejecía era como si cada vez se pusiera más duro, como los robles.

Pero era una figura conocida y por tanto reconfortante. Simplemente no estaba en el lugar adecuado.

—No había futuro allí en las Montañas del Carnero —dijo Cohen mientras avanzaba pesadamente por la nieve—. Vallas y granjas, vallas y granjas por todos lados. Hoy día matas a un dragón y la gente viene y se te queja. ¿Y sabes qué? ¿Sabes qué pasó?

—No. ¿Qué pasó?

—Que vino un hombre y me dijo que mis dientes eran ofensivos para los trolls. ¿Qué te parece?

—Bueno, es que están hechos de…

—Le dije que a mí no se me había quejado ningún troll.

—¿Pero alguna vez les diste la op…?

—Le dije, yo veo a un troll en las montañas con un collar de cráneos humanos y le deseo buena suerte. A tomar por saco la Liga Antidifamación del Silicio. Y en todas partes estamos igual. Así que se me ocurrió probar suerte al otro lado del casquete de hielo.

—¿Y no es peligroso cruzar el Eje? —preguntó Rincewind.

—Antes sí —dijo Cohen, con una sonrisa horrible.

—¿Quieres decir hasta que te fuiste?

—Mismamente. ¿Todavía tienes esa caja con piernas?

—A ratos. Viene y va, ya sabes.

Cohen soltó una risita.

—Un día le arrancaré la puñetera tapa, fíjate en lo que te digo. Ah, caballos.

Había cinco, con aspecto deprimido y de pie en una pequeña depresión.

Rincewind volvió la mirada hacia los prisioneros liberados, que parecían pulular sin rumbo.

—No nos llevamos los cinco caballos, ¿verdad? —dijo.

—Claro. Los podemos necesitar.

—Pero… uno para mí y otro para ti… ¿Y el resto para qué?

—Comida, cena y desayuno.

—Es un poco… injusto, ¿no? Esta gente parece un poco… confusa.

Cohen sopló el soplido burlón de un hombre que nunca ha estado realmente aprisionado, ni siquiera cuando lo han encerrado.

—Yo los he liberado —dijo—. Es la primera vez que son libres. Supongo que debe de ser un poco raro. Están esperando a que alguien les diga qué tienen que hacer ahora.

—Esto…

—Si quieres, puedo decirles que se mueran de hambre.

—Esto…

—Oh, de acuerdo. ¡Eh, vosotros! ¡Venid aquí tut suit chop chop! ¡A formarrr, ar!

El pequeño grupo corrió a donde estaba Cohen y permaneció expectante detrás de su caballo.

—Ya te digo, no me arrepiento, ¿eh? Esta es la tierra de las oportunidades —dijo Cohen, poniendo el caballo al trote. Los avergonzados hombres libres echaron a correr detrás—. ¿Y sabes qué? Las espadas están prohibidas. Solamente pueden llevar armas el ejército, los nobles y la Guardia Imperial. ¡Yo es que no me lo creía! Pero es verdad de la buena. Las espadas están proscritas, o sea que solamente los proscritos tienen espadas. Y eso —dijo Cohen, dedicándole otra sonrisa reluciente al paisaje— a mí me va muy bien.

—Pero… estabas encadenado —aventuró Rincewind.

—Me alegra que me lo recuerdes —dijo Cohen—. Sí. Encontremos al resto de los muchachos y luego mejor será que vayamos a por los que lo hicieron y tengamos una pequeña charla con ellos.

El tono de su voz sugería con claridad que era muy probable que los culpables de aquello acabaran diciendo: «¡Intensamente divertido!» y «¡Tu mujer es un hipopótamo enorme!».

—¿Los muchachos?

—Ser un bárbaro solitario no tiene futuro —dijo Cohen—. Me he pillado a unos… Bueno, ya lo verás.

Rincewind se volvió para mirar al grupo que los seguía, luego en dirección a la nieve, y luego hacia Cohen.

—Esto… ¿sabes dónde está Hunghung?

—Sí. Es la ciudad que manda. Estamos de camino. Más o menos. Ahora está asediada.

—¿Asediada? ¿Te refieres a… montones de ejércitos alrededor, todo el mundo comiendo ratas dentro y esas cosas?

—Sí, pero este es el Continente Contrapeso, ¿sabes?, así que es un asedio educado. Bueno, yo lo llamo asedio… El viejo emperador se está muriendo, así que las grandes familias están esperando para entrar. Es como funciona por aquí. Hay cinco peces gordos distintos y están todos vigilándose entre ellos y nadie va a ser el primero en mover ficha. Hay que pensar de reojo para entender cualquier cosa por aquí.

—¿Cohen?

—¿Sí, chico?

—¿Qué demonios está pasando?

Lord Hong estaba contemplando la ceremonia del té. Tardaba tres horas, pero es que una buena tacita no se podía tomar con prisas.

También estaba jugando al ajedrez, contra sí mismo. Era la única manera de encontrar a un oponente de su calibre, pero en el momento presente la partida estaba en un punto muerto porque ambos bandos estaban adoptando una estrategia defensiva que era, había que reconocerlo, brillante.

A veces lord Hong deseaba poder tener un enemigo tan listo como él. O bien, puesto que lord Hong era realmente listo, a veces deseaba un enemigo casi tan listo como él, quizá dado a ataques de genialidad estratégica pero que cometiera de todos modos un error fatal a veces. Pero resultaba que la gente era muy estúpida. Casi nunca preveían más de doce jugadas.

El asesinato era el pan de cada día en la corte de Hunghung. De hecho, el pan de cada día era a menudo el medio. Se trataba de un juego en el que entraba todo el mundo. No era más que otra clase de jugada. No se consideraba de buena educación asesinar al emperador, por supuesto. La jugada correcta era poner al emperador en una situación en la que uno tuviera el control. Pero las jugadas a tan alto nivel eran peligrosas. Por muy felices que estuvieran los señores de la guerra de pelearse entre ellos, sin duda se unirían en contra de cualquiera que pareciera a punto de desmarcarse. Y lord Hong había crecido como la levadura mediante la táctica de hacer creer a todo el mundo que aunque ellos eran el candidato obvio a emperador, lord Hong sería mejor que cualquiera de las alternativas.

Le divertía saber que todos pensaban que él conspiraba para hacerse con la perla imperial…

Levantó la vista del tablero y su mirada se encontró con la de una joven que estaba ocupada en la mesa del té. Ella se ruborizó y apartó la vista.

Se abrió la puerta corredera. Entró uno de sus hombres, de rodillas.

—¿Sí? —dijo lord Hong.

—Esto… Oh, señor…

Lord Hong suspiró. La gente casi nunca empezaba así cuando traía buenas noticias.

—¿Qué ha pasado? —preguntó.

—Oh, señor, ha llegado el que llaman el Gran Hechicero. A las montañas. Montado en un dragón de viento. O eso dicen —añadió a toda prisa el mensajero, consciente de las opiniones de lord Hong sobre la superstición.

—Bien. ¿Pero? Sospecho que hay un pero.

—Esto… Se ha perdido uno de los Perros Ladradores. De los nuevos. De esos que usted ordenó que había que probar. No sabemos… quiero decir que… creemos que el capitán Tres Altos Árboles ha sufrido una emboscada, tal vez… Nuestra información es un poco confusa… El, ejem, informador dice que el Gran Hechicero lo ha hecho desaparecer con su magia.—El mensajero se inclinó todavía más.

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