Tiempos interesantes (Mundodisco, #17) – Terry Pratchett

—¿Las uñas? ¿El pelo?

Rincewind tiró de la túnica de Ponder Stibbons, que parecía ligeramente más sensato que el resto.

—Esto… ¿cuál es mi próximo movimiento? —dijo.

—Ejem… uno de diez mil kilómetros, espero —dijo Ponder Stibbons.

—Pero… me refiero a… ¿me puede dar algún consejo?

Ponder se preguntó cómo explicar las cosas. Pensó: he hecho todo lo que podía con Hex, pero el asunto en sí lo va a poner en práctica un puñado de magos cuya idea del procedimiento experimental consiste en lanzar el paquete y luego sentarse y discutir sobre dónde va a aterrizar. Queremos cambiar tu posición por la de una cosa que está a diez mil kilómetros y que, diga lo que diga el archicanciller, está cruzando el espacio en una dirección muy distinta. La clave es la precisión. No sirve de nada usar ningún viejo hechizo de viaje. Se desharía por el camino, y tú también. Estoy bastante seguro de que te haremos llegar allí de una pieza o, en el peor de los casos, dos. Pero no tenemos forma de saber el peso de la cosa por la que te estamos intercambiando. Si pesa más o menos lo mismo que tú entonces todo puede salir bastante bien suponiendo que no te importe correr un poquito cuando aterrices. Pero si es mucho más pesado que tú, entonces sospecho que aparecerás por ahí viajando a una velocidad que normalmente no experimentan más que los sonámbulos de aldeas situadas al borde de acantilados en forma muy terminal.

—Esto… —dijo—. Tenga miedo. Tenga mucho miedo.

—Ah, eso —dijo Rincewind—. Ningún problema. Eso se me da bien.

—Vamos a intentar ponerlo a usted en el centro del continente, donde se cree que está Hunghung —dijo Ponder.

—¿La capital?

—Sí. Esto… —Ponder se sintió culpable—. Mire. Pase lo que pase estoy seguro de que llegará allí vivo, lo cual es más de lo que pasaría si la cosa dependiera de ellos. Y estoy bastante seguro de que acabará usted en el continente adecuado.

—Ah, qué bien.

—Venga con nosotros, señor Stibbons. Estamos todos ansiosos por saber cómo desea que hagamos esto —dijo Ridcully.

—Ah, esto, sí. Claro. Ahora usted, señor Rincewind, si quiere colocarse en el centro del octógono… gracias. Hum. Vean, caballeros, el problema que ha tenido siempre el teletransporte en largas distancias es el Principio de Incertidumbre de Heisenberg[12], dado que el objeto teletransportado, cuyo nombre viene de tele, «veo», y de transporte, «que se va», es decir, que el nombre completo significa «veo que se va», ejem, el objeto teletransportado, no importa lo grande que sea, queda reducido a una partícula táumica y es por tanto el sujeto de una dicotomía que acaba resultando fatal: puede saber lo que es o adonde va, pero no ambas cosas. Esto… la tensión que esto crea en el campo mórfico acaba por hacer que se desintegre, convirtiendo al sujeto en un objeto de forma aleatoria, esto, despachurrado por hasta once dimensiones. Pero estoy seguro de que esto lo saben todos.

Se oyó un ronquido procedente del catedrático de Estudios Indefinidos, que de pronto estaba impartiendo una clase en el aula 3B.

Rincewind estaba sonriendo. O por lo menos se le había abierto la boca y se le veían los dientes.

—Esto, perdonen —dijo—. No recuerdo que nadie mencionara nada sobre quedar despach…

—Aunque por supuesto —dijo Ponder—, el sujeto no, ejem, experimentaría realmente esto…

—Oh.

—… por lo que sabemos…

—¿Qué?

—… aunque es teóricamente posible que la psique permaneciera presente…

—¿Eh?

—… para presenciar fugazmente la descorporización explosiva.

—¿Cómo?

—Ahora bien, todos estamos familiarizados con el uso del conjuro como fulcro, esto, de forma que en realidad uno no mueve un objeto sino que simplemente intercambia la posición de dos objetos de masas similares. Es mi meta esta noche, esto, demostrar que imprimiendo exactamente el grado correcto de giro y la velocidad máxima al objeto…

—¿Yo?

—… desde el primer momento, es virtualmente seguro…

—¿Virtualmente?

—… que pueda mantenerse de una pieza a lo largo de distancias de hasta, esto, diez mil kilómetros…

—¿Hasta?

—… con más-menos diez por ciento de margen…

—¿ Más-menos?

—Así que si quieren… Perdóneme, decano, le agradecería que dejara de derramar cera… Si quieren todos ocupar las posiciones que he marcado en el suelo…

Rincewind miró con anhelo hacia la puerta. Era una distancia insignificante para un cobarde experimentado. Simplemente podía largarse de allí y ellos podían… podían…

¿Qué podían hacer? Podían simplemente quitarle el sombrero e impedirle que volviera nunca a la universidad. Ahora que lo pensaba con detenimiento, era probable que se olvidaran del asunto de los clavos si les costaba demasiado trabajo encontrarlo.

Y aquel era el problema. No estaría muerto, pero tampoco sería un mago. Y no poder pensar en sí mismo como un mago, pensó mientras los hechiceros ocupaban sus puestos arrastrando los pies y enroscaban los puños de sus bastones, era estar muerto.

El conjuro empezó.

¿Rincewind el zapatero? ¿Rincewind el mendigo? ¿Rincewind el ladrón? Casi todo lo que no fuera Rincewind el cadáver exigía un adiestramiento o unos talentos que él no tenía.

No había nada más que se le diera bien. La práctica de la magia era su único refugio. Bueno, la verdad era que la magia tampoco se le daba bien, pero por lo menos no se le daba nada bien en absoluto. Siempre tuvo la impresión de que tenía derecho a existir como mago del mismo modo que no se podían hacer matemáticas como era debido sin el número cero, que ni siquiera era un número, pero que si lo quitabas, dejaba allí un montón de números más grandes con caras de putos estúpidos. Era un pensamiento vagamente noble que le había dado calor durante aquellos despertares ocasionales a las tres de la mañana en los que evaluaba su vida y descubría que pesaba poco menos que una bocanada de hidrógeno caliente. Y probablemente sí que había salvado al mundo unas cuantas veces, pero en general había sido por accidente, mientras él estaba intentando hacer otra cosa. Así que era casi seguro que no iba a recibir puntos kármicos por ello. Probablemente solamente contaba si uno empezaba pensando en voz alta: «¡Voto a Bríos, hoy es un día estupendo para salvar el mundo y no se hable más!», en lugar de «¡Oh, mierda, esta vez voy a morir de verdad!».

El conjuro seguía su curso.

No parecía que estuviera yendo muy bien.

—Vamos, muchachos —dijo Ridcully—. ¡Ponedle un poco de energía!

—¿Está usted seguro… de que es… algo pequeño? —preguntó el decano, que había empezado a sudar.

—Parece una… carretilla… —murmuró el conferenciante de Runas Recientes.

El nudo de la punta del bastón de Ridcully empezó a humear.

—¡Pero mirad la cantidad de magia que estoy usando! —exclamó—. ¿Qué ocurre, señor Stibbons?

—Esto… Por supuesto, tamaño no es lo mismo que masa…

Y luego, del mismo modo que puede hacer falta un esfuerzo considerable para empujar una puerta encallada y ningún esfuerzo en absoluto para caer de bruces al otro lado, el conjuro hizo efecto.

Más tarde, Ponder confiaría en que lo que había visto no fuera más que una ilusión óptica. Estaba claro que nadie se estiraba habitualmente hasta los cuatro metros y luego volvía tan de golpe a su tamaño normal que las botas le acababan debajo de la barbilla.

Hubo un breve grito de «Ooooooooohhhhmieeee…» que terminó de repente, y casi mejor que fuera así.

Lo primero que golpeó a Rincewind cuando apareció en el Continente Contrapeso fue una sensación de frío.

Las siguientes cosas, en el orden del sentido del viaje, fueron: un hombre sorprendido con una espada, otro hombre con una espada, un tercer hombre que acababa de arrojar su espada y estaba intentando escapar, dos hombres más que estaban menos alerta y ni siquiera le vieron, un arbolito, unos cincuenta metros de maleza raquítica, un montón de nieve arrastrada por la ventisca, un montón más grande de nieve, unas cuantas rocas y un último montón de nieve que casi acabó de detenerle.

Ridcully miró a Ponder Stibbons.

—Bueno, ya se ha ido —dijo—. ¿Pero no se supone que tenemos que recibir algo a cambio?

—No estoy seguro de que el tiempo de tránsito sea instantáneo —dijo Ponder.

—¿Hay que dejar un margen de tiempo de vuelo por las dimensiones ocultas?

—Algo así. De acuerdo con Hex, podríamos tener que esperar varios…

Algo apareció haciendo «pop» en el octógono, exactamente donde había estado Rincewind, y rodó unos pocos centímetros.

Por lo menos tenía cuatro ruedecitas como las que iban debajo de una carretilla. Pero no eran unas ruedas eficientes, sino meros discos como los que se pondría a algo pesado para las raras ocasiones en que hubiera que moverlo.

Por encima de las ruedas las cosas se ponían mucho más interesantes.

Había un largo cilindro redondo, como un barril puesto de lado. En su construcción se había invertido una cantidad considerable de esfuerzo. Y se habían empleado grandes cantidades de metal para que pareciera un perro gordo y enorme con la boca abierta. Otro detalle menor era un trozo de cordel que humeaba y chisporroteaba porque estaba ardiendo.

La cosa no hizo nada peligroso. Se limitó a quedarse donde estaba, mientras el cordel en llamas se iba acortando.

Los magos se congregaron alrededor.

—Parece muy pesado —dijo el conferenciante de Runas Recientes.

—Una estatua de un perro con una bocaza —dijo el catedrático de Estudios Indefinidos—. Qué aburrido.

—Y parece un poco faldero —dijo Ridcully.

—Está muy trabajado —dijo el decano—. No me imagino por qué le iban a pegar fuego.

Ridcully metió la cabeza en el ancho tubo.

—Dentro hay una bola enorme y redonda de alguna clase —dijo, y su voz hizo eco—. Que alguien me pase un bastón o algo. Voy a ver si la puedo sacar.

Ponder estaba mirando el cordel chispeante.

—Ejem —dijo—. Yo… Esto… Creo que deberíamos apartarnos todos de esa cosa, archicanciller. Esto… Tendríamos que apartarnos todos, sí, apártese un poquito. Ejem.

—Ja, ¿conque sí? Menudo investigador —dijo Ridcully—. No te importa trastear con ruedas dentadas y hormigas pero cuando se trata de intentar averiguar cómo funcionan realmente las cosas y…

—Ensuciarse las manos —dijo el conferenciante de Runas Recientes.

—Sí, ensuciarte las manos, te vuelves todo tímido.

—No es eso, archicanciller —dijo Ponder—. Es que creo que puede ser peligroso.

—Creo que la estoy moviendo un poco —dijo Ridcully, hurgando en las profundidades del tubo—. Vamos, señores, inclinen un poco esta cosa…

Ponder retrocedió unos pasos más.

—Esto… De verdad que no pienso que… —empezó a decir.

—Conque no piensas, ¿eh? ¿Te haces llamar mago y no piensas? ¡Demonios! ¡Ahora se me ha quedado encallado el bastón! Eso me pasa por escucharte cuando deberías estar prestándome atención, Stibbons.

Ponder oyó un estrépito tras su espalda. El Bibliotecario, que tenía instinto animal para el peligro e instinto humano para los problemas, acababa de volcar una mesa y estaba mirando por encima del borde con un caldero en la cabeza, el asa por debajo de la barbilla a modo de correa.

—Archicanciller, de verdad pienso que…

—Ah, ¿conque piensas? ¿Quién te ha dicho que tu trabajo es pensar? ¡Au, ahora me he pillado los dedos, muchísimas gracias!

Ponder reunió el valor necesario para decir:

—Creo… que tal vez podría ser alguna clase de artefacto pirotécnico, señor.

Los magos dirigieron su atención al cordel chispeante.

—¿Cómo…? ¿Luces de colores, estrellas, cosas de esas…? —preguntó Ridcully.

—Tal vez, señor.

—Debían de estar preparando un espectáculo del demonio. Al parecer en el Imperio les gustan mucho los petardos —Ridcully habló en el tono de un hombre en quien está empezando a calar la idea de que tal vez acaba de hacer algo muy estúpido.

—¿Quiere que apague la mecha, señor? —preguntó Ponder.

—Sí, hijo, ¿por qué no? Buena idea. Bien pensado: sí señor.

Ponder dio un paso adelante y pellizcó la mecha.

—Espero que no hayamos estropeado nada —dijo.

Rincewind abrió los ojos.

Aquello no eran sábanas limpias. El sitio era blanco y frío, pero le faltaba sabanidad básica. Lo compensaba con grandes cantidades de nievismo.

Y un surco. Un surco largo de verdad.

Veamos… Recordaba la sensación de movimiento. Y recordaba vagamente algo pequeño pero de aspecto increíblemente pesado que pasaba rugiendo en dirección contraria. Y después allí estaba él, moviéndose tan deprisa que sus pies habían dejado aquel…

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