Tiempos interesantes (Mundodisco, #17) – Terry Pratchett

Unos pasos suaves se detuvieron tras su espalda. Se dio la vuelta.

—Ábrete.

El Equipaje levantó obedientemente la tapa. En teoría tendría que haber estado lleno de tiburón. En la práctica estaba medio lleno de cocos. Rincewind los fue dejando en el suelo y metió dentro el resto de la ropa.

—Ciérrate.

La tapa se cerró con un golpe.

—Ahora baja a la cocina y consígueme algunas patatas.

El baúl hizo un complejo giro de ciento ochenta grados con sus muchas piernas y se alejó al trote. Rincewind salió tras él y se dirigió al estudio del archicanciller. Tras de sí todavía podía oír la discusión de los magos.

Se había ido familiarizando con aquel estudio a lo largo de sus años en la Universidad Invisible. Por lo general acudía allí para responder preguntas difíciles, del tipo: «¿Cómo puede nadie sacar una nota negativa en Ignición Básica?». Había pasado mucho tiempo mirando el mobiliario mientras la gente lo arengaba.

Allí también había habido cambios. Habían desaparecido los alambiques y los botellones burbujeantes que constituían el atrezo tradicional de la magia. El estudio de Ridcully estaba dominado por una mesa grande de billar sobre la que había ido amontonando papeles hasta que no quedó espacio para ninguno más y no se veía nada del fieltro verde. Ridcully daba por sentado que nada que la gente tuviera tiempo para apuntar podía ser importante.

Las cabezas disecadas de una serie de animales sorprendidos lo miraban desde arriba. De las astas de un ciervo colgaban un par de botas corroídas que Ridcully había ganado de joven cuando fue campeón de remo en la universidad[10].

En una esquina de la sala había una maqueta en gran tamaño del Mundodisco apoyado en cuatro elefantes de madera. Rincewind la conocía bien. Todos los estudiantes la conocían…

El Continente Contrapeso era una mancha. Era una mancha con forma: con una forma de coma no muy hospitalaria. Los marineros habían traído noticias de allí. Decían que por uno de sus lados daba a una serie de islas de gran tamaño que se desplegaban alrededor del Disco hasta la isla todavía más misteriosa de Bhangbhangduc y el continente completamente mítico conocido únicamente en los mapas como «XXXX».

No es que muchos marineros se acercaran al Continente Contrapeso. Se sabía que el Imperio Ágata toleraba un tráfico muy pequeño de contrabando. Presumiblemente en Ankh-Morpork había cosas que les interesaban. Pero nada era oficial. Los barcos podían regresar cargados de seda y de maderas exóticas, y últimamente con algunos refugiados de mirada desesperada, o bien podían regresar con el capitán remachado cabeza abajo en el mástil, o simplemente no regresar.

Rincewind había estado casi en todas partes, pero el Continente Contrapeso era una tierra ignota, también conocida como terror incognita. No se imaginaba para qué demonios iban a querer a ningún mago.

Rincewind suspiró. Sabía lo que le tocaba hacer ahora.

Ni siquiera tenía que esperar a que el Equipaje regresara de su periplo a las cocinas, y los ruidos de gritos y de algo recibiendo repetidos golpes de una gran cacerola para confituras sugerían que estaba cumpliendo con su encargo.

Simplemente tenía que reunir lo que pudiera cargar y largarse de allí con viento fresco. Iba a…

—Ah, Rincewind —dijo el archicanciller, que caminaba de forma asombrosamente silenciosa para ser un hombre tan corpulento—. Veo que ya tiene ganas de partir.

—Ciertamente —dijo Rincewind—. Oh, sí. Muchas ganas.

El Ejército Rojo estaba reunido en sesión secreta. Iniciaron la reunión cantando canciones revolucionarias, y como la desobediencia a la autoridad no era algo que le saliera natural al temperamento agateo, sus canciones tenían títulos como «Progreso Constante y Desobediencia Limitada Mientras Observamos unos Buenos Modales Correctamente Formulados».

Después llegó la hora de las noticias.

—El Gran Hechicero va a venir. Hemos enviado el mensaje corriendo un grave peligro personal.

—¿Cómo nos enteraremos de su llegada?

—Si es el Gran Hechicero, nos enteraremos. Y luego…

—¡Derrotaremos con Delicadeza a las Fuerzas de la Represión! —gritaron a coro.

Dos Fuego Hierba miró al resto de la unidad.

—Exacto —dijo—. Y luego, camaradas, tenemos que golpear en el mismo corazón de la podredumbre. ¡Tenemos que asaltar el Palacio de Invierno!

El grupo guardó silencio. Luego alguien dijo:

—Perdona, Dos Fuego Hierba, pero estamos en junio.

—¡Entonces podemos asaltar el Palacio de Verano!

Una sesión similar, aunque sin cánticos y con unos participantes bastante mayores, estaba teniendo lugar en la Universidad Invisible, aunque un miembro del Consejo Universitario se había negado a bajar de la lámpara de araña. Aquello resultaba una molestia considerable para el Bibliotecario, que era quien solía ocuparla.

—Muy bien, si no confían ustedes en mis cálculos, ¿cuáles son entonces las alternativas? —preguntó Ponder Stibbons en tono acalorado

—¿Ir en barco? —sugirió el catedrático de Estudios Indefinidos.

—Se hunden —dijo Rincewind.

—Podemos hacerte llegar en un periquete —dijo el prefecto mayor—. Al fin y al cabo somos magos. Podemos proporcionarte una bolsa de vientos para ti solo.

—Ah. Eso es un trabajo para el decano —dijo Ridcully en tono agradable.

—Lo he oído —dijo una voz desde lo alto.

—Por tierra —dijo el conferenciante de Runas Recientes—. ¿Subiendo y rodeando el Eje? Es hielo durante prácticamente todo el camino.

—No —dijo Rincewind.

—Pero no se puede hundir uno en el hielo.

—No. Uno se resbala primero y luego se hunde y luego el hielo le golpea en la cabeza. Sin contar a las ballenas asesinas. Y unas focas enormes com lof diemtef afí.

—Esto es descabellado, lo sé —dijo el tesorero en tono jovial.

—¿El qué? —preguntó el conferenciante de Runas Recientes.

—Esta parte de la cabeza donde se me está cayendo el pelo.

Hubo un breve silencio avergonzado.

—Por todos los dioses, ¿ya es tan tarde? —dijo el archicanciller, sacándose el reloj del bolsillo—. Ah, pues sí. Tienes el frasco en tu bolsillo izquierdo, amigo. Tómate tres.

—No, la magia es la única forma —dijo Ponder Stibbons—, Funcionó cuando lo trajimos aquí, ¿no?

—Oh, sí-dijo Rincewind—. ¿Quieren enviarme a miles de kilómetros con los pantalones en llamas y sin saber siquiera en dónde voy a aterrizar? Sí, claro, eso es ideal, claro.

—Bien —dijo Ridcully, un hombre impermeable al sarcasmo—. Es un continente grande. No podemos errar el tiro ni siquiera con los precisos cálculos del señor Stibbons.

—Supongan que termino incrustado dentro de una montaña —dijo Rincewind.

—No es posible. Al hacer el hechizo la roca será transportada aquí-dijo Ponder, a quien no le había gustado la bromita sobre sus matemáticas.

—Así que seguiré incrustado dentro de una montaña pero en un agujero con mi forma —dijo Rincewind—. Genial. Un fósil instantáneo.

—No te preocupes —dijo Ridcully—. No es más que cuestión de… como se diga, ya sabes, todo ese rollo de que tres ángulos rectos forman un triángulo…

—¿Es posible que esté hablando de la geometría? —preguntó Rincewind, mirando la puerta de reojo.

—Una cosa de esas, sí. Y llevarás contigo tu asombroso artículo de Equipaje. Vaya, que será como unas vacaciones. Será fácil. Lo más probable es que solamente quieran… quieran… preguntarte alguna cosa o algo así. Y tengo entendido que se te dan muy bien los idiomas, así que no hay problema por ahí[11].

probablemente no te lleve más que dos horas. ¿Por qué murmuras «ja» todo el tiempo?

—¿Estaba haciéndolo?

—Y todo el mundo se sentirá muy agradecido si vuelves.

Rincewind miró al consejo que estaba a su alrededor y, en un caso, arriba.

¿Cómo voy a volver? —dijo.

—Igual que te marchas. Te encontraremos y te sacaremos de allí. Con precisión quirúrgica.

Rincewind gimió. Sabía lo que se entendía en Ankh-Morpork por precisión quirúrgica. Quería decir «con cinco centímetros de margen como mucho, con el acompañamiento de un montón de gritos, y luego te echan alquitrán caliente justo donde tenías la pierna».

Pero… si uno dejaba de lado por un momento la certeza de que definitivamente algo iba a salir horriblemente mal, aquello parecía hecho a prueba de tontos. El problema era que los magos eran unos tontos muy ingeniosos.

—¿Y luego me devolverán mi antiguo trabajo?

—Ciertamente.

—¿Y podré llamarme oficialmente hechicero?

—Por supuesto. En cualquiera de sus variantes ortográficas.

—¿Y nunca más tendré que ir a ninguna parte mientras viva?

—Muy bien. Si quieres, incluso te prohibiremos que salgas del recinto.

—¿Y un sombrero nuevo?

—¿Qué?

—Un sombrero nuevo. Este ya está casi para tirar.

—Dos sombreros nuevos.

—¿Con lentejuelas?

—Claro que sí. Y esas cosas, ya sabes, esas cosas que son como las cositas de las lámparas de araña. Muchas de esas colgando del ala. Tantas como quieras. Y escribiremos Ecicero sin dejar ninguna hache.

Rincewind suspiró.

—Venga, de acuerdo. Lo haré.

La genialidad de Ponder se quedaba un poco acartonada cuando se trataba de explicar cosas a la gente. Y ese era el caso en aquel momento, mientras los magos se congregaban para lanzar un hechizo de los gordos.

—Sí, pero fíjese, archicanciller, lo estamos mandando al lado opuesto del Disco, ¿sabe…?

Ridcully suspiró:

—El Disco gira, ¿no es verdad? —dijo—. Todos vamos en la misma dirección. Es una cuestión de sentido común. Si la gente fuera al revés solamente porque están en el Continente Contrapeso nos chocaríamos con ellos una vez al año. Quiero decir, dos veces.

—Sí, sí, están girando en la misma dirección, claro, pero el sentido del movimiento es totalmente opuesto. O sea —dijo Ponder, cayendo en la lógica sin darse cuenta—, tiene que pensar en vectores… tiene… tiene que preguntarse: ¿en qué dirección irían si el Disco no estuviera?

Los magos se le quedaron mirando.

—Hacia abajo —dijo Ridcully.

—No, no, no, archicanciller —dijo Ponder—. No se irían hacia abajo porque no habría nada que tirara de ellos hacia abajo, simplemente…

—No hace falta que nada tire de ti hacia abajo. Abajo es donde uno va si no hay nada que lo aguante.

—¡Seguirían yendo en la misma dirección! —gritó Ponder.

—Exacto. Dando vueltas y vueltas —dijo Ridcully. Se frotó las manos—. Tienes que mantener la calma si quieres ser un mago, chico. ¿Cómo va todo, Runas?

—Veo… veo algo —dijo el conferenciante de Runas Recientes, atisbando en la bola de cristal—. Hay un buen montón de interferencias…

Los magos se agolparon a su alrededor. El cristal estaba lleno de motas blancas. En medio de la neblina se distinguían apenas algunas formas borrosas. Algunas podrían ser humanas.

—Un lugar muy pacífico, el Imperio Ágata —dijo Ridcully—. Muy plácido. Muy culto. Le dan una gran importancia a la urbanidad.

—Bueno, sí —dijo el conferenciante de Runas Recientes—. He oído que es porque a la gente que no es tranquila y plácida les cortan trozos serios del cuerpo, ¿no? ¡Tengo entendido que el Imperio tiene un gobierno tiránico y represivo!

—¿Qué forma de gobierno es esa? —preguntó Ponder Stibbons.

—Una tautología —dijo el decano desde lo alto.

—¿Cómo de serios son esos trozos del cuerpo? —dijo Rincewind. Nadie le hizo caso.

—He oído que el oro es muy común allí —dijo el decano—. Que está tirado por el suelo como las piedras, dicen. Rincewind podría traerse un saco de vuelta.

—Prefiero traer todos mis trozos —dijo Rincewind.

Después de todo, pensó, no soy más que el que va a acabar en medio de todo. Así que, por favor, que nadie se moleste en escucharme.

—¿No puedes evitar que se vea tan borroso? —preguntó el archicanciller.

—Lo siento, archicanciller…

—¿Y esos trozos… son trozos grandes o pequeños? —preguntó Rincewind, sin que nadie lo oyera.

—Tú encuéntranos un espacio abierto con algo que sea más o menos del tamaño y el peso adecuados.

—Es muy difícil…

—¿Trozos muy serios? ¿Estamos hablando de brazos y piernas?

—Dicen que es muy aburrido. Su peor maldición, por lo visto, es «Ojalá vivas en tiempos interesantes».

—Hay algo… está muy borroso. Parece una carretilla o algo así. Creo que bastante pequeña.

—¿… O dedos de los pies, orejas y esas cosas?

—Bien, empecemos —dijo Ridcully.

—Esto… creo que iría bien que él fuera un poco más pesado que la cosa que estamos trasladando aquí —dijo Ponder—. Así no llegará a demasiada velocidad. Creo…

—Sí, sí, muchas gracias, señor Stibbons, ahora entre en el círculo y enséñenos cómo saca chispas ese bastón de mago. Eso mismo.

Autore(a)s: