Tiempos interesantes (Mundodisco, #17) – Terry Pratchett

Pero muchos componentes del artefacto simplemente se habían… acumulado, como el acuario y los sonajeros, que ahora parecían esenciales. Un ratón había hecho su nido en el centro de todo y se le había permitido establecerse allí, puesto que la máquina dejó de funcionar cuando lo sacaron. Nada en aquel constructo era capaz de pensar, salvo de forma muy limitada y siempre sobre azúcar o queso. Y sin embargo… en medio de la noche, cuando Hex estaba trabajando duro y en los tubos se oía el ajetreo de las hormigas, cuando las cosas hacían «clanc» sin razón aparente y habían bajado el acuario de sus pescantes para que el operador tuviera algo que mirar durante las largas horas… entonces, sin embargo, un hombre podía empezar a especular sobre qué era un cerebro y qué era el pensamiento y sobre si las cosas que no estaban vivas podían pensar y sobre si un cerebro no era tan solo una versión más complicada de Hex (o bien, sobre las cuatro de la mañana, cuando algunas partes del mecanismo cambiaban de pronto de dirección y los ratones se ponían a chillar, una versión menos complicada de Hex) y a preguntarse si el todo producía algo que no era al parecer inherente a las partes.

En resumen, Ponder estaba un poquitín preocupado.

Se sentó ante el teclado. Era casi tan grande como el resto de Hex, para que cupieran en él las distintas palancas y bobinan. Las diferentes teclas accionaban una serie de tablas con agujeros que se insertaban brevemente en algunas ranuras y obligaban a las hormigas a tomar caminos distintos.

Tardó un poco en componer el problema, pero por fin apoyó el pie en la estructura y tiró de la palanca de «Intro».

Las hormigas corretearon por nuevos caminos. La maquinaria se puso en movimiento. Empezó a girar un pequeño mecanismo que Ponder podría jurar que no estaba allí el día anterior, pero que parecía un artilugio para medir la velocidad del viento.

Al cabo de varios minutos una serie de bloques con símbolos esotéricos cayeron en la ranura de salida.

—Gracias —dijo Ponder, y luego se sintió extremadamente estúpido por haberlo dicho.

La cosa desprendía una sensación de tensión, de pugna silenciosa hacia alguna meta lejana e incomprensible. Como mago, era algo que Ponder solamente había encontrado hasta entonces en las bellotas: una vocecilla muda que decía, sí, no soy más que un objeto pequeño, verde y simple, pero sueño con bosques.

Hacía nada más un par de días Adrián Turnipseed había tecleado «¿Por qué?» para ver qué pasaba. Algunos estudiantes habían predicho que Hex se volvería loco intentando resolver aquello. Ponder había esperado que Hex emitiera el mensaje «?????», cosa que hacía con una frecuencia deprimente.

En cambio, después de cierta actividad inusual por parte de las hormigas, el mensaje que emitió laboriosamente fue: «Porque».

Mientras todos los demás observaban desde detrás de una mesa volcada a toda prisa, Turnipseed se presentó voluntario para teclear: «¿Por qué algo?».

La respuesta apareció finalmente: «Porque todo.????? Error de dominio eterno. +++++Reinicie el Sistema+++++».

Nadie sabía quién era «Reinicie el Sistema» ni tampoco por qué estaba enviando mensajes. Pero no hubo más preguntas graciosas. Nadie quería arriesgarse a recibir las respuestas.

Aquello fue poco antes de que la cosa parecida a un paraguas roto con arenques encima apareciera justo detrás de la cosa parecida a una pelota de playa que hacía «parp» cada catorce minutos.

Por supuesto, los libros de magia desarrollaban cierta… personalidad propia, derivada de la enorme cantidad de poder que había en sus páginas. Por eso era una insensatez entrar en la biblioteca sin un palo. Y ahora Ponder había ayudado a construir una máquina para estudiar la magia. Los magos siempre habían sabido que el acto de la observación cambiaba la cosa observada, y a veces se olvidaban de que también cambiaba al observador.

Estaba empezando a sospechar que Hex se estaba rediseñando a sí mismo.

Y acababa de darle las gracias. A una cosa que parecía creada por un soplador de cristal con hipo.

Miró el conjuro que acababa de emitir la máquina, lo apuntó a toda prisa y salió corriendo.

Hex hizo «clic» para sí mismo en la sala ahora vacía. La cosa que hacía «parp» hizo parp. El Reloj de Tiempo Irreal hizo tictac de lado.

Hubo un ruido metálico en la ranura de salida.

«De nada. ++?????++ Error por falta de queso. Reinicie el Sistema.»

Habían pasado cinco minutos.

—Fascinante —dijo Ridcully—. Madera de peral sabio, ¿eh? —Se arrodilló para intentar verlo por debajo.

El Equipaje se apartó. Estaba acostumbrado a suscitar terror, horror, miedo y pánico. Casi nunca había despertado antes interés.

El archicanciller se puso de pie y se sacudió el polvo.

—Ah —dijo, mientras se acercaba una figura enana—. Aquí viene el jardinero con la escalera. El decano está en la lámpara de araña, Modo.

—Estoy muy bien aquí, se lo aseguro —dijo una voz desde las regiones del techo—. ¿Alguien podría tener la amabilidad de subirme mi té?

—Y me ha asombrado que el prefecto mayor pudiera caber en el aparador —dijo Ridcully—. Es asombroso cuánto puede doblarse un hombre.

—Yo… estaba examinando la cubertería —dijo una voz desde las profundidades de un cajón.

El Equipaje abrió la tapa. Varios magos saltaron hacia atrás enseguida.

Ridcully examinó los dientes de tiburón clavados aquí y allá en la madera.

—¿Y dices que mata tiburones? —preguntó.

—Oh, sí —dijo Rincewind—. A veces los arrastra hasta la orilla y se pone a saltar encima de ellos.

Ridcully estaba impresionado. La madera de peral sabio era muy escasa en las regiones entre las Montañas del Carnero y el Mar Circular. Probablemente no quedaran árboles vivos. Unos pocos magos tenían la suerte de haber heredado bastones hechos de aquella madera.

La economía de emociones era uno de los puntos fuertes de Ridcully. Se había sentido impresionado. Se había sentido fascinado. Incluso se había quedado un poco pasmado cuando la cosa aterrizó en medio de los magos y provocó la notable gesta de aceleración vertical del decano. Pero no tuvo miedo, porque le faltaba la imaginación necesaria.

—Por todos los dioses —dijo un mago.

El archicanciller levantó la vista.

—¿Sí, tesorero?

—Es este libro que el decano me ha prestado, Mustrum. Trata de los simios.

—No me digas.

—Es fascinante de verdad —dijo el tesorero, que estaba en la parte intermedia de su ciclo mental y por tanto ligeramente presente en el planeta correcto, aunque aislado del mismo por ocho kilómetros de algodón mental—. Y es verdad lo que dijo. Aquí pone que un orangután macho adulto no desarrolla los discos faciales grandes y vistosos a menos que sea el macho dominante.

—¿Y eso es fascinante, quieres decir?

—Bueno, sí, porque el nuestro no los tiene. Y me pregunto por qué. Está claro que domina la biblioteca, me parece a mí.

—Ah, sí-dijo el prefecto mayor—, pero también sabe que es un mago. Y la verdad es que no domina la universidad entera.

Uno por uno, a medida que asimilaban la idea, se quedaron mirando sonrientes al archicanciller.

—¡Dejad de mirarme las mejillas así! —dijo Ridcully—. ¡Yo no domino a nadie!

—Solamente estaba…

—¡Ya podéis cerrar el pico todos o habrá problemas de los gordos!

—Tiene que leerlo usted —dijo el tesorero, todavía viviendo feliz en el valle de las ranas desecadas—. Es asombroso lo que se aprende.

—¿Qué? Como por ejemplo… ¿a enseñar el culo a la gente? —preguntó el decano, desde lo alto.

—No, decano. Eso lo hacen los babuinos —dijo el prefecto mayor.

—Disculpa, pero creo que se puede comprobar que se trata de los gibones —dijo el catedrático de Estudios Indefinidos.

—No, los gibones son los que ululan. Para ver traseros, lo mejor son los babuinos.

—Bueno, al menos a mí el nuestro nunca me ha enseñado el trasero —dijo el archicanciller.

—Ja, no se lo enseñaría a usted, ¿verdad? —dijo una voz desde la lámpara de araña—. Como es usted el macho dominante y todo eso…

—¡Dos Sillas, baja aquí ahora mismo!

—Me temo que estoy enganchado, Mustrum. Hay una vela que me plantea dificultades.

—¡Ja!

Rincewind negó con la cabeza y se alejó con paso errático. Estaba claro que había habido algunos cambios en el lugar desde que él vivía allí, y, ya puestos, no sabía cuánto tiempo hacía de aquello…

Él nunca había pedido una vida emocionante. Lo que de verdad le gustaba, lo que siempre andaba buscando, era el aburrimiento. El problema era que el aburrimiento tenía tendencia a explotarle a uno en la cara. Justo cuando creía haberlo encontrado se veía involucrado de pronto en lo que suponía que otra gente —gente inconsciente e irresponsable— llamaría una aventura. Y se veía obligado a visitar muchas tierras extrañas y a conocer a gente exótica y llamativa, aunque no tenía mucho tiempo para conocerla porque normalmente estaba corriendo. Había presenciado la creación del universo, aunque no desde un buen asiento, y había visitado el Infierno y la Otra Vida. Lo habían capturado, encarcelado, rescatado, se había perdido y lo habían abandonado en una isla desierta. Y a veces todas aquellas cosas habían pasado en un solo día.

¡Aventuras! La gente hablaba de aquella idea como si fuera algo que valiera la pena, en lugar de un desastre compuesto de comida mala, falta de sueño y gente extraña que intentaba inexplicablemente clavar objetos afilados en partes de uno.

El problema fundamental, había llegado a creer Rincewind, era que sufría de karma preventivo. Si existía la más remota posibilidad de que pudiera pasarle algo bueno en un futuro cercano, algo malo le sucedería ya mismo. Y luego le seguía sucediendo durante toda la parte donde tenían que pasarle las cosas buenas, de forma que nunca podía experimentarlas. Era como si siempre tuviera la indigestión antes de la comida y se sintiera tan terriblemente mal que nunca consiguiera comer nada.

En alguna parte del mundo, razonó, había alguien sentado al otro lado del balancín, una especie de reflejo invertido de Rincewind cuya vida era una sucesión de acontecimientos maravillosos. Confiaba en conocerlo algún día, preferiblemente llevando algún arma en la mano.

Ahora la gente farfullaba algo relacionado con enviarlo al Continente Contrapeso. Había oído que la vida por allí era aburrida. Y Rincewind ansiaba el aburrimiento.

Le había gustado de verdad aquella islita. Había disfrutado de los Cocos Sorpresa. Los abrías y, eh, había coco dentro. Aquella era la clase de sorpresas que le gustaban.

Abrió una puerta.

El lugar que había al otro lado había sido su habitación. Estaba hecha un desastre. Había un ropero grande y desvencijado y nada más en materia de muebles propiamente dichos, a menos que uno quisiera ampliar el término para incluir una silla de mimbre sin asiento y con tres patas y un colchón tan lleno de esa vida que habita los colchones que de vez en cuando se movía a rastras por el suelo y chocaba con las cosas. El resto de la sala era una alfombra de objetos acarreados de la calle: cajas viejas, trozos de tablones, sacos…

Rincewind sintió un nudo en la garganta. Habían conservado su habitación tal como estaba.

Abrió el ropero y hurgó en la oscuridad plagada de polillas del interior hasta que su mano localizó…

… una oreja…

… que estaba pegada a un enano.

—¡Au!

—¿Qué estás haciendo en mi ropero? —dijo Rincewind.

—¿Ropero? Esto… Esto… ¿Acaso no es este el Reino Mágico de las Delicias? —preguntó el enano, intentando no parecer culpable.

—No, y esos zapatos que tienes en la mano no son las Joyas Doradas de la Reina de las Hadas —dijo Rincewind, arrebatándolos de las manos del ladrón—. Y esta no es la Vara de la Invisibilidad y estos no son los Calcetines Maravillosos del Gigante Narizquejosa, pero esta es mi bota…

—¡Au!

—¡Y no vuelvas por aquí!

El enano echó a correr hacia la puerta y se detuvo un momento para gritar:

—¡Tengo carnet del Gremio de Ladrones! ¡Y a los enanos no se les pega! ¡Es especiesismo!

—Bien —dijo Rincewind, recuperando artículos de ropa.

Encontró otra túnica y se la puso. Aquí y allá las polillas habían estado desarrollando su talento para el encaje y la mayor parte del color rojo se había vuelto naranja o marrón, pero para su alivio se trataba de una verdadera túnica de mago. No es fácil ser un imponente usuario de la magia si se te ven las rodillas.

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