Tiempos interesantes (Mundodisco, #17) – Terry Pratchett

Ahora, su cometa, aquella cometa negra con dos ojos enormes, salió disparada por el cielo. No hace falta decir que lord Hong había calculado el ángulo a la perfección. El hilo de la cometa, rebozado con pegamento y cristal molido, cortó los hilos de sus competidores y mandó sus cometas volando hacia la nada.

Los asistentes aplaudieron con cortesía. La gente solía considerar recomendable aplaudir a lord Hong.

Le pasó el hilo a un sirviente, saludó brevemente con la cabeza a los demás concursantes y echó a andar hacia su tienda de campaña.

Una vez dentro se sentó y miró a su visitante.

—¿Y bien? —preguntó.

—Hemos enviado el mensaje —dijo el visitante—. No nos ha visto nadie.

—Al contrario —dijo lord Hong—. Os han visto veinte personas. ¿Sabes lo difícil que le resulta a un guardia mirar recto hacia delante y no ver nada cuando hay gente merodeando a su alrededor haciendo más ruido que un ejército y susurrándose entre ellos que no hagan ruido? Con franqueza, tu gente no parece poseer chispa revolucionaria. ¿Y qué te pasa en la mano?

—Me la ha mordido el albatros.

Lord Hong sonrió. Se le ocurrió que tal vez el ave había confundido a su visitante con una anchoa, y con cierta razón. Tenía la misma expresión de pez en los ojos.

—No lo entiendo, oh señor —dijo el visitante, que se llamaba Dos Fuego Hierba.

—Bien.

—¿Pero ellos creen en el Gran Echicero y vos queréis que venga aquí?

—Oh, ciertamente. Tengo a mis… hombres en —pronunció con cuidado las sílabas extranjeras— Anj-Mor-Pork. Aquel a quien insensatamente llaman Gran Echicero existe, sí, pero deja que te diga que es famoso por su incompetencia, su cobardía y su falta de carácter. Más que famoso, es casi proverbial. Así que creo que el Ejército Rojo debería tener a su líder, ¿no crees? Les… levantará la moral.

Volvió a sonreír.

—Así es la política.

—Ah.

—Ahora márchate.

Lord Hong cogió un libro mientras su visitante se marchaba. Pero apenas era un libro propiamente dicho: no eran más que pedazos de papel sujetos con cordeles, y el texto estaba escrito a mano.

Lo había leído muchas veces. Le seguía divirtiendo, sobre todo porque el autor se las había apañado para equivocarse sobre un montón de cosas.

Ahora, cada vez que terminaba una página, la arrancaba y, mientras leía la siguiente, se dedicaba a doblar cuidadosamente el papel en forma de crisantemo.

—El Gran Hechicero —dijo en voz alta—. Oh, sí. Muy grande.

Rincewind se despertó. Había sábanas limpias y nadie estaba diciendo «mírale en los bolsillos», así que clasificó aquello como un inicio prometedor.

Mantuvo los ojos cerrados, solamente por si acaso había alguien alrededor que en cuanto lo viera despierto se dedicara a complicarle la vida.

Unas voces masculinas y ancianas discutían.

—No lo entendéis. El tipo siempre salva el pellejo. No paráis de contarme que ha tenido un montón de aventuras y miradlo, sigue vivo.

—¿Qué quiere decir? ¡Pero si está lleno de cicatrices!

—A eso mismo me refiero, decano. Y la mayoría en la espalda. El tipo deja los problemas atrás. Alguien de Ahí Arriba le sonríe.

Rincewind hizo una mueca. Siempre había sido consciente de que Alguien de Ahí Arriba le estaba haciendo algo. Nunca se le había ocurrido que fuera sonreír.

—¡Ni siquiera es un mago de verdad! ¡Nunca sacó más de un dos por ciento en sus exámenes!

—Creo que se ha despertado —dijo alguien.

Rincewind se rindió y abrió los ojos. Un buen surtido de caras barbudas y excesivamente rosadas le miraban desde arriba.

—¿Cómo te sientes, amigo? —preguntó una de ellas, ofreciéndole una mano—. Me llamo Ridcully. Soy el archicanciller. ¿Cómo te sientes?

—Todo va a salir mal —dijo Rincewind llanamente.

—¿Qué quieres decir, amigo mío?

—Lo sé. Todo va a salir mal. Va a suceder algo terrible. Ya me parecía a mí que todo iba demasiado bien.

—¿Lo ve? —dijo el decano—. Cientos de piernecitas. Se lo dije. ¿Por qué no me escucha nunca?

Rincewind se incorporó:

—No empiecen a ser amables conmigo —dijo—. No empiecen a ofrecerme uvas. Nadie me quiere nunca para nada bueno. —Por la mente le pasó flotando un recuerdo confuso de su pasado más reciente y experimentó un fugaz momento de pesar por el hecho de que las patatas, situadas en primer plano de su mente en aquel momento, no ocuparon la misma posición en la mente de la joven señorita. Nadie que vistiera de aquella manera, empezaba a darse cuenta, podía estar pensando en ninguna clase de tubérculo vegetal.

Suspiró.

—Muy bien. ¿Qué pasa ahora?

—¿Cómo te sientes?

Rincewind negó con la cabeza.

—No me gusta —dijo—. Odio que la gente sea amable conmigo. Significa que va a pasar algo malo. ¿Les importa gritarme?

Ridcully se había hartado.

—¡Sal de esa cama repugnante hombrecillo y sígueme ahora mismo o las cosas se te van a poner muy feas!

—Ah, eso está mejor. Ahora me siento como en casa. Ahora sí que pisamos terreno firme —dijo Rincewind en tono lúgubre. Dejó colgar las piernas por el borde de la cama y se puso de pie con cuidado.

Ridcully se detuvo a mitad de camino hacia la puerta, donde se había alineado el resto de los magos.

—¿Runas?

—¿Sí, archicanciller? —preguntó el conferenciante de Runas Recientes con una voz que rezumaba inocencia.

—¿Qué es eso que tienes a la espalda?

—¿Disculpe, archicanciller? —preguntó el conferenciante de Runas Recientes.

—Parece alguna clase de herramienta —dijo Ridcully.

—Ah, esto —dijo el conferenciante de Runas Recientes, como si justo acabara de ver el mazo de cuatro kilos que tenía en la mano—. ¡Caramba! Es un martillo, ¿no? Anda. Un martillo. Supongo que debo de… haberlo cogido en alguna parte. Ya sabe. Para que no estuviera tirado por ahí.

—Y no puedo evitar fijarme —dijo Ridcully— en que el decano parece estar intentando disimular un hacha de batalla entre su ropa.

De la espalda del catedrático de Estudios Indefinidos salió un tañido oscilante y musical.

—Y eso me ha sonado a una sierra —dijo Ridcully—. ¿Hay alguien aquí que no esté escondiendo algún utensilio? Bien. ¿Le importaría a alguien explicarme qué demonios creéis que estáis haciendo?

—Ja, usted no sabe lo que era —murmuró el decano, evitando la mirada del archicanciller—. En aquella época un hombre no se atrevía a volverse de espaldas ni cinco minutos. Uno oía los pasos de aquellos malditos pies y…

Ridcully no le escuchó. Pasó un brazo por los hombros huesudos de Rincewind y encabezó la comitiva hacia la Gran Sala.

—Bueno, pues, Rincewind —dijo—, me dicen que no se te da nada bien la magia.

—Es verdad.

—¿Nunca aprobaste ningún examen ni nada?

—Me temo que ninguno.

—Pero todo el mundo te llama Rincewind el mago.

Rincewind se miró los pies.

—Bueno, más o menos trabajé aquí como ayudante de bibliotecario…

—… Como número dos de un simio… —dijo el decano.

—… Y, ya sabe, hacía apaños por aquí y por allí y, bueno, ayudaba un poquillo…

—Eh, ¿alguien ha oído eso? El número dos de un simio. Me ha parecido bastante ingenioso.

—Pero lo cierto es que nunca has tenido derecho a ostentar el título de mago, ¿no?

—Supongo que en teoría no…

—Ya veo. Pues eso sí es un problema…

—Tengo un sombrero con la palabra «Echicero» escrita —dijo Rincewind en tono esperanzado.

—Me temo que no sirve de mucho. Hum. Esto nos plantea una pequeña dificultad, me temo. Veamos… ¿Cuánto tiempo puedes contener la respiración?

—No lo sé. Un par de minutos. ¿Es importante?

—Lo es en el contexto de que lo claven a uno cabeza abajo a una de las columnas del Puente de Latón durante dos mareas altas y luego lo decapiten, lo cual, me temo, es el castigo que prevén los estatutos para quien se hace pasar por mago. Lo he consultado. Nadie lo siente más que yo, te lo aseguro. Pero la tradición es la tradición.

—¡Oh, no!

—Lo siento. No hay alternativa. Si no fuera así estaríamos hasta el cuello de gente llevando sombreros puntiagudos sin ningún derecho a ello. Es una lástima terrible. Yo no puedo hacer nada. Ya me gustaría. Tengo las manos atadas. Los estatutos dicen que solamente se puede ser mago si uno pasa por la universidad de la forma normal o bien si lleva a cabo algún servicio muy beneficioso para la magia, y me temo que…

—¿No pueden devolverme a mi isla? A mí me gustaba mucho. ¡Era aburrida!

Ridcully negó tristemente con la cabeza.

—No puedo, lo siento. La infracción se ha estado cometiendo a lo largo de muchos años. Y como no has aprobado ningún examen ni tampoco has llevado a cabo —Ridcully levantó ligeramente la voz— ningún servicio muy beneficioso para la magia, me temo que tendré que dar instrucciones a los canceleros[9] para que traigan unas cuerdas y…

—Esto… creo que debo de haber salvado el mundo un par de veces —dijo Rincewind—. ¿Ayuda eso?

—¿Te ha visto hacerlo alguien de la universidad?

—No, no creo.

Ridcully negó con la cabeza.

—Entonces probablemente no cuenta. Es una lástima, porque si hubieras llevado a cabo algún servicio muy beneficioso para la magia, entonces yo estaría encantado de permitirte conservar ese sombrero y, por supuesto, algo donde ponértelo.

Rincewind parecía alicaído. Ridcully suspiró e hizo un último intento.

—Así pues —dijo— como parece que ni has aprobado tus exámenes NI HAS LLEVADO A CABO UN SERVICIO MUY BENEFICIOSO PARA LA MAGIA, entonces…

—Supongo… que podría intentar llevar a cabo algún gran servicio, ¿no? —dijo Rincewind con la expresión de alguien que sabe que la luz al final del túnel es un tren que se acerca.

—¿De veras? ¿Hum? Bueno, es una idea interesante —dijo Ridcully.

—¿De qué clase de servicio se trata?

—Oh, lo normal es que se te pida, por poner un ejemplo, que vayas a cumplir una misión, o que encuentres la respuesta a alguna pregunta muy antigua e importante… ¡¿ Qué demonios es esa cosa con tantas piernas?!

Rincewind ni siquiera se molestó en darse la vuelta. La expresión en la cara de Ridcully, que ahora miraba por encima de su hombro, le resultaba bastante familiar.

—Ah —dijo—. Creo que esa me la sé.

La magia no es como las matemáticas. Igual que el propio Mundodisco, la magia se atiene más al sentido común que a la lógica. Y tampoco es como la cocina. Una tarta es una tarta. Mezcla bien los ingredientes, cuécelos a la temperatura adecuada y tendrás una tarta. Ningún guiso requiere rayos de luz de luna. Ningún soufflé ha exigido nunca que lo mezcle una virgen.

Y sin embargo, todos los aquejados de una predisposición inquisitiva se han preguntado a menudo si existen reglas para la magia. Se conocen más de quinientos hechizos para asegurarse el amor de otra persona, que van desde trastear con semillas de helecho a medianoche hasta hacer algo más bien desagradable con un cuerno de rinoceronte a una hora no especificada, aunque probablemente no después de comer. ¿Acaso era posible (se preguntaban las mentes inquisitivas) que un análisis de todos aquellos hechizos pudiera revelar algún pequeño y poderoso denominador común, algún metahechizo, alguna simple y pequeña ecuación que pudiera alcanzar el fin requerido de forma mucho más simple y de paso supusiera un enorme alivio para todos los rinocerontes?

Para responder a esas preguntas se había construido a Hex, aunque a Ponder Stibbons le incomodaba un poco la palabra «construido» en aquel contexto. Él y unos pocos estudiantes entusiastas lo habían montado, estaba claro, pero… bueno… a veces le parecía que algunas partes de Hex, por extraño que sonara, simplemente habían aparecido.

Por ejemplo, estaba bastante seguro de que nadie había diseñado el Generador de Fase de la Luna, pero allí estaba, claramente era parte de aquel todo. El Reloj de Tiempo Irreal sí que lo habían construido ellos, aunque nadie parecía tener una idea muy clara de cómo funcionaba.

Lo que sospechaba que tenían entre manos era un caso especializado de causación formativa, algo que siempre suponía un riesgo en un lugar como la Universidad Invisible, donde la realidad se tensaba muchísimo y por tanto la azotaban muchos vientos extraños. De ser así, entonces no estaban exactamente diseñando algo. Simplemente le estaban poniendo ropajes físicos a una idea que ya estaba allí, a la sombra de algo que había estado esperando para existir.

Le había explicado largo y tendido al profesorado que Hex no pensaba. Era obvio que no podía pensar. Una parte del mismo eran mecanismos de relojería. La parte más grande la formaba una granja de hormigas gigante (la interfaz, donde las hormigas subían y bajaban por un pequeño montacargas que hacía girar una rueda dentada con indicadores, era en su opinión una pequeña obra maestra), y el avance intrincadamente controlado de las hormigas por su laberinto de tubos de cristal era la parte más importante del todo.

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