Tiempos interesantes (Mundodisco, #17) – Terry Pratchett

Y luego desapareció con un pequeño estampido.

La plaza quedó en silencio salvo por el sonido de varios millares de personas manifestando su asombro.

Lord Hong hizo un gesto vago con la mano en el aire.

—¿Lord Hong?

Se giró. Había un hombre bajito tras su espalda, cubierto de mugre y de barro. Llevaba unas gafas con una de las lentes rota.

Lord Hong apenas le echó un vistazo. Volvió a palpar el aire, incapaz de dar crédito a sus sentidos.

—Perdonad, lord Hong —dijo la aparición—, ¿Pero por casualidad os acordáis de Bes Pelargic? ¿Hace unos seis años? Creo que estabais batallando con lord Tang. Hubo una especie de escaramuza. Unas cuantas calles destruidas. Nada muy importante.

Lord Hong parpadeó.

—¡Cómo te atreves a dirigirte a mí! —consiguió articular.

—La verdad es que no importa —dijo Dosflores—. Pero es que me habría gustado que os acordarais. Me… enfadé bastante. Esto… Quiero luchar contra vos.

¿Tú quieres luchar contra ? ¿Sabes con quién estás hablando? ¿Tienes la más mínima idea?

—Esto… Sí. Oh, sí-dijo Dosflores.

La atención de lord Hong se concentró por fin. No había sido un buen día.

—¡Hombrecillo estúpido e insensato! ¡Ni siquiera tienes espada!

—¡Eh! ¡Cuatroojos!

Los dos se giraron. Cohen le lanzó su espada. Dosflores la cogió con torpeza y casi se desplomó bajo su peso.

—¿Por qué has hecho eso? —preguntó el señor Saveloy.

—El hombre quiere ser un héroe. A mí me parece bien —dijo Cohen.

—¡Lo va a destrozar!

—Puede ser, puede ser. Está claro que puede ser —admitió Cohen—. No depende de mí.

—¡Padre!

Flor de Loto agarró del brazo a Dosflores.

—¡Te va a matar! ¡Vete de aquí!

—No.

Mariposa cogió el otro brazo de su padre.

—Esto no va a servir para ningún buen propósito —dijo—. Vamos. Podemos encontrar un momento mejor…

—Mató a vuestra madre —dijo Dosflores llanamente.

—La mataron sus soldados.

—Peor todavía. Él ni siquiera se enteró. Por favor, apartaos las dos.

—Mira, padre…

—Si no hacéis las dos lo que os digo, me enfadaré.

Lord Hong desenvainó su larga espada. El filo relució.

—¿Sabes algo de lucha, oficinista?

—No, la verdad es que no —dijo Dosflores—. Pero lo importante es que alguien os tiene que plantar cara. No importa lo que les pase después.

La Horda estaba observando con interés considerable. Por endurecidos que estuvieran, la valentía insensata les tocaba una fibra sensible.

—Sí —dijo lord Hong, examinando a la multitud silenciosa—. Que todo el mundo vea lo que pasa.

Levantó su espada.

El aire crepitó.

El Perro Ladrador cayó en las losas delante de él.

Estaba muy caliente. Tenía la mecha encendida.

Hubo un breve chisporroteo.

Luego el mundo se volvió blanco.

Al cabo de un tiempo, Dosflores consiguió levantarse. Parecía ser el primero que lo hacía. Los que no se habían arrojado al suelo habían huido.

Lo único que quedaba de lord Hong era un zapato, que ardía lentamente. Pero había un rastro humeante que subía la escalera que tenía detrás.

Renqueando un poco, Dosflores siguió el rastro.

Había una silla de ruedas volcada sobre un lado, con una rueda girando.

Se asomó por encima de ella.

—¿Está usted bien, señor Hamish?

—¿Mande?

—Bien.

El resto de la Horda estaba agachada en un círculo en lo alto de las escaleras. El humo formaba una nube a su alrededor. En su trayectoria, la bola había incendiado una parte del palacio.

—¿Me oyes, Profe? —estaba diciendo Cohen.

—¡Claro que no te oye! ¿Cómo te va a oír, con esa pinta? —dijo Truckle.

—Podría estar vivo —dijo Cohen en tono desafiante.

—Está muerto, Cohen. Muerto de verdad. La gente viva tiene más cuerpo.

—¿Pero ustedes están todos vivos? —dijo Dosflores—. ¡Lo vi ladrar directamente hacia ustedes!

—Nos apartamos —dijo Willie el Chaval—. Se nos da bien quitarnos de en medio.

—El pobre Profe no tenía nuestra experiencia en no morir —dijo Caleb.

Cohen se puso de pie.

—¿Dónde está Hong? —preguntó en tono sombrío—. Voy a…

—También ha muerto, señor Cohen —dijo Dosflores.

Cohen asintió, como si todo aquello fuera perfectamente normal.

—Se lo debemos al viejo Profe —dijo.

—Era un buen tipo —admitió Truckle—. Tenía unas ideas raras sobre las palabrotas, eso sí.

—Tenía cerebro. ¡Le importaban las cosas! ¡Y puede que no haya vivido como un bárbaro, pero está jodidamente claro que lo vamos a enterrar como a un bárbaro! ¿De acuerdo?

—En un drakar en llamas —sugirió Willie el Chaval.

—Caramba —dijo el señor Saveloy.

—En una fosa enorme, encima de los cuerpos de sus enemigos —sugirió Caleb.

—Por todos los dioses, ¿toda la clase de 4B? —dijo el señor Saveloy.

—En un túmulo funerario —sugirió Vincent.

—De veras, no les quiero causar molestias —dijo el señor Saveloy.

—En un drakar en llamas, encima de un montón de cuerpos enemigos y debajo de un túmulo funerario —dijo Cohen en tono inexpresivo—. Nada es demasiado bueno para el viejo Profe.

—Pero les aseguro que me encuentro bien —dijo el señor Saveloy—. De verdad, yo… Oh.

¿RONALD SAVELOY?

El señor Saveloy se giró.

—Ah —dijo—. Sí, ya veo.

¿LE IMPORTARÍA VENIR HACIA AQUÍ?

El palacio y la Horda se congelaron y se desvanecieron lentamente, como un sueño.

—Tiene gracia —dijo el señor Saveloy, siguiendo a la Muerte—. No me esperaba que pasara así.

POCA GENTE SE ESPERA QUE PASE DE NINGUNA MANERA.

Una arena negra y gruesa crujía bajo lo que el señor Saveloy suponía que debía de llamar todavía sus pies.

—¿Dónde estamos?

EN EL DESIERTO.

La luz era brillante y sin embargo el cielo estaba negro como en plena medianoche. El señor Saveloy miró al horizonte.

—¿Cómo de grande es?

PARA ALGUNOS, MUY GRANDE. PARA LORD HONG, POR EJEMPLO, CONTIENE A MUCHOS FANTASMAS IMPACIENTES.

—Yo pensaba que lord Hong no creía en los fantasmas.

PUEDE QUE AHORA SÍ. MUCHOS FANTASMAS CREEN EN LORD HONG.

—Oh, esto… ¿Y ahora qué pasa?

—¡Vamos, vamos, que no tengo todo el día! ¡Camina con garbo, hombre!

El señor Saveloy se giró y miró a la mujer montada a caballo. Era un caballo grande, pero es que la mujer también era grande. Llevaba trenzas, un casco con cuernos y una coraza que debía de haberle costado una semana entera de trabajo a un chapista experimentado. La mujer le echó una mirada que no carecía de amabilidad pero que rezumaba impaciencia por todas partes.

—¿Perdone?

—Aquí pone Ronald Saveloy —dijo ella—. ¿El qué?

—¿El qué?

—Todo el mundo al que recojo —dijo la mujer, inclinándose—. Se llama «Fulanito el Algo». ¿Qué el eres tú?

—Lo siento, yo…

—Te pondré Ronald el Disculpador, entonces. Ven, súbete, hay una guerra en marcha, tenemos que irnos.

—¿Adónde?

—Aquí dice atracarse de comida, irse de juerga y lanzar hachas al pelo de mujeres jóvenes, ¿no?

—Ah, esto… Creo que tal vez ha habido alguna clase de eq…

—Mira, abuelo, ¿vienes o qué?

El señor Saveloy miró al desierto negro que le rodeaba. Estaba completamente solo. La Muerte se había ido a ocuparse de sus asuntos básicos.

Dejó que la mujer lo subiera al caballo detrás de ella.

—¿Tienen biblioteca, por casualidad? —preguntó en tono esperanzado mientras el caballo se alejaba cabalgando hacia el cielo oscuro.

—No lo sé. Nadie ha preguntado nunca.

—O clases nocturnas tal vez. ¿Podría empezar unas clases nocturnas?

—¿De qué?

—Ejem. De lo que fuera. Modales en la mesa, por ejemplo. ¿Está permitido?

—Supongo. No creo que nadie haya preguntado tampoco por eso. —La valkiria se giró en su silla de montar—. ¿Seguro que estás yendo al Más Allá que te corresponde?

El señor Saveloy consideró las posibilidades.

—Teniéndolo todo en cuenta —dijo—, creo que vale la pena intentarlo.

La multitud de la plaza se estaba poniendo de pie.

Todos miraban lo que quedaba de lord Hong y luego a la Horda.

Mariposa y Flor de Loto fueron con su padre. Mariposa pasó la mano por el cañón en busca del truco.

—¿Lo ves? —dijo Dosflores, en tono no muy claro porque todavía no podía oír el sonido de su propia voz—. Ya os dije que era el Gran Hechicero.

Mariposa le dio un golpecito en el hombro.

—¿Qué pasa con esos? —preguntó ella.

Una pequeña procesión estaba cruzando la plaza. Al frente, Dosflores reconoció algo que una vez había sido propiedad suya.

—Era un ejemplar muy barato —dijo, dirigiéndose a nadie en concreto—. Siempre me dio la impresión de que no funcionaba muy bien, para ser sincero.

Iba seguido por un Equipaje ligeramente más grande. Y luego, en orden descendente de tamaños, cuatro baúles pequeñitos, el menor de ellos del tamaño de un bolso. Al pasar junto a un hunghungués tumbado boca abajo que estaba demasiado aturdido para huir, se detuvo para darle una patada en la oreja antes de echar a correr detrás del resto.

Dosflores miró a sus hijas.

—¿Pueden hacer eso? —preguntó—. ¿Crear otros nuevos? Creí que necesitaban carpinteros.

—Supongo que ha aprendido muchas cosas en Ankh-Mor— Pork —dijo Mariposa.

Los Equipajes se congregaron delante de las escaleras. Luego el Equipaje se dio la vuelta y, después de un par de miradas tristes hacia atrás, o lo que hubieran sido miradas de haber tenido ojos, se alejó al medio galope. Para cuando llegó a la otra punta de la plaza ya se lo veía borroso de velocidad.

—¡Eh, tú! ¡Cuatroojos!

Dosflores se volvió. Cohen estaba bajando las escaleras.

—Me acuerdo de ti —dijo—. ¿Sabes algo del oficio de gran visir?

—Nada de nada, señor emperador Cohen.

—Bien. El trabajo es tuyo. Venga, a currar. Antes de nada quiero una taza de té. Lo bastante espeso como para que flote en él una herradura. Tres azucarillos. En cinco minutos. ¿De acuerdo?

—¿Una taza de té en cinco minutos? —dijo Dosflores—. ¡Pero si en ese tiempo no puede hacerse ni una ceremonia corta!

Cohen le pasó un brazo de compañerismo por los hombros al hombrecillo.

—Hay una ceremonia nueva —dijo—. Va así: «El té está listo, cariño. ¿Leche? ¿Azúcar? ¿Rosquilla? ¿Quieres otro?». Y puedes decirle a los eunucos —añadió— que el emperador es un hombre que se lo toma todo al pie de la letra y que ha usado la expresión «rodarán cabezas».

La mirada de Dosflores brilló detrás de sus gafas rotas. Por alguna razón, le gustó cómo sonaba aquello.

Parecía como si estuviera viviendo en tiempos interesantes…

Los Equipajes permanecieron sentados en silencio, esperando.

Sino se reclinó en su asiento.

Los dioses se relajaron.

—Empate —anunció—. Oh, sí. Parece que has ganado en Hunghung pero al mismo tiempo has tenido que perder tu pieza más importante, ¿no es así?

—¿Perdón? —dijo la Dama—. No te sigo.

—Por lo que yo sé de eso de… la física… —dijo Sino—, no me puedo creer que algo pueda materializarse en la universidad sin morir casi al instante. Una cosa es chocar con una tormenta de nieve, y otra muy distinta es chocar con una pared.

—Yo nunca sacrifico un peón —dijo la Dama.

—¿Cómo puedes confiar en ganar sin sacrificar un peón de vez en cuando?

—Oh, yo nunca juego para ganar. —Ella sonrió—, Pero sí juego para no perder. Observa…

El Consejo de los Magos estaba congregado delante de la pared del fondo de la Gran Sala y contemplaba la cosa que ahora cubría la mitad de la misma.

—Un efecto interesante —dijo Ridcully al cabo de un rato—. ¿A qué velocidad creéis que iba?

—A unos ochocientos kilómetros por hora —dijo Ponder—. Creo que tal vez hemos sido un poco entusiastas. Hex dice…

—De cero a ochocientos kilómetros por hora-dijo el conferenciante de Runas Recientes—. Debe de haber sido una buena sorpresa.

—Sí —dijo Ridcully—, pero supongo que para la pobre criatura debe de haber sido un alivio que fuera tan breve.

—Y por supuesto, tenemos que dar todos gracias de que no fuera Rincewind.

Un par de magos tosieron.

El decano se apartó un poco.

—¿Pero qué demonios es?

—Era —dijo Ponder Stibbons.

—Podemos echar un vistazo a los bestiarios —dijo Ridcully—. No puede ser difícil de averiguar. Gris. Pezuñas traseras grandes y parecidas a zapatos de payaso. Orejas de conejo. Cola larga y en punta. Y por supuesto, no muchas criaturas miden seis metros de ancho, tres centímetros de grosor y están muy fritas, así que eso limita las posibilidades.

—No quiero empañar el momento —dijo el decano—, pero si no es Rincewind, ¿dónde está él entonces?

—Estoy seguro de que el señor Stibbons puede darnos una explicación de por qué han salido mal sus cálculos —dijo Ridcully.

A Ponder se le descolocó la mandíbula.

Luego dijo, en el tono más agrio que se atrevió a adoptar:

—Probablemente me he olvidado de tener en cuenta que en un triángulo hay tres ángulos rectos, ¿no? Ejem. Tendré que intentar rehacerlo todo, pero creo que de alguna forma se ha introducido un componente lateral en lo que debería haber sido un sortilegio de transferencia bidireccional. Es probable que esto haya sido más pronunciado en el punto efectivo intermedio, haciendo que aparezca un nodo adicional en las transferencias, en un punto equidistante a los otros dos como se predice en la Tercera Ecuación de Flume, y la Ley de Turffe se encargaría entonces de que la distorsión se estabilizara de forma que se creasen tres puntos distintos, cada uno de los cuales movería una masa más o menos equivalente de un vértice a otro del triángulo. No estoy seguro de por qué la tercera masa ha llegado aquí tan deprisa, pero creo que el aumento de velocidad puede haber sido causado por la creación repentina del nodo. Por supuesto, puede que ya estuviera yendo muy rápido. Pero no creo que en su estado natural estuviera cocinada.

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