Tiempos interesantes (Mundodisco, #17) – Terry Pratchett

—¿Cogiste la sílaba «Wind»? —preguntó Rincewind—. Fue bastante difícil de hacer por control remoto.

—Oh, ninguno de nosotros la entendió —dijo Dosflores—. Pero cuando la cosa hizo: «ohmierdaohmierdaohmierdaohmierda, voy a morir», todo el mundo lo pilló a la primera. Muy inventivo. Ejem. Creo que estás atascado.

—Creo que son las botas mágicas.

—¿No puedes sacudírtelas? Este barro se seca como… bueno, como terracota al sol. Alguien puede venir después y desenterrarlas.

Rincewind intentó mover los pies. Hubo algunos burbujeos debajo del barro y sintió que se le soltaban los pies con un ruido apagado de sorbetón.

Por fin, con un esfuerzo considerable, se pudo sentar en el tablón.

—Siento lo de los guerreros —dijo—. Cuando empecé parecía muy sencillo, pero luego me lié con todos los dibujos y me resultó imposible que algunos pararan de hacer cosas…

—¡Pero si ha sido una victoria legendaria! —dijo Dosflores.

—¿Ah, sí?

—El señor Cohen ha sido proclamado emperador.

—¿Ah, sí?

—Bueno, no es que lo hayan proclamado, no lo ha proclamado nadie, simplemente ha llegado y ha cogido el cargo. Y todo el mundo dice que es la preencarnación del primer emperador y él dice que si tú quieres ser el Gran Hechicero, le parece bien.

—¿Perdona? Me he perdido…

—Tú has guiado al Ejército Rojo, ¿verdad? Les has hecho levantarse en la hora de necesidad del Imperio.

—Bueno, yo no diría exactamente que yo…

—Así que el emperador quiere recompensarte. Qué amable, ¿no?

—¿Qué quieres decir con recompensarme? —dijo Rincewind, intensamente receloso.

—La verdad es que no estoy seguro. En realidad, lo que dijo fue… —A Dosflores se le quedó una mirada perdida mientras intentaba acordarse—. Dijo: «Ve a buscar a Rincewind y dile que puede que sea un poco imbécil, pero que por lo menos es un buen tipo, así que puede ser Hechicero Jefe del Imperio, o como quiera llamarlo, porque no confío en vosotros…» —Dosflores miró hacia arriba con el ceño fruncido mientras intentaba recordar las palabras exactas de Cohen—… «casa de aspecto auspicioso… aroma a pinos… cabrones extranjeros».

Las palabras entraron goteando en el oído de Rincewind, le subieron hasta el cerebro y empezaron a aporrear las paredes.

—¿Hechicero Jefe? —dijo.

—Eso es lo que dijo. Bueno… en realidad lo que dijo fue que quería que fueras una mancha de vómito de golondrina, pero es porque usó el tono grave y triste en lugar del agudo e interrogativo. Pero está claro que quería decir mago.

—¿Del Imperio entero?

Rincewind se puso de pie.

—Va a pasar algo muy malo —dijo llanamente.

El cielo se había puesto bastante azul. Unos pocos ciudadanos se habían aventurado en el campo de batalla para atender a los heridos y recuperar a los muertos. Había guerreros de terracota tirados en ángulos distintos e inmóviles como rocas.

—En cualquier momento —dijo Rincewind.

—¿No deberíamos volver?

—Probablemente un impacto de meteorito —dijo Rincewind.

Dosflores miró el cielo en calma.

—Ya me conoces —dijo Rincewind—. Justo cuando estoy a punto de conseguir algo el Sino viene y me salta en los dedos.

—Yo no veo ningún meteorito —dijo Dosflores—. ¿Cuánto tenemos que esperar?

—Pues será otra cosa —dijo Rincewind—. Nos asaltará alguien, o habrá un terremoto, o algo.

—Si insistes —dijo Dosflores en tono cortés—. Ejem. ¿Quieres esperar aquí a que pase algo horrible o prefieres volver a palacio, bañarte, cambiarte de ropa y ver qué pasa?

Rincewind admitió que no pasaba nada por esperar un destino atroz con comodidad.

—Va a haber un banquete —dijo Dosflores—. El emperador dice que va a enseñar a todo el mundo a pillar una cogorza.

Emprendieron el regreso, de tablón en tablón, hacía la ciudad.

—¿Sabes? Juraría que nunca me contaste que estabas casado.

—Estoy seguro de que sí.

—Lamenté, esto… lamenté mucho enterarme de que tu mujer, esto…

—Son cosas de la guerra. Tengo dos hijas muy responsables.

Rincewind abrió la boca para decir algo pero la sonrisa jovial y nerviosa de Dosflores le congeló las palabras en la boca.

Llevaron a cabo su tarea sin hablar, recogiendo los tablones que quedaban detrás de ellos y extendiendo la pasarela por delante.

—Si miramos el lado bueno de las cosas —dijo Dosflores, rompiendo el silencio—, el emperador dice que puedes montar tu propia universidad si quieres.

—¡No! ¡No! ¡Que alguien me pegue con una barra de hierro, por favor!

—Ha dicho que está bastante a favor de la educación siempre y cuando nadie le obligue a tener una. Ha estado haciendo proclamas como un loco. Los eunucos han amenazado con ir a la huelga.

A Rincewind se le cayó el tablón al barro.

—¿Pero a qué se dedican los eunucos —dijo— que dejan de hacer cuando van a la huelga?

—Servir la comida, hacer las camas, cosas así.

—Ah.

—En realidad están a cargo de la Ciudad Prohibida. Pero el emperador los ha persuadido de que abandonen su actitud.

—¿De verdad?

—Les ha dicho que si no se ponían manos a la obra enseguida les iba a cortar todo lo demás. Ejem, creo que el terreno ya es lo bastante firme.

Su propia universidad. Eso quería decir que sería… archicanciller. Rincewind el archicanciller se imaginó a sí mismo visitando la Universidad Invisible. Podía tener un sombrero con una punta realmente larga. Tendría derecho a ser maleducado con todo el mundo. Sería…

Intentó obligarse a parar de pensar así. Todo saldría mal.

—Por supuesto —dijo Dosflores—, puede ser que ya te hayan pasado todas las cosas malas. ¿No has considerado esa posibilidad? Tal vez ahora te toque algo bueno.

—No me vengas con esos rollos del karma —dijo Rincewind—. En lo que se refiere a mí, la rueda de la fortuna ha perdido unos cuantos radios.

—Pero es una idea a tener en cuenta —dijo Dosflores.

—¿Qué idea, que el resto de mi vida va a ser pacífico y agradable? Lo siento. No. Tú espera. Espera a que me confíe y… ¡paf!

Dosflores miró a su alrededor con interés.

—No sé por qué crees que has tenido una vida tan mala —dijo—. Cuando éramos más jóvenes nos lo pasamos muy bien. Eh, ¿te acuerdas de la vez en que nos lanzamos por el borde del mundo?

—A menudo —dijo Rincewind—. Normalmente a eso de las tres de la mañana.

—¿Y aquella vez en que íbamos montados en un dragón y desapareció en pleno vuelo?

—¿Sabes? —dijo Rincewind—. A veces pasa una hora entera sin que me acuerde de eso.

—¿Y aquella vez en que nos atacó aquella gente que quería matarnos?

—¿A cuál de las ciento cuarenta y nueve ocasiones te refieres?

—Esas cosas le fortalecen a uno el carácter —dijo Dosflores en tono feliz—. Me han hecho el que soy hoy en día.

—Ah, sí-dijo Rincewind. Hablar con Dosflores no suponía ningún esfuerzo. La naturaleza confiada del hombrecillo no conocía el concepto del sarcasmo y poseía una capacidad entusiasta de no oír las cosas que podían preocuparle—. Sí, ciertamente puedo decir que es la clase de cosas que me ha convertido en el hombre que soy hoy en día, también.

Entraron en la ciudad. Las calles estaban prácticamente vacías. La mayor parte de la gente había acudido a la plaza enorme que había delante de palacio. Los nuevos emperadores tenían tendencia a los despliegues de generosidad. Además, había corrido la noticia de que este de ahora era distinto y estaba regalando cerdos gratis.

—He oído que está hablando de mandar enviados a Ankh-Morpork —dijo Dosflores mientras subían la calle, goteando—. Sospecho que eso va a causar algún revuelo.

—¿Estaba presente en ese momento el tal Al-Final-Me-Haré-El-Hara-Kiri? —preguntó Rincewind.

—Pues mira, sí.

—¿Cuando visitaste Ankh-Morpork conociste alguna vez a un hombre llamado Escurridizo?

—Oh, sí.

—Si alguna vez se dan la mano esos dos, creo que va a haber una explosión.

—Pero tú también podrías volver —dijo Dosflores—. O sea, tu nueva universidad va a necesitar toda clase de cosas y, bueno, creo recordar que a la gente de Ankh-Morpork le gustaba mucho el oro.

Rincewind hizo rechinar los dientes. La imagen no quería desaparecer: el archicanciller Rincewind comprando la Torre del Arte, haciéndoles numerar todas las piedras y mandándola hacia Hunghung. El archicanciller Rincewind contratando a todo el profesorado como bedeles. El archicanciller Rincewi…

—¡No!

—¿Perdona?

—¡No me animes a pensar así! ¡En cuanto me crea que todo va a valer la pena sucederá algo espantoso!

Hubo un movimiento detrás de él y un cuchillo se apretó de repente contra su garganta.

—¿La Gran Mancha de Vómito de Golondrina? —preguntó una voz junto a su oído.

—Mira —dijo Rincewind—. ¿Lo ves? ¡Corre, escapa! ¡No te quedes ahí, jodido memo! ¡Corre!

Dosflores se quedó un momento mirando y luego se giró y se alejó correteando.

—Dejadlo ir —dijo la voz—. Él no importa.

Unas manos lo metieron en un callejón. Le pareció notar una armadura y también barro. Sus captores estaban avezados en la técnica de arrastrar a un prisionero de forma que no pudiera apoyar un pie en ninguna parte.

Luego lo dejaron caer sobre los adoquines.

—A mí no me parece tan grande —dijo una voz imperiosa—. ¡Mírame, Gran Hechicero!

Los soldados dejaron escapar una sonrisa nerviosa.

—¡Idiotas! —Lord Hong se enfureció—. ¡Es solamente un hombre! ¡Miradlo! ¿Acaso parece poderoso? ¡Solo es un hombre que ha encontrado unos viejos trucos! Y vamos a descubrir lo grande que es sin brazos ni piernas.

—Oh —dijo Rincewind.

Lord Hong se inclinó hacia él. Tenía barro en la cara y un resplandor enloquecido en la mirada.

—Y veremos qué puede hacer entonces tu emperador bárbaro, ¿no te parece? —Señaló al grupo de soldados sombríos y pringados de barro—. ¿Sabes que medio se creen que realmente eres un gran hechicero? Así es la superstición, me temo. Muy útil la mayor parte del tiempo y puñeteramente inconveniente en ocasiones. Pero cuando te escoltemos hasta la plaza y allí les enseñemos lo grande que eres en realidad, creo que a tu bárbaro no le quedará mucho tiempo. ¿Qué es esto?

Le quitó los guantes de las manos a Rincewind.

—Juguetes —dijo—. Artilugios. El Ejército Rojo no es más que máquinas, como los molinos y las bombas de riego. No tienen nada de magia.

Los tiró a un lado y señaló con la cabeza a uno de los guardias.

—Y ahora —dijo lord Hong—, vayamos a la plaza Imperial.

—¿Qué te parece ser gobernador de Bhangbhangduc y todas estas islas de por aquí? —preguntó Cohen, mientras la Horda examinaba un mapa del Imperio—. ¿Te gusta la costa, Hamish?

—¿Mande?

Las puertas de la Salón del Trono se abrieron de par en par. Dosflores entró correteando y seguido por Un Río Grande.

—¡Lord Hong ha capturado a Rincewind! ¡Lo va a matar!

Cohen levantó la vista.

—Puede escaquearse con magia, ¿no?

—¡No! ¡Ya no tiene al Ejército Rojo! ¡Lo van a matar! ¡Tenéis que hacer algo!

—Buf, bueno, ya sabes lo que pasa con los magos —dijo Truckle—. Ya hay demasiados tal y como están las cosas…

—No. —Cohen cogió su espada y suspiró—. Vamos.

—Pero Cohen…

—He dicho que vamos. Nosotros no somos como Hong. Rincewind puede ser una rata, pero es nuestra rata. Así pues, ¿vienes o qué?

Lord Hong y su grupo de soldados casi habían llegado al pie de la amplia escalinata del palacio cuando salió la Horda. La multitud los rodeó, contenida por los soldados.

Lord Hong sostuvo a Rincewind muy cerca de sí, con un cuchillo en su garganta.

—Ah, emperador —dijo en ankh-morporkiano—. Volvemos a encontrarnos. Jaque, creo.

—¿Qué quiere decir? —susurró Cohen.

—Cree que te tiene entre la espada y la pared —dijo el señor Saveloy.

—¿Cómo sabe que no voy a dejar morir al mago?

—Psicología del individuo, me temo.

—¡Esto no tiene ningún sentido! —gritó Cohen—. Si lo matas, estarás muerto en cuestión de segundos. ¡Yo me encargaré en persona!

—Ciertamente no —dijo lord Hong—. Cuando tu… Gran Hechicero… haya muerto, cuando la gente vea la facilidad con que muere… ¿Cuánto tiempo vas a ser emperador? ¡Has ganado usando trucos!

—¿Cuáles son vuestros términos? —preguntó el señor Saveloy.

—Ninguno. No podéis darme nada que no pueda coger por mí mismo. —Lord Hong cogió el sombrero de Rincewind que llevaba uno de los guardias y se lo embutió a Rincewind en la cabeza—. Esto es tuyo —dijo entre dientes—. «Echicero.» Ja! ¡Ni siquiera sabes escribir! ¿Y bien, echicero? ¿No vas a decir nada?

—¡Oh, no!

Lord Hong sonrió.

—Ah, eso está mejor —dijo.

—¡Oh, nooooooo!

—¡Muy bien!

—¡Aaaargh!

Lord Hong parpadeó. Por un momento la figura que tenía delante pareció estirarse hasta el doble de su estatura y luego encogerse de golpe hasta tener los pies debajo de la barbilla.

Autore(a)s: