Tiempos interesantes (Mundodisco, #17) – Terry Pratchett

El señor Saveloy suspiró.

Cohen le dedicó una sonrisa y le dio una palmada en la espalda tan fuerte que fue a chocar con dos mujeres que intentaban cargar con una estatua de bronce de Ly Tin Wheedle.

—No puedes afrontarlo, ¿verdad que no, Profe? No puedes hacerte a la idea. No te preocupes. Básicamente, no eres un bárbaro. ¡Pongan la maldita estatua en su sitio señoras, o les daré unos buenos azotes con la parte plana de la espada, ya lo creo!

—Pero yo creía que podíamos hacerlo sin que saliera nadie herido. Usando el cerebro.

—No se puede. La historia no funciona así. Primero la sangre, luego el cerebro.

—Montañas de cráneos —dijo Truckle.

—Tiene que haber una forma mejor que luchar —dijo el señor Saveloy.

—Sí. Muchas. Solo que ninguna funciona. Caleb, coge esas… esas…

—Miniaturas de jade fino Bhong… —murmuró el señor Saveloy.

—…y quítaselas a ese tío. Lleva una debajo del sombrero.

Se abrió otro par de puertas labradas. La sala del otro lado ya estaba abarrotada, pero en el momento de abrirse las puertas todos sus ocupantes retrocedieron y trataron de asumir un aspecto entusiasta mientras evitaban la mirada de Cohen.

Al apartarse dejaron solo a Seis Vientos Benéficos. La corte llevaba mucho tiempo perfeccionando aquella maniobra.

—Montañas de cráneos —dijo Truckle, que no era un hombre que tuviera prisa en dejar de lado una idea.

—Esto… Hemos visto que el Ejército Rojo brotaba de la tierra, ejem, tal como predice la leyenda. Esto… Sois verdaderamente la preencarnación de Un Espejo de Sol.

El pequeño recaudador de impuestos tuvo la decencia de poner cara de vergüenza. En tanto que discurso, estaba al mismo nivel dramático que el que tradicionalmente empezaba con las palabras: «Como sabéis, vuestro padre, el rey…». Además, hasta ahora nunca había creído en las leyendas, ni siquiera en la que hablaba de un campesino que hacía una declaración de la renta escrupulosamente limpia todos los años.

—Sí, claro —dijo Cohen.

Avanzó dando zancadas hasta el trono y clavó su espada en el suelo, donde se quedó vibrando.

—A algunos de vosotros os voy a cortar la cabeza por vuestro propio bien —dijo—. Pero todavía no he decidido a quién. Y que alguien le enseñe a Willie el Chaval dónde está el lavabo.

—No hace falta —dijo Willie el Chaval—. No después de que aparecieran esas estatuas rojas detrás de mí tan de repente.

—Montañas de… —empezó a decir Truckle.

—No sé nada de montañas —dijo Cohen.

—¿Y dónde —preguntó Seis Vientos Benéficos— está el Gran Hechicero?

—El Gran Hechicero —dijo Cohen.

—Sí, el Gran Hechicero que ha invocado al Ejército Rojo y lo ha hecho salir de la tierra —dijo el recaudador.

—No sé nada de él —dijo Cohen.

La multitud avanzó dando tumbos mientras la gente seguía entrando en la sala.

—¡Vienen!

Un guerrero de terracota entró en la sala con los pies repiqueteando en el suelo y una sonrisa muy débil todavía en la cara.

Se detuvo, tambaleándose un poco mientras le caían gotas de agua al suelo.

La gente estaba encogida de terror. Excepto la Horda, según pudo ver el señor Saveloy. Cuando se les presentaban peligros desconocidos pero terribles, los miembros de la Horda se ponían furiosos o bien se quedaban perplejos.

Entonces se alegró. No eran mejores, solamente distintos. No les importa enfrentarse a criaturas enormes y terribles, se dijo a sí mismo, pero pídeles que bajen a la calle para comprar una bolsa de arroz y se quedan hechos polvo…

—¿Qué hago ahora, Profe? —susurró Cohen.

—Bueno, eres el emperador —dijo el señor Saveloy—. Creo que tienes que hablar con él.

—Vale.

Cohen se puso de pie y saludó alegremente al gigante de terracota con la cabeza.

—Buenos días —dijo—. Lo habéis hecho muy bien ahí fuera. Tú y el resto de tus coleguitas tenéis el día libre para plantar geranios en vosotros mismos o lo que sea que hagáis. Esto… ¿tenéis un Gigante Número Uno con el que deba hablar?

El guerrero de terracota levantó un dedo con un crujido.

Luego se llevó dos dedos al antebrazo y después levantó otra vez el dedo.

Todo el mundo en la multitud empezó a hablar al mismo tiempo.

El gigante se tiró de un vestigio de oreja con dos dedos.

—¿Que puede querer decir eso? —dijo Seis Vientos Benéficos.

—Me resulta un poco difícil de creer —dijo el señor Saveloy—. Pero es un antiguo método de comunicación que usamos en la tierra de los vampiros chupasangre.

—¿Y lo podéis entender?

—Oh, sí. Creo que sí. Hay que intentar adivinar la palabra o la frase. Nos está intentando decir… esto… una palabra, dos sílabas. La primera sílaba suena como…

El gigante separó las piernas y puso los dos puños delante del pecho, en guardia, tapándose la cara con el izquierdo y untando golpes con el derecho.

—Boxeo —dijo el señor Saveloy—. ¿Boxear? ¿Fintar? ¿Juego de piernas? ¿Asalto? ¿Asalto? ¿K.O.? ¿Ring?

El gigante se dio un golpecito apresurado en la nariz y llevó a cabo un baile muy pesado y ruidoso, con varias partes de su armadura de terracota claqueteando.

—Suena como ring —dijo el señor Saveloy—. La primera sílaba suena como ring.

—Esto…

Una figura andrajosa se abrió paso entre la multitud. Llevaba gafas y tenía una lente rota.

—Esto… —dijo—, tengo una idea al respecto…

Lord Fang y algunos de sus guerreros de más confianza se habían congregado en la falda de las colinas. Un buen general siempre sabe cuándo ha de dejar el campo de batalla, y por lo que respectaba a lord Fang, el momento justo era cuando veía acercarse al enemigo.

Los hombres estaban conmocionados. No habían intentado hacer frente al Ejército Rojo. Y quienes lo habían intentado estaban muertos.

—Nos… reagrupamos —jadeó lord Fang—. Y luego esperaremos a que caiga la noche y… ¿qué es eso?

Se oyó un ruido rítmico procedente de los matorrales que había ladera arriba, donde los corrimientos de tierras habían abierto otro barranco lleno de maleza.

—Suena como un carpintero, señor —dijo uno de los soldados.

—¿Aquí arriba? ¿En medio de una guerra? ¡Id a ver qué es!

El hombre se alejó apresuradamente. Al cabo de un rato el ruido que parecía alguien serrando se detuvo. Y luego se reanudó.

Lord Fang había estado intentando urdir un nuevo plan de batalla basado en los Nueve Principios Útiles. Tiró su mapa al suelo.

—¿Por qué continúa el ruido? ¿Dónde está el capitán Nong?

—No ha vuelto, señor.

—¡Entonces id a ver qué le ha pasado!

Lord Fang intentó recordar si el gran sabio militar había dicho algo alguna vez sobre cómo combatir a estatuas invulnerables gigantes. El…

El ruido de serrería se detuvo. Luego fue reemplazado por el ruido de los martillazos.

Lord Fang miró a su alrededor.

—¿Cómo puedo conseguir que alguien obedezca una de mis órdenes? —vociferó.

Recogió su espada y subió dando tumbos la ladera enfangada. Los matorrales se abrieron a su paso. Apareció un claro. Luego una forma que se movía deprisa, usando centenares de pierneci…

Se oyó un ruido seco.

Llovía tan fuerte que las gotas tenían que hacer cola.

En algunas partes la tierra roja tenía docenas de metros de profundidad. Producía dos o tres cosechas al año. Era rica. Era fecunda. Cuando estaba mojada, era extremadamente pegajosa.

Los ejércitos supervivientes habían salido chapoteando del campo de batalla, tan rojos de la cabeza a los pies como los hombres de terracota. Dejando de lado a los que habían sido pisoteados, lo cierto era que el Ejército Rojo no había matado a mucha gente. El terror les había hecho la mayor parte del trabajo. En realidad habían muerto más hombres en las breves batallas entre ejércitos y, durante las carreras para escapar, por sus propios bandos[25].

El ejército de terracota se quedó con todo el llano para campar a sus anchas. Y estaban celebrando la victoria de maneras diversas. Muchos guardias estaban caminando en círculos, vadeando por el barro pegajoso como si no fuera mas que aire sucio. Algunos estaban cavando una zanja, cuyos lados se les deshacían encima bajo la lluvia torrencial. Unos cuantos intentaban trepar por paredes que no existían. Varios, posiblemente como resultado de tanto esfuerzo tras siglos de mantenimiento cero, habían explotado espontáneamente causando una lluvia de chispas azules, y la metralla de arcilla al rojo vivo había sido un factor importante en la cuenta de bajas enemigas.

Y entretanto la lluvia no paraba, formando una cortina sólida de agua. No parecía una lluvia natural. Daba la impresión de que el mar había decidido reclamar la tierra por vía aérea.

Rincewind cerró los ojos. Tenía la armadura cubierta de barro. Ya no veía los dibujos, y era un alivio porque estaba bastante seguro de que se estaba haciendo un lío. Se podía ver lo que estaba viendo cualquier guerrero, o por lo menos parecía que debería poderse si uno sabía cómo funcionaban algunos de los dibujos más extraños y cómo pulsarlos en el orden adecuado. Rincewind no lo sabía, y en cualquier caso quien fuera que hubiera fabricado aquella armadura mágica no había tenido en cuenta la posibilidad de que alguien la usara hundido en barro hasta las rodillas durante un río vertical. De vez en cuando soltaba chispas. Una de las botas se estaba calentando.

¡Y había empezado tan bien! Pero entonces había aparecido lo que él empezaba a llamar el factor Rincewind. Probablemente algún otro mago habría sacado al ejército en formación y no le habría llovido encima y en aquellos momentos estaría desfilando por las calles de Hunghung mientras la gente tiraba flores y decía: «A fe mía, el Gran Hechicero existe, no hay duda».

Algún otro mago no habría pulsado el dibujo equivocado y habría puesto a aquellas cosas a cavar.

Se dio cuenta de que se estaba revolcando en autocompasión. Y de forma más pertinente, se estaba revolcando en barro. Y se estaba hundiendo. De nada servía intentar sacar un pie: no funcionaba, y además el otro pie se le hundía más y se seguía recalentando.

Cayó un relámpago en el suelo a su lado. Lo oyó chisporrotear, vio el humo, sintió el hormigueo de la electricidad y notó el sabor de hojalata quemada.

Otro relámpago alcanzó a un guerrero. El torso le explotó y causó una lluvia de alquitrán negro y pegajoso. Las piernas siguieron andando durante unos pocos pasos y luego se detuvieron.

El agua le rodeaba por completo, roja y espesa ahora que el río Hung estaba desbordado. Y el barro le seguía absorbiendo los pies como si fuera una caries gigante.

Algo pasó dando vueltas sobre el agua fangosa. Parecía un pedacito de papel.

Rincewind vaciló, luego extendió un brazo como pudo con una mano enguantada y lo pescó ahuecando la mano.

Era, tal como había esperado, una mariposa.

—Muchas gracias —dijo en tono amargo.

El agua se le escurrió entre los dedos.

Cerró la mano a medias, luego suspiró y, con toda la delicadeza que pudo, se colocó la criatura sobre un dedo. Las alas le colgaban, empapadas.

La protegió de la lluvia con la otra mano y sopló varias veces sobre las alas.

—Venga, lárgate.

La mariposa se giró. Sus ojos de facetas múltiples emitieron un breve resplandor verde y luego aleteó de forma experimental.

Dejó de llover.

Y empezó a nevar, pero solamente donde estaba Rincewind.

—Ah, sí-dijo Rincewind—. Claro que sí. Ah, muchísimas gracias.

Había oído decir que la vida era como un pájaro que entra volando en plena noche y cruza un salón atestado y luego sale por otra ventana de vuelta a la noche eterna. En el caso de Rincewind se las había apañado para dejar caer algo incontinente en su cena.

La nieve se detuvo. Las nubes se retiraron de la cúpula del cielo a una velocidad asombrosa y dejaron pasar un calor y una luz del sol que hicieron humear el barro casi de inmediato.

—¡Ahí estás! ¡Te hemos estado buscando por todas partes!

Rincewind intentó darse la vuelta, pero el barro se lo puso imposible. Se oyó un trompazo leñoso, como el de un tablón dejado caer sobre el limo húmedo.

—¿Nieve en su cabeza? ¿Con el sol que hace? Me dije a mí mismo: está claro que es él.

Se oyó el ruido de otro tablón.

Una pequeña avalancha cayó del yelmo y le resbaló a Rincewind por el cuello.

Otro trompazo y un tablón hizo salpicar el barro que había a su lado.

—Soy yo, Dosflores. ¿Estás bien, viejo amigo?

—Creo que se me está cociendo el pie, pero aparte de eso estoy como unas pascuas.

—Sabía que eras tú el que estaba haciendo la charada —dijo Dosflores, metiendo las manos debajo de los hombros del mago y tirando de él.

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