Tiempos interesantes (Mundodisco, #17) – Terry Pratchett

—¿Y qué pasa con Hrun? No puede estar muerto. Tiene la mitad de años que nosotros.

—Lo último que oí de él es que había encontrado trabajo. Hacía de sargento de la guardia en alguna parte.

—¿Sargento de la guardia? —dijo Cohen—. ¿Cómo, a sueldo?

—Sí.

—Pero… ¿cómo, o sea, a sueldo?

—Me dijo que el año que viene quizá lo harían capitán. Me dijo… me dijo que es un trabajo con pensión.

Cohen le soltó la camisa.

—Ya no quedan muchos de nosotros, Cohen —dijo Truckle.

Cohen se dio la vuelta.

—Muy bien, ¡pero nunca hemos sido muchos! ¡Y yo no pienso morirme! No si eso quiere decir que el mundo se quedará en manos de hijos de puta como Hong, que no saben lo que es ser jefe de tribu. Escoria. Así es como llamó a sus soldados. Escoria. ¡Es como esa mierda de juego civilizado que nos enseñaste, Profe!

—¿El ajedrez?

—Ese. ¡Los pegones solamente están para ser masacrados por el otro bando! Mientras que el rey se queda tranquilamente en la retaguardia.

—Sí, pero el otro bando eres tú, Cohen.

—¡Exacto! Eso es… Bueno, sí, no pasa nada cuando el enemigo soy yo. Pero yo no empujo a otros hombres delante de mí para que los maten en mi lugar. Y jamás uso arcos ni perros de esos. Cuando mato a alguien es cara a cara y en persona. ¿Ejércitos? ¿Puñeteras tácticas? ¡Solamente hay una forma de luchar, y es que todo el mundo cargue a la vez, blandiendo las espadas y gritando! ¡Ahora todos de pie y a por él!

—Ha sido una mañana muy larga, Gengis —dijo Willie el Chaval.

—¡No me vengas con esas!

—Me gustaría ir al cuarto de baño. Es toda esta lluvia.

—Cojamos primero a Hong.

—Si está escondido en el baño a mí me parece bien.

Llegaron a las puertas de la ciudad. Las habían cerrado. Cientos de personas, entre ciudadanos y guardias, los miraban desde lo alto de las murallas.

Cohen levantó un dedo en dirección a ellos.

—No pienso decir esto dos veces —dijo—. Voy a entrar, ¿de acuerdo? Puedo hacerlo por las buenas o por las malas.

Las caras impasibles miraron primero al anciano flacucho y después al llano de la batalla, donde los ejércitos de los señores de la guerra luchaban entre ellos y, llenos de terror, contra los guerreros de terracota. Al anciano. Al llano. Al anciano. Al llano.

—Muy bien —dijo Cohen—. Después no digáis que no os avisé.

Levantó la espada y se preparó para cargar.

—Espera —dijo el señor Saveloy—. Escucha…

Se oyeron gritos detrás de las murallas, órdenes confusas y luego más gritos. Y luego un par de chillidos.

Las puertas se abrieron, empujadas por docenas de ciudadanos.

Cohen bajó la espada.

—Ah —dijo—. Han entrado en razón, ¿verdad?

Jadeando un poco y renqueando, la Horda cruzó las puertas. La multitud los observó en silencio. Había varios guardias muertos. Otros muchos se habían quitado los cascos y habían decidido optar por un nuevo y brillante futuro en Civilandia, donde era menos probable que te linchara a palos una multitud enfurecida.

Todas las caras miraban a Cohen y se giraban para seguirlo igual que las flores siguen al sol.

El no les hizo caso.

—¿Populín el Fuerte? —le preguntó a Caleb.

—Muerto.

—No puede ser. Cuando le vi hace un par de meses estaba como una rosa. Se iba a una nueva misión y todo.

—Muerto.

—¿Qué pasó?

—¿Conoces al Terrible Perezoso Devorador de Hombres de Clup?

—¿El que dicen que guarda el rubí gigante del dios serpiente loco?

—El mismísimo. Bueno… pues lo era.

La multitud se apartó para dejar pasar a la Horda. Un par de personas intentaron vitorearlos, pero les hicieron callar. El silencio que reinaba solamente lo había oído el señor Saveloy en los templos más devotos[24].

Había murmullos, sin embargo, que nacían de aquel silencio cauteloso como burbujas en un cazo de agua al fuego.

Y decían así:

El Ejército Rojo. El Ejército Rojo.

—¿Y qué pasa con Organdy Sloggo? Lo último que oí era que seguía en plena forma en Howondalandia.

—Muerto. Intoxicación por metales.

—¿Cómo?

—Le clavaron tres espadas en el estómago.

¡El Ejército Rojo!

—¿Y Mungo el Acuchillador?

—Lo creen muerto en Skund.

—¿Lo creen?

—Bueno, solo encontraron su cabeza.

¡El Ejército Rojo!

La Horda se acercó a las puertas interiores de la Ciudad Prohibida. La multitud los seguía de lejos.

Aquellas puertas también estaban cerradas. Delante de ellas había un par de guardias fornidos custodiándolas. Tenían la cara de hombres que han recibido instrucciones de guardar las puertas y que van a guardar las puertas pase lo que pase. El ejército depende de la gente dispuesta a guardar puertas o puentes o desfiladeros pase lo que pase y a menudo existen poemas heroicos escritos en su honor, invariablemente póstumos.

—¿Y Gosbar el Despierto?

—He oído que murió en la cama.

—¡El viejo Gosbar no!

—Todo el mundo tiene que dormir alguna vez.

—Eso no es lo único que tiene que hacer la gente, señor mío —dijo Willie el Chaval—. De verdad que tengo que ir al comosellame.

—Bueno, tienes la Muralla.

—¡Pero está todo el mundo mirando! No sería… civilizado.

Cohen fue decidido hacia los guardias.

—No pienso andarme con bobadas —dijo—. ¿De acuerdo? ¿Preferís morir antes que traicionar a vuestro emperador?

Los guardias miraban adelante.

—¿Y Nurker? —preguntó—. ¿El grandullón de Nurker? Es más duro que la roca.

—Una raspa —dijo Caleb.

—¿Nurker? Una vez mató a seis trolls con…

—Se asfixió con una raspa de pescado que había en sus gachas. Creía que lo sabías. Lo siento.

Cohen se le quedó mirando. Y luego miró su espada. Y luego a los guardias. Por un momento se hizo el silencio, roto solamente por el sonido de la lluvia.

—¿Sabéis, muchachos? —dijo con una voz tan repentinamente cargada de fatiga que el señor Saveloy vio que se abría un foso en medio de aquel momento de triunfo—. Os iba a cortar la cabeza. Pero… ¿qué sentido tiene, eh? O sea, si nos paramos a pensarlo, ¿para qué molestarse? ¿A quién le importa al fin y al cabo?

Los guardias seguían mirando adelante. Pero sus ojos estaban cada vez más abiertos.

El señor Saveloy se giró.

—Total, tarde o temprano acabaréis muertos —siguió Cohen—. Y es que eso viene a ser todo. Uno vive la vida lo mejor que puede y luego resulta que no importa, porque estás muerto…

—Esto… ¿Cohen? —dijo el señor Saveloy.

—O sea, miradme a mí. Llevo toda la vida cortando cabezas, ¿y qué he conseguido?

—Cohen…

Los guardias ya no se limitaban a mirar. Sus caras se estaban descomponiendo en forma de muecas muy verosímiles de miedo.

—¿Cohen?

—Sí, ¿qué?

—Creo que tendrías que mirar detrás de ti, Cohen.

Cohen se giró.

Media docena de guerreros rojos avanzaban por la calle. La multitud se había echado atrás y ahora miraban en un silencio aterrado.

Luego una voz gritó:

—¡Duración Prolongada al Ejército Rojo!

Se levantaron gritos aquí y allá entre la multitud. Una joven levantó el puño cerrado.

—¡Avance Necesario con el Pueblo Mientras se Mantiene el Debido Respeto a las Tradiciones!

Otros se unieron a ella.

—¡Correctivo Merecido a los Enemigos!

—¡He perdido al señor Conejito!

Los gigantes rojos se detuvieron repiqueteando.

—¡Miradlos! —dijo el señor Saveloy—. ¡No son trolls! ¡Se mueven como si fueran alguna clase de máquinas! ¿No os parece interesante?

—No —dijo Cohen con expresión ausente—. El pensamiento abstracto no es un aspecto importante del proceso mental de los bárbaros. ¿Pero que estaba yo diciendo? —suspiró—. Ah, sí. Vosotros dos… ¿preferís morir que traicionar a vuestro emperador, entonces?

Ahora los dos hombres estaban paralizados de miedo.

Cohen levantó la espada.

El señor Saveloy respiró hondo, cogió a Cohen del brazo de la espada y gritó:

¡Pues entonces abrid las puertas y dejadlo entrar!

Hubo un momento de silencio total.

El señor Saveloy dio un codazo a Cohen.

—Vamos —dijo entre dientes—. ¡Actúa como un emperador!

—¿Cómo…? ¿Quieres decir que suelte risitas, mande torturar a la gente y esas cosas? ¡Y un cuerno!

—¡No! ¡Actúa como debería actuar un emperador!

Cohen clavó la mirada en Saveloy. Luego se volvió a los guardias.

—Bien hecho-dijo—. Vuestra lealtad os… comosellame… os honra. Seguid así y os veo a cada uno con un ascenso. Ahora dejadnos entrar o haré que mis hombres maceta os corten los pies para que tengáis que arrodillaros en la alcantarilla mientras buscáis vuestras cabezas.

Los hombres se miraron entre ellos, tiraron sus espadas al suelo y trataron de humillarse ante él.

—Y podéis levantaros, coño —dijo Cohen, en un tono un poco más amable—. ¿Señor Saveloy?

—¿ Sí?

—Ahora soy emperador, ¿verdad?

—Los… soldados de tierra parecen estar de nuestro lado. La gente cree que habéis ganado. Y estamos todos vivos. Yo diría que hemos ganado, sí.

—Si soy emperador, puedo decirle a todo el mundo lo que tiene que hacer, ¿verdad?

—Oh, por supuesto.

—Como es debido. Ya sabes. Con pergaminos y esas historias. Capullos en uniforme tocando trompetas y diciendo: «Esto es lo que él quiere que hagáis».

—Ah. Quieres hacer una proclama.

—Sí. Ya vale de estas jodidas reverencias. Me pone los pelos de punta. Que nadie haga ninguna reverencia ante nadie, ¿de acuerdo? Si alguien me ve puede saludarme con la mano, o tal vez darme algo de dinero. Pero de esto de dar con la frente en el suelo, nada de nada. Me da grima. Ahora, pon eso en escritura de la buena.

—Enseguida. Y…

—Espera, no he terminado. —Cohen se mordió el labio en gesto desacostumbradamente meditabundo, mientras los guerreros rojos se detenían dando un bandazo—. Sí. Puedes añadir voy a soltar a todos los presos, a menos que hayan hecho algo realmente malo. Como intento de envenenamiento, para empezar. Puedes trabajar tú en los detalles. A todos los torturadores haré que les corten la cabeza. Y a todos los campesinos que les den un cerdo gratis o algo parecido. Te dejo a ti que añadas todos los detalles finos del tipo «por orden de» y esas cosas.

Cohen miró a sus guardias.

—He dicho que os levantéis. Os juro que el próximo hijo de puta que bese el suelo delante de mí va a recibir una patada en el antiguo gallinero. ¿De acuerdo? Ahora abrid las puertas.

La multitud lo vitoreó. Cuando la Horda entró en la Ciudad Prohibida ellos entraron detrás, en una especie de cruce entre una carga revolucionaria y un paso respetuoso.

Los guerreros rojos se quedaron fuera. Uno de ellos levantó un pie de terracota, que chirrió un poco, y caminó hacía la Muralla hasta chocar con ella.

El guerrero se bamboleo un momento como si estuviera borracho y luego consiguió quedarse a un par de metros de la Muralla sin colisionar con ella.

Levantó un dedo y escribió con trazos temblorosos con un polvo rojo que se convirtió en una especie de pintura sobre el yeso mojado:

SOCORRO SOCORRO ESTOY HAÍ FUERA EN EL YANO

SOCORRO NO ME PUEDO QUITAR ESTA PUTA HARMADURA

La multitud se agolpó detrás de Cohen, gritando y cantando. Si hubiera tenido un tablón de surf podría haber navegado encima de la gente. La lluvia tamborileaba con estrépito en el techo y se derramaba en los patios.

—¿Por qué están tan emocionados? —preguntó.

—Creen que vas a saquear el palacio —dijo el señor Saveloy—. Han oído hablar de los bárbaros, ¿sabes? Y quieren su parte. Además, les ha gustado la idea del cerdo.

—¡Eh, tú! —le gritó Cohen a un niño que pasaba encogido bajo el peso de un jarrón enorme—. ¡Quita tus manazas de ladronzuelo de mis cosas! ¡Eso es valioso! Es un… un…

—Es de la dinastía S’ang —dijo el señor Saveloy.

—Eso mismo —dijo el jarrón.

—¡Es un dinastía S’ang, hombre! ¡Devuélvelo a donde estaba! ¡Y todos vosotros…! —Se giró y blandió la espada—. ¡Quitaos los zapatos! ¡Estáis rayando el suelo! ¡Mira cómo está ya!

—Ayer no te importaba el suelo —gruñó Truckle.

—Ayer no era mi suelo.

—Sí que lo era —dijo el señor Saveloy.

—No como es debido —dijo Cohen—. El rito de conquista es lo importante. La sangre. La gente entiende la sangre. Uno se limita a entrar y tomar posesión y nadie se lo toma en serio. Pero los mares de sangre… Todo el mundo entiende eso.

—Las montañas de cráneos —dijo Truckle en tono aprobador.

—Mira la historia —dijo Cohen—. Siempre que… Eh, tú, el del sombrero, te estás llevando mi…

—Mesa de Sbibo Yangcong-san de caoba con incrustaciones —dijo el señor Saveloy en voz baja.

—… así que ponla en su sitio, ¿me oyes? Sí, siempre que te encuentras con un rey del que todo el mundo dice: «Oh, era un buen rey, sí señor», te puedes apostar las sandalias que era un cabrón enorme y con barba que rompía cabezas todo el tiempo y se reía de ello. ¿Eh? Pero un rey que solamente aprueba leyes que no están mal y lee libros y trata de parecer inteligente… «Oh», dicen, «ah, bah, no estaba mal, un poco soso, no me parecía un rey de verdad.» La gente es así.

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