Tiempos interesantes (Mundodisco, #17) – Terry Pratchett

Tal vez no tendríamos que haberte puesto nombre. No se nos ocurrió. Era una broma. Pero tendríamos que habernos acordado de que los nombres son importantes. Una cosa con nombre es algo más que una cosa.

—Márchate, Adrian —dijo en tono firme.

Se sentó y tecleó con cuidado:

Hola.

Hubo un zumbido.

La pluma escribió:

+++?????? +++ Hola +++ Reinicie el Sistema +++

Muy por encima de ellos, una mariposa —con las alas de un color amarillo indistinto y marcas negras— entró revoloteando por una ventana abierta.

Ponder empezó a hacer los cálculos para la transferencia entre Hunghung y Ankh-Morpork.

La mariposa se posó un momento sobre el laberinto de tubos de cristal. Cuando volvió a levantar el vuelo dejó atrás una gotita muy pequeña de néctar.

Ponder tecleaba con cuidado, muy por debajo.

Una hormiga pequeña pero importante, una de los millares que correteaban, emergió de una grieta del tubo y pasó unos segundos chupando el dulce líquido antes de regresar al trabajo.

Al cabo de un rato, Hex dio su respuesta. Aparte de un punto pequeño pero importante, era del todo correcta.

Rincewind dio media vuelta.

Con un coro retumbante de crujidos y chirridos, el Ejército Rojo también dio media vuelta.

Y era rojo de verdad. Rincewind se dio cuenta de que tenía el mismo color de la tierra.

Se había tropezado con algunas estatuas en la oscuridad. No tenía ni idea de que fueran tantísimas. Se extendían, fila tras fila, hasta las sombras distantes.

A modo de experimento, dio media vuelta. Tras él se produjo otro coro de pisotones.

Después de algunos comienzos en falso, Rincewind se encontró con que la única manera de acabar encarado hacia ellos era quitarse las botas, girarse y volver a ponérselas.

Bajó el visor un momento y se vio a sí mismo bajando el visor un momento.

Levantó un brazo. Ellos levantaron sus brazos. Dio un salto. Ellos dieron un salto, con un aterrizaje estrepitoso que hizo bailar los globos. Crepitó el relámpago desde sus botas.

Rincewind sintió un repentino impulso histérico de reír.

Se tocó la nariz. Ellos se tocaron las narices. Llevó a cabo, con un regocijo terrible, el gesto tradicional para dejar marchar a los demonios. Siete mil dedos corazón de terracota se alzaron hacia el techo.

Rincewind intentó tranquilizarse.

La palabra que su mente había estado buscando a tientas salió por fin a la superficie, y era golem.

Existían un par de ellos, incluso en Ankh-Morpork. Era probable encontrarlos en cualquier zona donde hubiera magos o sacerdotes a quienes les gustaran los experimentos. No solían ser más que figuras hechas de arcilla y animadas con alguna clase de hechizo u oración adecuada. Iban de aquí para allá haciendo trabajitos sencillos, pero no se estilaban mucho últimamente. El problema no era ponerlos a trabajar sino hacer que dejaran de trabajar. Si ponías a un golem a cavar en el huerto y te olvidabas de él, al volver te encontrabas con que había plantado una hilera de judías de dos mil kilómetros de largo.

Rincewind miró uno de los guantes.

Tocó con cautela el dibujito de un soldado luchando.

El ruido de siete mil espadas al ser desenvainadas simultáneamente sonó como una gruesa lámina de acero al rasgarse. Siete mil armas quedaron apuntando a Rincewind.

Dio un paso atrás. El ejército hizo lo mismo.

Estaba en un lugar con miles de soldados artificiales armados con espadas. El hecho de que pareciera tener control sobre ellos no era muy tranquilizador. En teoría llevaba toda la vida teniendo control sobre Rincewind, y mira todo lo que le había pasado.

Miró otra vez los dibujitos. Uno de ellos mostraba un soldado con dos cabezas. Cuando lo tocó, el ejército se giró con un movimiento elegante. Ah.

Ahora había que salir de allí…

La Horda contemplaba el ajetreo que había entre los hombres de lord Hong. Estaban arrastrando objetos a la primera línea.

—A mí no me parecen arqueros —dijo Willie el Chaval.

—Esas cosas son Perros Ladradores —dijo Cohen—. Lo sé de buena tinta. Los he visto antes. Son como barriles llenos de fuegos artificiales, y cuando se encienden los fuegos artificiales sale una piedra enorme disparada por el otro lado.

—¿Por qué?

—Bueno, ¿tú te quedarías quieto si alguien te encendiera un fuego artificial en el culo?

—Mira, Profe, ha dicho «culo» —se quejó Truckle—. Mira, en mi hoja de papel pone que no hay que decir…

—Tenemos escudos, ¿verdad? —dijo el señor Saveloy—. Estoy seguro de que si nos mantenemos juntos y nos tapamos las cabezas con los escudos no nos pasará nada.

—La piedra mide como treinta centímetros y va a toda velocidad y está al rojo vivo.

—¿Nada de escudos, entonces?

—Nada —dijo Cohen—. Truckle, tú empuja a Hamish…

—No llegaremos a cincuenta yardas, Gengis —dijo Caleb.

—Mejor cincuenta yardas ahora que dos metros dentro de un minuto, ¿no? —dijo Cohen.

—¡Bravo! —dijo el señor Saveloy.

—¿Mande?

Lord Hong estaba observándolos. Vio que la Horda colocaba los escudos alrededor de la silla de ruedas para formar una tosca muralla movediza y vio que las ruedas empezaban a girar.

Levantó la espada.

—¡Fuego!

—¡Todavía estamos metiendo las cargas, señor!

—¡He dicho fuego!

—¡Tenemos que cebar los Perros, señor!

Los artilleros trabajaron a ritmo febril, no tan espoleados por el terror a lord Hong como por la Horda que se acercaba a la carrera.

El pelo del señor Saveloy ondeaba al viento. Venía dando saltos por el suelo de tierra, blandiendo su espada y gritando.

No había sido tan feliz en toda su vida.

Así que aquel era el secreto que se ocultaba en el corazón de las cosas: mirar a la muerte a la cara y cargar… Hacía que todo fuera absolutamente sencillo.

Lord Hong tiró su casco al suelo.

—¡Fuego, malditos campesinos! ¡Escoria de la tierra! ¿Por qué tengo que pedirlo dos veces? ¡Dadme esa antorcha!

Apartó a un artillero de un empujón, se puso en cuclillas detrás de un Perro, tiró de él hasta que el cañón apuntara directamente a Cohen, levantó la antorcha…

La tierra sufrió una sacudida. El Perro se encabritó y rodó hacia un lado.

Una cabeza roja y redonda salió del suelo, sonriendo levemente.

Hubo gritos entre las tropas mientras los soldados miraban el suelo que se movía debajo de sus botas, intentaban correr sobre una superficie de tierras movedizas y desaparecían en la nube de polvo que se alzaba.

El suelo se hundió.

Luego volvió a levantarse mientras los soldados heridos trepaban unos encima de otros para escapar porque ahora el suelo estaba adoptando forma humana y subía en medio de toda la agitación.

La Horda se detuvo dando un patinazo.

—¿Qué es eso? ¿Trolls? —dijo Cohen. Ahora había diez figuras visibles, intentando concienzudamente trepar por el aire.

Luego se detuvieron. Uno de ellos volvió su cara afable y sonriente a un lado y a otro.

Un sargento debía de haber ordenado a gritos que un puñado de arqueros se pusiera en formación, porque unas cuantas flechas se rompieron contra la armadura de terracota sin causar absolutamente ningún efecto.

Ya había otros guerreros rojos subiendo por detrás de los que antes trepaban. Chocaron con ellos haciendo un ruido de loza. Luego, como un solo hombre —o un solo troll, o un solo demonio— desenvainaron las espadas, se dieron la vuelta y se dirigieron hacia el ejército de lord Hong.

Unos pocos soldados trataron de luchar con ellos simplemente porque tenían detrás una multitud demasiado grande como para huir. Murieron.

Tampoco es que los guerreros rojos fueran buenos luchadores. Se comportaban de forma mecánica y todos ellos ejecutaban la misma estocada, parada o tajo sin importar lo que estuviera haciendo su oponente. Pero eran simplemente imparables. Si su oponente conseguía escapar a un golpe pero no se apartaba de en medio, simplemente acababa pisoteado. Y a juzgar por su aspecto, los guerreros eran extremadamente pesados.

Y la forma en que aquellas cosas sonreían todo el tiempo se añadía al terror de la situación.

—Vaya, vaya, mira qué cosas —dijo Cohen, buscando su bolsita de tabaco.

—Nunca he visto a los trolls luchar así —dijo Truckle. Del agujero salían filas y filas de soldados, dando alegres estocadas al aire.

La primera fila se movía en medio de una nube de polvo y gritos. A un ejército grande le cuesta hacer cualquier cosa deprisa, y las divisiones que intentaban avanzar para ver cuál era el problema estaban obstaculizando la huida de los individuos que buscaban un agujero en el que esconderse y el estatus permanente de civil. Sonaban los gongs y había hombres intentando gritar órdenes, pero nadie sabía qué se suponía que significaban aquellos gongs ni cómo había que obedecer las órdenes, porque no parecía haber tiempo para nada.

Cohen terminó de liar su cigarrillo y se encendió una cerilla en la barbilla.

—Muy bien —le dijo al mundo en general—. Vamos a por ese cabrón de Hong.

Ahora las nubes del cielo eran menos temibles. Y había menos relámpagos. Pero seguía habiendo muchas, de color verde negruzco y cargadas de lluvia.

—¡Pero esto es alucinante! —dijo el señor Saveloy. Unas cuantas gotas cayeron al suelo y dejaron anchos cráteres en la tierra.

—Sí, bueno —dijo Cohen.

—¡Un fenómeno de lo más extraño! ¡Guerreros brotando de la tierra!

Los cráteres se unieron entre ellos. Y daba la sensación de que las gotas también se estaban uniendo. Empezó a llover a jarrones de porcelana fina.

—No sé —dijo Cohen, viendo cómo un pelotón descompuesto huía despavorido—. Es la primera vez que estoy aquí. A lo mejor esto pasa mucho.

—¡O sea, es como aquel mito sobre el hombre que sembró huesos de dragón y brotaron de la tierra unos esqueletos terribles que luchaban!

—Eso no me lo creo —dijo Caleb, mientras todos corrían con paso ligero detrás de Cohen.

—¿Por qué no?

—Si uno siembra dientes de dragón, lo que le sale son dragones. No esqueletos luchadores. ¿Qué decía en el paquete?

—¡No lo sé! ¡El mito nunca mencionó que vinieran en un paquete!

—Tendría que poner en el paquete: «Salen dragones».

—No se puede creer en los mitos —dijo Cohen—. Que me lo digan a mí. Sí… ahí está… —añadió, señalando a un jinete lejano.

El llano entero estaba sumido en el caos. Los guerreros rojos no eran más que el comienzo. La alianza entre los cinco señores de la guerra ya era frágil como el cristal en circunstancias normales, y la huida aterrada se interpretó instantáneamente como un ataque por sorpresa. Nadie prestaba ninguna atención a la Horda. No tenían ningún gong, ningún estandarte de colores. No eran enemigos tradicionales. Y ahora además el suelo estaba enfangado, y el barro volaba y de cintura para abajo todo el mundo era del mismo color. Y la línea estaba subiendo.

—¿Qué estamos haciendo, Gengis? —preguntó el señor Saveloy.

—Estamos regresando al palacio.

—¿Por qué?

—Porque ahí es donde ha ido Hong.

—Pero hay ese increíble…

—Mira, Profe. He visto árboles que andaban y dioses araña y cosas grandes y verdes con dientes —dijo Cohen—. No sirve de nada ir por ahí diciendo «increíble» todo el tiempo, ¿verdad, Truckle?

—Verdad. ¿Sabes que cuando fui a por aquella Cabra Vampiro de Cinco Cabezas en Skund dijeron que no tenía que hacerlo porque era una especie en peligro de extinción? Les dije que sí, gracias a mí. ¿Y creéis que estaban agradecidos?

—Ja —dijo Caleb—. Tendrían que haberte dado las gracias por darles todas esas especies en peligro de las que preocuparse. ¡Da media vuelta y vuélvete a tu casa, soldadito!

Un grupo de soldados que intentaba por todos los medios alejarse de los guerreros rojos dieron un patinazo en el barro, miraron aterrorizados a la Horda y salieron corriendo en una dirección distinta.

Truckle se detuvo para recuperar el resuello, con la lluvia cayéndole a chorros por la barba.

—No puedo con tanta carrera —dijo—. No si tengo que empujar la silla de ruedas de Hamish por todo este barro. Hagamos una parada para respirar un poco.

—¿Mande?

—¿Una parada para respirar? —dijo Cohen—. ¡Dioses! ¡Nunca pensé que viviría para ver el día! ¡Un héroe descansando! ¿Alguna vez descansó Voltan el Indestructible?

—Ahora está descansando. Está muerto, Gengis —dijo Caleb.

Cohen vaciló.

—¿El viejo Voltan?

—¿No lo sabías? Y también el Inmortal Jenkins.

—Jenkins no está muerto. Lo vi el año pasado.

—Pero murió después. Todos los héroes están muertos salvo nosotros. Y tampoco lo tengo muy claro en mi caso.

Cohen avanzó chapoteando y agarró a Caleb de la camisa.

Autore(a)s: