—¡Retroceded, putos estúpidos!
Lord Hong apareció detrás de la multitud, con el caballo encabritado y la visera del yelmo levantada.
Los soldados intentaron obedecer. Por fin la presa aflojó un poco y luego se abrió. La Horda quedó en el centro de un círculo cada vez más amplio de escudos. Había algo parecido al silencio, roto solamente por el tronar interminable y el crepitar de los relámpagos sobre la colina.
Y luego, abriéndose paso furiosamente entre los soldados, llegó un tipo completamente distinto de guerreros. Eran más altos y tenían armaduras más pesadas, con yelmos espléndidos y bigotes que parecían una declaración de guerra en sí mismos.
Uno de ellos miró con furia a Cohen.
—¡Orrrrrr! ¡Yatatoapato! ¡Turnaraapato!
—¿Lo qué? —preguntó Cohen.
—Es un samurái —dijo el señor Saveloy, secándose la frente—. La casta guerrera. Creo que ese es su desafío formal. Esto… ¿Queréis que luche contra él?
Un samurái fijó la mirada en Cohen. Se sacó un trozo de seda de la armadura y lo lanzó al aire. Agarró con la otra mano la empuñadura de su espada larga y estilizada…
Apenas se oyó un siseo, pero tres jirones de seda cayeron suavemente al suelo.
—Apártate, Profe —dijo Cohen lentamente—. Creo que este es para mí. ¿Tienes otro pañuelo? Gracias.
El samurái miró la espada de Cohen. Era larga, pesada y tenía tantas muescas que se podría usar como una sierra.
—Nunca lo conseguirás —dijo—. ¿Con esa espada? Nunca.
Cohen se sonó la nariz ruidosamente.
—¿En serio? —dijo—. Mira esto.
El pañuelo se alzó en el aire. Cohen agarró su espada…
Antes de que el pañuelo empezara a caer ya había decapitado a tres samuráis que estaban mirando hacia arriba. Otros miembros de la Horda, que tendían a pensar muy de la misma forma que su líder, se habían encargado de media docena más.
—La idea me la ha dado Caleb —dijo Cohen—, Y el mensaje es: o lucháis o hacéis el paripé, es decisión vuestra.
—¿Es que no tienes honor? —chilló lord Hong—. ¿No eres más que un rufián?
—Soy un bárbaro —gritó Cohen—. Y el honor que tengo, mira por dónde, es mío. No se lo he robado a ningún otro.
—Yo quería cogeros vivos —dijo lord Hong—. Sin embargo, no veo ninguna razón para ceñirme a esa política.
Desenvainó la espada.
—¡Retroceded, escoria! —gritó—. ¡Apartaos! ¡Dejad que avancen las bombardas! —Volvió a mirar a Cohen. Tenía la cara ruborizada. Las gafas torcidas.
Lord Hong había perdido los nervios. Y como sucede siempre que revienta un pantano, anega países enteros.
Los soldados se apartaron.
La Horda estaba una vez más en el centro de un círculo que se ensanchaba.
—¿Qué es una bombarda? —preguntó Willie el Chaval.
—Esto… creo que debe referirse a disparar alguna clase de proyectiles —dijo el señor Saveloy—. La palabra viene de…
—Ah, arqueros —dijo Willie el Chaval, y escupió.
—¿Mande?
—¡Dice que VAN A USAR ARQUEROS, Hamish!
—¡Je, je, nunca dejamos que los arqueros nos detuvieran en la Batalla del Valle de Koom! —El vetusto bárbaro soltó una risita.
Willie el Chaval suspiró.
—Aquella batalla fue entre enanos y trolls, Hamish —dijo—. Y tú no eres ninguna de las dos cosas. ¿En qué bando estabas?
—¿Mande?
—Digo que EN QUÉ BANDO ESTABAS.
—Estaba en el bando de cobrar dinero por luchar —dijo Hamish.
—El mejor bando que hay.
Rincewind estaba tumbado en el suelo tapándose las orejas con las manos.
El ruido de los truenos llenaba la cámara subterránea. Las luces azules y purpúreas brillaban tanto que las podía ver a través de los párpados.
Por fin la cacofonía remitió. Seguían oyéndose los ruidos de la tormenta fuera, pero la luz se había reducido a un resplandor de color blanco azulado y el ruido a un zumbido continuo.
Rincewind se arriesgó a rodar y abrir los ojos.
Había grandes globos de cristal colgando del techo. Cada uno era del tamaño de un hombre y en su interior crepitaban y chisporroteaban rayos, azotando el cristal y buscando una salida.
En algún tiempo debió de haber muchos más. Pero docenas de aquellos globos enormes se habían caído con el paso de los años y estaban hechos pedazos en el suelo. Seguía habiendo decenas allí arriba, meciéndose suavemente en sus cadenas mientras las tormentas aprisionadas luchaban por su libertad.
El aire transmitía una sensación grasienta. Las chispas reptaban por el suelo y chisporroteaban en todas direcciones.
Los globos llenos de pequeños relámpagos iluminaban un lago redondo que, a juzgar por las ondas, estaba lleno de mercurio puro. En su centro había una isla baja de cinco lados. Mientras Rincewind miraba, una barca se acercó flotando suavemente a su orilla del lago, haciendo ruiditos que sonaban como slupslup mientras surcaba el mercurio.
No era mucho más grande que un bote de remos y, tumbada en su pequeña cubierta, había una figura con armadura. O tal vez solamente la armadura. Si era solamente una armadura vacía, entonces yacía con los brazos cruzados en la posición de las armaduras que han pasado a mejor vida.
Rincewind se movió sigilosamente por la orilla del lago plateado hasta llegar a una losa que parecía hecha de oro, colocada en el suelo delante de una estatua.
Sabía que en las tumbas había inscripciones, aunque nunca había estado seguro de quién se suponía que tenía que leerlas.
Los dioses, tal vez, aunque se suponía que ya lo sabían todo, ¿no? Nunca había considerado la posibilidad de que se amontonaran alrededor para decir cosas como: «Caray, «Bienamado amigo», ¿has visto? No sabía que lo fuera».
Aquel decía simplemente, en pictogramas: Un Espejo de Sol.
No decía nada de conquistas épicas. No había ninguna lista de sus tremendas proezas. No decía nada de sabiduría ni de ser el padre de su pueblo. No había ninguna explicación. Quien conozca este nombre, parecía decir, ya lo sabe todo. Y no cabía la posibilidad de que cualquiera que llegara tan lejos no hubiera oído nunca el nombre de Un Espejo de Sol.
La estatua parecía de porcelana. Estaba pintada con bastante realismo. Un Espejo de Sol parecía un hombre normal. Uno no lo habría distinguido entre una multitud por su naturaleza imperial. Pero aquel hombre, con su sombrerito redondo y su escudito redondo y sus hombrecillos redondos montados en pequeños ponis redondos, había conseguido aglutinar a un millar de facciones en lucha para formar un gran Imperio, a menudo utilizando la sangre de ellas para hacerlo.
Rincewind miró más de cerca. Por supuesto, no era más que una sensación, pero alrededor de la boca y en la mirada de los ojos había una expresión que él había visto por última vez en la cara de Gengis Cohen.
Era la expresión de alguien que carece absoluta y totalmente de miedo a nada.
La barquita se dirigió a la orilla opuesta del lago.
Uno de los globos parpadeó un poco y luego se puso de color rojo. Por fin se apagó. Otro hizo lo mismo después.
Tenía que salir de allí.
Pero había algo más. Al pie de la estatua, colocados en el suelo como si alguien los hubiera tirado allí de cualquier manera, había un yelmo, un par de guanteletes y dos botas de aspecto pesado.
Rincewind cogió el yelmo. No parecía muy fuerte pero sí bastante ligero. En circunstancias normales no se habría molestado en ponerse ropas de protección, siguiendo el razonamiento de que la mejor defensa contra el peligro amenazador era estar en otro continente, pero ahora mismo la idea de una armadura tenía sus atractivos.
Se quitó su sombrero y se puso el yelmo, bajó la visera y entonces encajó el sombrero encima del casco.
Hubo un parpadeo delante de sus ojos y Rincewind se encontró mirándose su propia nuca. La imagen tenía grano, y estaba en tonos verdes en lugar de colores reales, pero lo que estaba viendo era ciertamente su nuca. La gente le había descrito su aspecto.
Levantó la visera y pestañeó.
Seguía teniendo delante el lago.
Bajó la visera.
Allí estaba él, a unos quince metros, con el yelmo puesto.
Levantó una mano y la bajó.
La figura que veía en la visera levantó la mano y la bajó.
Se dio la vuelta y se vio a sí mismo. Sipi. Era él.
Muy bien, pensó. Un yelmo mágico. Te hace verte a ti mismo de lejos. Genial. Te puedes divertir viéndote caer en agujeros que no puedes ver porque están demasiado cerca.
Se volvió a girar, levantó la visera y examinó los guantes. Parecían tan ligeros como el casco pero más bien toscos. Se podía sostener una espada, pero no mucho más.
Se probó uno. De inmediato, con un pequeño chisporroteo, se iluminó una hilera de dibujitos en la amplia manga del guante. Eran dibujos de soldados. Soldados cavando, soldados luchando, soldados trepando…
Ah, así pues… era una armadura mágica. Una armadura mágica perfectamente normal. Nunca habían sido muy populares en Ankh-Morpork. Por supuesto, era ligera. Se podían hacer tan finas como la tela. Pero tenían cierta tendencia a perder la magia sin previo aviso. Las últimas palabras de muchos lores de la antigüedad habían sido: «No me puedes matar porque tengo una armadura marrrrghhh…».
Rincewind miró las botas y recordó con recelo el problema que había habido con el prototipo de Botas de Siete Leguas de la universidad. Un calzado que intenta hacerte dar pasos de treinta y tres kilómetros de longitud impone desafortunadas tensiones en la entrepierna. Le quitaron aquellos cacharros al estudiante justo a tiempo, pero aun así durante meses tuvo que llevar un artilugio especial y comer de pie.
Muy bien, pero incluso una armadura mágica vieja sería útil en aquellos momentos. La verdad es que no pesaba mucho, y el barro de Hunghung tampoco había mejorado lo que quedaba de sus botas. Puso los pies en aquellas otras.
Pensó: Bueno, ¿qué se supone que va a pasar ahora?
Se irguió.
Y detrás de él, con el ruido de siete mil macetas haciéndose trizas, y con los relámpagos todavía crepitando encima, el Ejército Rojo se puso en posición de firmes.
Hex había crecido un poquito durante la noche. Adrian Turnipseed, que había estado de guardia para dar de comer a los ratones, dar cuerda al mecanismo y limpiar las hormigas muertas, juraba que él no había hecho nada y que no había entrado nadie más.
Pero ahora, donde antes había el tosco y aparatoso recurso de unos bloques que permitían leer los resultados, había aparecido una pluma de oca en medio de una red de poleas y palancas.
—Mira —dijo Adrián, tecleando en la máquina un problema muy simple—. Se le ha ocurrido todo esto después de hacer todos aquellos hechizos a la hora de la cena…
Las hormigas corretearon. Los mecanismos de relojería giraron. Los muelles y palancas se tensaron tan de golpe que Ponder dio un paso atrás.
La pluma se desplazó temblando hasta un tintero, sumergió la punta, regresó a la hoja de papel que Adrián había puesto bajo las palancas y empezó a escribir.
—Hace alguna que otra mancha —dijo en tono resignado—. ¿Qué está pasando?
Ponder había estado pensando más en aquello. Las últimas conclusiones no habían sido tranquilizadoras.
—Bueno… sabemos que los libros que contienen magia se vuelven un poco… sapientes… —empezó—. Y nosotros hemos hecho una máquina para…
—¿Quieres decir que está viva?
—Venga, no nos pongamos tan ocultistas por esto —dijo Ponder, intentando sonar jovial—. Al fin y al cabo somos magos.
—Escucha, ¿sabes aquel problema largo de campos tamílicos que querías que introdujera?
—Sí, ¿qué?
—Me dio la respuesta a medianoche —dijo Adrián con la cara pálida.
—Bien.
—Sí, bien, salvo por el hecho de que yo no le di el problema hasta la una y media, Ponder.
—¿Me estás diciendo que recibiste la respuesta antes de hacer la pregunta?
—¡Sí!
—¿Entonces para qué hiciste la pregunta?
—Estuve pensando en ello y pensé que tal vez tenía que hacerlo. O sea, Hex no podría haber sabido cuál iba a ser la respuesta si yo no le daba el problema, ¿verdad?
—Bien visto. Esto… Pero esperaste noventa minutos.
Adrián se miró las botas en punta.
—Yo… estaba escondido en el retrete. Bueno, Reinicie el Sistema podría…
—Muy bien, muy bien. Vete a comer algo.
—¿Estamos entrometiéndonos en cosas que no entendemos, Ponder?
Ponder contempló la mole gnómica de la máquina. No parecía amenazante, simplemente… distinta de todo.
Y pensó: entrometerse primero, entender después. Había que entrometerse un poquito para poder obtener algo que intentar entender. Y el asunto era nunca, jamás, dar media vuelta y esconderse en los Aseos de la Sinrazón. Hay que intentar asimilar el universo antes de ponerse a darle la vuelta.