Tiempos interesantes (Mundodisco, #17) – Terry Pratchett

La madera se combó un poco.

—¡Vete a tomar viento! —dijo Rincewind, intentando no usar palabras con más peso—. ¡Largo de aquí!

La mariposa desplegó las alas y se puso a tomar el sol.

Rincewind frunció los labios y trató de soplar sus propios orificios nasales.

Sorprendida, la criatura arrancó a volar…

—¡Ja! —dijo Rincewind.

… y en respuesta a su instinto frente al peligro, movió las alas así y asá.

Los matorrales temblaron. Y en el cielo, las nubes altas asumieron formaciones inusuales.

Se formó otra nube. Era del tamaño de un globo gris y furioso. Y empezó a llover. Pero no a llover en general, sino en concreto. En concreto sobre unos treinta centímetros cuadrados que contenían a Rincewind. En concreto, sobre su sombrero.

Un relámpago muy pequeñito le dio a Rincewind en la nariz.

—¡Ah! Así pues, tenemos —Cerdo Rosa, apareciendo por encima de la curva del barranco, dudó un poco antes de continuar en tono ligeramente más reflexivo— una cabeza en un agujero… con una tormenta pequeñita encima.

Y luego cayó en la cuenta de que, con tormenta o sin ella, nada le impedía cortarle partes significativas. La única parte significativa a mano era una cabeza, pero ya le iba bien.

Y en aquel punto, después de que el sombrero de Rincewind hubiera absorbido la bastante humedad, la madera vieja cedió bajo su carga y lo precipitó a un destino incierto en la oscuridad.

Estaba completamente a oscuras.

Había habido una dolorosa confusión de túneles y de corrimientos de tierra. Rincewind dio por sentado —o la pequeña parte de él que no estaba sollozando de miedo dio por sentado— que la tierra había cerrado el agujero por el que había caído. Cueva, ahí había una palabra importante. Estaba en una cueva. Extendió el brazo con cuidado, no fuera a palpar algo, y palpó a ver si palpaba algo.

Había un borde recto. Que llevaba a tres bordes rectos más, conectados por ángulos rectos. Lo cual quería decir losa.

La oscuridad seguía siendo una mortaja asfixiante de terciopelo

Losa quería decir que había alguna otra entrada. Una entrada como era debido. Incluso ahora era probable que hubiera guardias corriendo en su dirección.

Tal vez el Equipaje estuviera corriendo hacia ellos. Últimamente se había estado comportando de forma extraña, eso estaba claro. Probablemente le fuera mejor sin él. Probablemente.

Se palpó los bolsillos y dijo el mantra que incluso los no-magos invocan a fin de encontrar cerillas. Es decir, dijo: «Cerillas, cerillas, cerillas», furioso y por lo bajinis, entre dientes.

Encontró algunas y rascó una a la desesperada con la uña del pulgar.

—¡Au!

La llama amarilla y humeante no iluminó nada más que la mano de Rincewind y parte de su manga.

Se aventuró unos cuantos pasos antes de quemarse los dedos, y al morir la llama dejó un resplandor azul en la oscuridad de su visión.

No hubo ningún ruido de pasos vengativos. No hubo ningún ruido en absoluto. En teoría debería de oírse el goteo del agua, pero el aire parecía bastante seco.

Probó otra cerilla y aquella vez la levantó todo lo que pudo y miró hacia delante.

Un guerrero de dos metros diez le sonrió.

Cohen volvió a levantar la vista.

—Va a caer un chaparrón en cualquier momento —dijo—. ¡Pero fijaos en ese cielo!

Había trazas de púrpura y rojo en medio de la masa de nubes y el breve destello ocasional de algún relámpago en su interior.

—¿Profe?

—¿Sí?

—Tú lo sabes todo. ¿Por qué esa nube tiene esa pinta?

El señor Saveloy miró en la dirección que le señalaba Cohen. Había una nube amarillenta y próxima al horizonte. De hecho, rodeaba el horizonte, trazando una raya fina, como si el sol estuviera intentando encontrar una forma de cruzar.

—¿Puede ser el ribete? —preguntó Willie el Chaval.

—¿Qué ribete?

—Se supone que todas las nubes tienen uno de plata.

—Sí, pero eso parece más bien oro.

—Bueno, por aquí el oro es más barato.

—¿Me lo parece a mí —dijo el señor Saveloy— o se está ensanchando?

Caleb estaba observando las líneas enemigas.

—Hay un montón de tíos que llevan rato galopando en sus caballitos —dijo—. Espero que empiecen de una vez. No tengo ganas de pasarme aquí todo el día.

—Yo voto porque nos lancemos sobre ellos mientras no se lo esperan —dijo Hamish.

—Espera… espera… —dijo Truckle. Se oyó el tañido de muchos gongs y el estallido de los petardos—. Parece que esos bast… que esos hijos naturales se están moviendo.

—Gracias a los dioses —dijo Cohen. Se puso de pie y apagó su cigarrillo.

El señor Saveloy temblaba de emoción.

—¿Cantamos una canción para los dioses antes de entrar en batalla? —propuso.

—Tú puedes si te apetece —dijo Cohen.

—Bueno, ¿entonamos algún cántico u oración pagana?

—Creo que no —dijo Cohen. Levantó la vista hacia el anillo que ceñía el horizonte. Le estaba poniendo más nervioso que el acercamiento del enemigo. Ahora era más ancho pero un poco más pálido. Durante un momento nada más se descubrió a sí mismo deseando que quedara algún dios o diosa en alguna parte cuyo templo él no hubiera violado, robado o quemado.

—¿No vamos a golpear nuestras espadas contra nuestros escudos en gesto de desafío? —preguntó el maestro en tono esperanzado.

—Demasiado tarde para eso, en realidad —dijo Cohen.

El señor Saveloy parecía tan alicaído por la falta de esplendor pagano que el anciano bárbaro, para su propia sorpresa, se sintió lo bastante conmovido como para decir:

—Pero adelante, si es lo que quieres.

La Horda desenvainó sus diversas espadas. En el caso de Hamish, sacó otra hacha de debajo de su manta.

—¡Nos vemos en el paraíso! —dijo el señor Saveloy con emoción.

—Que sí, que sí —dijo Caleb, escrutando la fila de soldados que se acercaba.

—¡Donde hay banquetes y doncellas y todo eso!

—Sí, sí-dijo Willie el Chaval, probando el filo de su espada.

—¡Y juerga y papeo, por lo que tengo entendido!

—Puede ser —dijo Vincent, intentando aliviarse un poco la tendinitis del brazo.

—¡Y haremos eso, ya sabéis, cuando uno tira hachas y corta las trenzas de las mujeres!

—Vale, si quieres.

—Pero…

—¿Mande?

—El banquete en sí… ¿incluye algo vegetariano?

Y el ejército en movimiento soltó un grito y se lanzó a la carga.

Se abalanzaron sobre la Horda casi tan deprisa como las nubes que venían bullendo de todas las direcciones.

El cerebro de Rincewind se descongelaba lentamente en la oscuridad y el silencio de la colina.

Es una estatua, se dijo a sí mismo. Nada más que eso. No hay problema. Ni siquiera es una estatua especialmente buena.

Solamente una estatua grande de un hombre con armadura. Mira, hay un par más, se las ve al final de donde alcanza la luz…

—¡Au!

Dejó caer la cerilla y se chupó los dedos.

Lo que necesitaba ahora era una pared. Las paredes tenían salidas. Cierto, también podían ser entradas, pero ahora no parecía haber peligro de que entrara corriendo ningún guardia. El aire olía a viejo, con un matiz de zorro y una leve traza de tormenta, pero por encima de todo sabía a aire sin usar.

Avanzó muy despacio, palpando el suelo con el pie a cada paso.

Luego hubo luz. Del dedo de Rincewind saltó una chispita azul.

Cohen se agarró la barba, que estaba intentando separarse de su cara.

El flequillo del señor Saveloy estaba erizado y le salían chispas de las puntas.

—¡Descargas de estática! —gritó por encima del chisporroteo.

Delante de ellos las puntas de las lanzas de los enemigos resplandecían. La carga vaciló. De vez en cuando se oía un chillido y saltaban chispas de un hombre a otro.

Cohen levantó la vista.

—Oh, cielos —dijo—. ¡Pero mirad eso!

Alrededor de Rincewind saltaron chispitas cuando avanzó con cautela por el suelo que no veía.

La palabra «tumba» se había prestado a su consideración, y una cosa que Rincewind sabía sobre las tumbas de gran tamaño era que sus constructores solían ser alegres y creativos en lo tocante a las trampas y las estacas. También ponían cosas como pinturas y estatuas, posiblemente para que los muertos tuvieran algo que mirar si se aburrían.

Rincewind tocó piedra con la mano y se movió con cuidado de lado. De vez en cuando sus pies tocaban algo blando que se hundía. Él confiaba con todas sus fuerzas en que fuera barro.

Y luego, justo a la altura de las manos, dio con una palanca. Debía de medir medio metro de largo.

Ahora bien… podía ser una trampa. Pero las trampas solían ser, bueno, trampas. Solías darte cuenta de que estaban allí cuando tu cabeza llevaba varios metros rodando por el suelo. Y los constructores de trampas solían ser gente directamente homicida y casi nunca requerían que las víctimas participaran activamente en su propia destrucción.

Rincewind tiró de la palanca.

La nube amarilla viajaba por el cielo formada por millones de cositas que se movían mucho más deprisa por el viento que habían creado de lo que sugería el lento batir de sus alas. Detrás de ellas venía la tormenta.

El señor Saveloy parpadeó.

—¿Mariposas?

Ambos bandos se detuvieron cuando las criaturas pasaron como aguanieve. Era posible incluso oír el murmullo de sus alas.

—Muy bien, Profe —dijo Cohen—. A ver si explicas esto.

—Podría… podría ser un fenómeno natural —dijo el señor Saveloy—. Esto… Se sabe, sin ir más lejos, que las mariposas monarcas son capaces de… para seros sincero… ejem… no lo sé…

La nube se alejó zumbando hacia la colina.

—¿No es alguna clase de señal? —dijo Cohen—. Tiene que haber algún templo que yo no haya robado.

—El problema de las señales y las profecías —dijo Willie el Chaval— es que nunca se sabe para quién son. Esta podría ser una de las buenas para Hong y sus colegas.

—Entonces se la robo —dijo Cohen.

—¡No se puede robar un mensaje de los dioses! —dijo el señor Saveloy.

—¿Ves que esté clavado en algún sitio? ¿No? ¿Seguro? Vale, pues es mío.

Levantó la espada mientras las rezagadas revoloteaban por encima de sus cabezas.

—¡Los dioses nos sonríen! —vociferó—. ¡Jajajá!

—¿Jajajá? —susurro el señor Saveloy.

—Es para dejarlos preocupados —dijo Cohen.

Echó un vistazo al resto de los miembros de la Horda. Cada hombre asintió, muy levemente.

—Muy bien, chicos —dijo en voz baja—. Es la hora.

—Esto… ¿qué hago yo? —dijo el señor Saveloy.

—Piensa en algo que te ponga bien furioso. Que te haga hervir la sangre. Imagina que el enemigo es todo lo que odias.

—Directores —dijo el señor Saveloy.

—Bien.

—¡Profesores de gimnasia! —gritó el señor Saveloy.

—Sí.

—¡Niños que mastican chicle! —berreó el señor Saveloy.

—Miradlo, ya le sale humo de las orejas —dijo Cohen—. El primero en llegar al otro mundo, que guarde sitio. ¡A la carga!

La nube amarilla subió en tropel las laderas de la colina y luego, impulsada por el viento creciente, se elevó.

Por encima de ella, la tormenta se elevó también, creciendo más y más y extendiéndose hasta adoptar una forma parecida a un martillo…

Y golpeó.

El relámpago impactó en la pagoda de hierro con tanta fuerza que la hizo explotar en fragmentos al rojo blanco.

Resulta desconcertante para un ejército entero ser atacado por siete ancianos. Ningún libro de estrategia está por la labor de ofrecer consejo para una situación así. Hay una tendencia general a la perplejidad.

Los soldados retrocedieron ante el ímpetu de la carga y luego, movidos por las corrientes de la enorme multitud de hombres, cerraron filas tras ella.

Un círculo sólido de escudos rodeó a la Horda. Empezó a combarse y a oscilar por culpa de la presión de tanta gente y también de los golpes que le asestaba la espada del señor Saveloy.

—¡Venga, luchad! —gritó—. Conque tirando pelotas de papel, ¿eh? ¡Tú! ¡Ese chico de ahí! ¡Contéstame cuando te hablo! ¡Chúpate esa!

Cohen miró a Caleb, que se encogió de hombros. Había visto enloquecer de furia a gente en sus tiempos, pero nada tan incandescente como en el caso del señor Saveloy.

El círculo se rompió cuando un par de hombres intentaron retroceder bruscamente, chocaron con la fila de soldados que había detrás y rebotaron hacia las espadas de la Horda. Una de las ruedas de Hamish le dio a un soldado un golpe cruel en la rodilla y, cuando el soldado se dobló de dolor, una de las hachas de Hamish lo cogió por el otro lado.

No era cuestión de velocidad. La Horda no podía moverse muy deprisa. No, era una cuestión de economía. El señor Saveloy lo había comentado. Simplemente estaban siempre donde querían estar, que nunca coincidía con donde estaban las espadas enemigas. Dejaban que quienes corrieran fueran todos los demás. Un soldado se arriesgaba a dar una estocada a Truckle y se encontraba con que Cohen aparecía delante de él, sonriendo y blandiendo la espada, o a Willie el Chaval saludándolo con la cabeza y apuñalándolo. De vez en cuando alguien de la Horda se demoraba un momento en parar un golpe dirigido al señor Saveloy, que estaba demasiado emocionado para defenderse.

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