Tiempos interesantes (Mundodisco, #17) – Terry Pratchett

Ridcully volvió a mirar sus apuntes.

—Entonces, ¿has decidido ir tú? —preguntó.

—No, claro que no…

—Lo que no creo que hayas notado aquí, decano —dijo esbozando una sonrisita decididamente jovial— es lo que yo llamaría el denominador común. Ese tipo siempre salva el pellejo. Tiene talento. Encontradlo. Y traedlo aquí. Esté donde esté. Al pobre diablo le podría estar pasando algo terrible.

El coco no se movió de su sitio, pero a Rincewind los ojos le fueron de un lado para otro vertiginosamente.

Entraron tres figuras en su campo visual. Eran obviamente femeninas. Eran abundantemente femeninas. No llevaban mucha ropa y en conjunto parecían demasiado recién salidas de la peluquería para alguien que viene de remar en una enorme canoa de guerra, pero eso es algo que suele pasar con las hermosas guerreras amazonas.

Un fino hilo de leche de coco empezó a chorrearle a Rincewind por la punta de la barba.

La mujer que llevaba la voz cantante se apartó con la mano la larga melena rubia y le dedicó una sonrisa luminosa.

—Sé que esto suena un poco inverosímil —dijo—, pero yo y mis hermanas aquí presentes representamos a una tribu todavía sin descubrir cuyos hombres fueron aniquilados hace poco por una plaga letal pero breve y enormemente selectiva. Por eso nos hemos dedicado a registrar estas islas en busca de un hombre que nos permita continuar con nuestra estirpe.

¿ Cuánto cree usted que debe pesar?

Rincewind arqueó las cejas. La mujer bajó la vista pudorosamente.

—Puede que te estés preguntando por qué somos todas rubias y tenemos la piel blanca cuando el resto de la gente de estas islas la tiene oscura —dijo—. Parece que es una de esas cosas genéticas que pasan.

Unos cincuenta y cinco, sesenta kilos. Añádele medio kilo más de chatarra. Esto… ¿puedes detectar… ya sabes… ESO?

Esto va a salir mal, señor Stibbons, es que lo sé.

Solamente está a mil kilómetros de aquí y nosotros sabemos dónde estamos, y él se encuentra en la mitad correcta del Disco. En todo caso, he calculado todo esto con Hex para que nada pueda salir mal.

Sí, pero ¿puede alguien ver… eso… ya sabéis…. la cosa de los pies?

A Rincewind le temblaron las cejas. De la garganta le salió una especie de ruido estrangulado.

No… lo… veo. ¿Quieren dejar todos de resoplarme encima de la bola de cristal?

—Y por supuesto, si aceptaras venir con nosotras te podríamos prometer… placeres sensuales y terrenales como nunca has soñado…

Muy bien. A la de tres.

El coco se le cayó de las manos. Rincewind tragó saliva. Tenía una mirada soñadora y hambrienta en los ojos.

—¿Pueden ser en puré? —preguntó.

¡AHORA!

Primero hubo una sensación de presión. El mundo se abrió delante de Rincewind y lo absorbió.

Luego se estrechó hasta convertirse en una ranura y emitió un ruido elástico.

Las nubes pasaron volando a su lado, borrosas por culpa de la velocidad. Cuando se atrevió a abrir otra vez los ojos, pudo ver muy por delante de él un puntito negro.

El puntito creció.

Se descompuso en una densa nube de objetos. Había un par de cacerolas grandes, un candelero enorme de metal, unos pocos ladrillos, una silla y un molde para pasteles de gelatina grande y en forma de castillo.

Los objetos le golpearon una y otra vez, el molde para gelatinas haciendo un humorístico ruido metálico al rebotar en su cabeza, y luego desaparecieron a toda velocidad detrás de él.

Lo siguiente que vio delante de él fue un octógono. Dibujado con tiza.

Y se estampó en él.

Ridcully miró hacia abajo.

—Un poquito menos de sesenta kilos, diría yo —calculó—. De todas formas… bien hecho, caballeros.

El espantapájaros desgreñado que había en el centro del círculo se puso de pie como pudo y apagó a manotazos los dos o tres fuegos pequeños que tenía en la ropa. Luego miró a su alrededor con expresión aturdida y dijo:

—¿Jejejé?

—Podría estar un poco desorientado —continuó el archicanciller—. Al fin y al cabo, son más de mil kilómetros en dos segundos. No le demos ningún susto.

—¿Quiere decir como a los sonámbulos? —preguntó el prefecto mayor.

—¿Qué quieres decir con los sonámbulos?

—Si despiertas a un sonámbulo se le caen las piernas. Eso aseguraba mi abuela.

—¿Y estamos seguros de que es Rincewind? —dijo el decano

—Por supuesto que es Rincewind —respondió el prefecto mayor—. Nos hemos pasado horas buscándolo.

—Podría ser alguna criatura sobrenatural peligrosa —dijo el decano, testarudo.

—¿Con ese sombrero?

Era un sombrero puntiagudo. En cierto sentido. Una especie de sombrero en punta de los cultos cargo, fabricado a base de bambú partido y hojas de coco con la esperanza de atraer cualquier maguicidad pasajera. Escrita en él, usando conchas sujetas con hierbas, estaba la palabra ECHICERO.

Su dueño miró a los magos sin verlos y, como movido por el repentino recuerdo de algo que tenía que hacer, se abalanzó bruscamente fuera del octógono y se dirigió a la puerta que daba al pasillo.

Los magos lo siguieron con cautela.

—No estoy seguro de creérmelo. ¿Cuántas veces lo vio ocurrir ella?

—No lo sé. Nunca me lo dijo.

—El tesorero camina sonámbulo muchas noches, ya sabes.

—¿De veras? Qué tentador…

Rincewind, si es que ese era el nombre de la criatura, salió a la plaza Sator.

Estaba abarrotada. El aire temblaba sobre los braseros de los vendedores de castañas y de los mercaderes de patatas calientes y traía consigo los tradicionales gritos callejeros de la vieja Ankh-Morpork[7].

La figura se acercó con sigilo a un hombre flaco y vestido con un abrigo enorme que estaba friendo algo con una sartencilla colocada en la bandeja que llevaba al cuello.

El posible Rincewind agarró el borde de la bandeja.

—¿Tiene… patatas? —gruñó.

—¿Patatas? No, jefe. Tengo salchichas en panecillo.

El posible Rincewind se quedó petrificado. Y luego rompió a llorar.

—¡Salchichas en paneciiiiiiillo! —berreó—. ¡Mis queridas salchichas en-en-en paneciiiiiillooo! ¡Dame una salchicha en paneciiiiilloool

Agarró tres de la bandeja e intentó comérselas todas al mismo tiempo.

—¡Por todos los dioses! —exclamó Ridcully.

La figura se alejó medio corriendo, medio brincando, con fragmentos de panecillo y de producto porcino cayéndole en cascada de la barba enmarañada.

—Nunca he visto a nadie comerse tres salchichas en panecillo de Ruina Escurridizo y quedarse tan contento —dijo el prefecto mayor.

Yo nunca he visto a nadie comerse tres salchichas en panecillo de Ruina Escurridizo y quedarse tan de pie —dijo el decano.

—Yo nunca he visto a nadie comerse nada de Escurridizo y largarse sin pagar —dijo el conferenciante de Runas Recientes.

La figura giró felizmente por la plaza, con las lágrimas cayéndole por la cara. Sus rotaciones lo llevaron junto a la salida de un callejón, donde una figura más pequeña se le puso detrás y con cierta dificultad le atizó un golpe en la parte trasera de la cabeza.

El comedor de salchichas cayó sobre sus rodillas, diciendo, para el mundo en general:

—¡Au!

—¡No-no-no-no-no-no y no!

Un hombre bastante más anciano apareció y le quitó la cachiporra de las manos vacilantes al muchacho, mientras la víctima permanecía de rodillas y gemía.

—Creo que deberías pedirle disculpas a este pobre caballero —dijo el anciano—. No sé qué va a pensar. O sea, míralo, con lo fácil que te lo ha puesto y ¿qué has conseguido, eh? O sea, ¿qué pensabas que estabas haciendo?

—Bisbisbisbis, señor Boggis —dijo el muchacho, mirándose los pies.

—¿Qué has dicho? ¡Habla más alto!

—Porrazo Rastrero Desde Arriba, señor Boggis.

¿Eso era un Porrazo Rastrero Desde Arriba? ¿A eso le llamas Porrazo Rastrero Desde Arriba? Con que Porrazo Rastrero Desde Arriba, ¿eh? ¡Esto…! (disculpe, señor, necesitamos que se levante un momentito, siento las molestias…) ¡esto es un Porrazo Rastrero Desde Arriba!

—¡Aaau! —gritó la víctima, y luego, para sorpresa de todos los interesados, añadió—: ¡Jajajajá!

—Lo que tú has hecho era… (disculpe que le moleste otra vez, señor, terminamos en un momento…) lo que has hecho es esto…

—¡Aaau! ¡Jajajajá!

—Muy bien, ¿lo habéis visto todos? Vamos, acercaos…

Media docena más de chicos salieron cabizbajos del callejón y formaron un público desmañado alrededor del señor Boggis, el desafortunado estudiante y la víctima, que estaba dando tumbos en círculos y haciendo ruiditos del tipo «uuuf, uuuf», pero aun así, por alguna razón, pasándolo aparentemente en grande.

—Veamos —dijo el señor Boggis, con el aire de un artesano viejo y hábil que comunica su experiencia profesional a una posteridad ingrata—, cuando estéis incomodando a un cliente desde la típica entrada de callejón, el procedimiento correcto es… Ah, hola, señor Ridcully, no le había visto.

El archicanciller lo saludó amablemente con la cabeza.

—No se interrumpa por nosotros, señor Boggis. Entrenamiento del Gremio de Ladrones, ¿no?

Boggis puso los ojos en blanco.

—Yo no sé qué les enseñan en la escuela —dijo—. Nada más que leer y escribir todo el tiempo. Cuando yo era joven se iba a la escuela a aprender cosas útiles. Vale… Tú, Wilkins, déjate de risitas e inténtalo ahora. Discúlpenos otro momento, señor…

—¡Auuu!

—¡No-no-no-no-no y no! ¡Mi anciana abuela lo haría mejor! Ahora fíjate, te acercas con sigilo, le pones una mano sobre el hombro, aquí, para controlarlo… venga, prueba… y luego, con finura…

—¡Auuu!

—A ver, ¿alguien puede decirme qué es lo que ha hecho mal?

La figura se había alejado a rastras, sin que nadie se diera cuenta aparte de los magos, mientras el señor Boggis se dedicaba a demostrar los detalles más sutiles de la percusión sobre la cabeza usando a Wilkins.

La figura se incorporó como pudo y continuó avanzando por la calle, moviéndose todavía como si estuviera hipnotizada.

—Está llorando —dijo el decano.

—No me extraña —dijo el archicanciller—. Pero ¿por qué está sonriendo al mismo tiempo?

—Curiorífico y curiorífico —dijo el prefecto mayor.

Llena de moretones y posiblemente intoxicada, la figura tomó el camino de vuelta a la universidad, todavía con los magos siguiéndole.

—Debe de querer decir «curiosísimo», ¿verdad? Y aun así no tiene mucho sentido.

Cruzó las puertas pero esta vez aumentó el paso dando tumbos por el vestíbulo principal hasta llegar a la biblioteca.

El Bibliotecario lo esperaba, sosteniendo —con algo parecido a una sonrisita de suficiencia en la cara, y un orangután puede sonreír con verdadera suficiencia— el sombrero desvencijado.

—Asombroso —dijo Ridcully—. ¡Es cierto! ¡Un mago siempre volverá a por su sombrero!

La figura agarró el sombrero, desahució a algunas arañas, tiró su triste componenda de hojas y se puso el sombrero en la cabeza.

Rincewind miró parpadeando al perplejo profesorado. En el fondo de sus ojos se encendió una luz por vez primera, como si hasta el momento hubiera estado funcionando meramente por acto reflejo.

—Esto… ¿qué acabo de comerme?

—Ejem… tres de las mejores salchichas del señor Escurridizo —dijo Ridcully—. Bueno, cuando digo mejores quiero decir «más típicas», ya se puede imaginar.

—Ya veo. ¿Y quién me acaba de golpear?

—Aprendices del Gremio de Ladrones en prácticas.

Rincewind parpadeó.

—Esto es Ankh-Morpork, ¿verdad?

—Sí.

—Me lo parecía. —Rincewind parpadeó lentamente—. Bueno —dijo mientras caía hacia delante—, pues he vuelto.

Lord Hong estaba haciendo volar una cometa. Era algo que hacía a la perfección.

Lord Hong lo hacía todo a la perfección. Sus acuarelas eran perfectas. Su poesía era perfecta. Cuando doblaba papel, cada pliegue era perfecto. Imaginativo, original y definitivamente perfecto. Hacía mucho tiempo que lord Hong había dejado de perseguir la perfección porque ya la tenía encerrada en alguna mazmorra.

Lord Hong tenía veintiséis años, era delgado y guapo. Llevaba unas gafas de montura metálica muy pequeñas y muy redondas. Cuando se le pedía que lo describiera, la gente solía usar la palabra «pulcro» o incluso «barnizado»[8]. Se había hecho con la jefatura de una de las familias más influyentes del Imperio gracias a la aplicación incansable, la concentración total de sus facultades mentales y a seis muertes bien ejecutadas. La última había sido la de su padre, que murió feliz sabiendo que su hijo estaba manteniendo una larga tradición familiar. Las familias más antiguas veneraban a sus antepasados, y no veían nada malo en unirse prematuramente a sus filas.

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