Tiempos interesantes (Mundodisco, #17) – Terry Pratchett

Por fin el hombre dijo:

—Una cuerda más larga estaría bien.

—¿Ah, sí? Vaya, vaya. Es interesante —dijo Rincewind—. Hablar con usted ha sido una experiencia educativa. Adiós.

El hombre lo vio marcharse. A su lado, el búfalo relajó unos cuantos músculos, contrajo otros, levantó la cola e hizo su pequeñita contribución a que el mundo fuera un sitio mejor.

Rincewind puso rumbo a la colina. Por arbitrarios que fueran los rastros de animales y los puentes de tablones esporádicos, parecían ir todos directos en aquella dirección. Si Rincewind hubiera estado pensando con claridad, una actividad que recordaba haber llevado a cabo por última vez a los doce años, se habría extrañado de aquello.

Los árboles de las laderas más bajas eran perales sabios, y él ni siquiera se detuvo a pensar en aquello. Sus hojas se giraron para mirarlo mientras pasaba a toda prisa. Lo que necesitaba ahora era una cueva que estuviera a mano o tal vez…

Hizo una pausa.

—Ah, no —dijo—. No, no, no. A mí no me van a pillar así. Me meteré en una cueva que esté a mano y habrá una puertecita o un anciano sabio o algo así y me arrastrarán de vuelta a la acción. Bien. Permanecer en espacios abiertos, ese es el estilo.

Medio trepó y medio caminó hasta la cima redonda de la colina, que se elevaba sobre los árboles como una cúpula. Ahora que estaba más cerca vio que no era tan lisa como parecía desde abajo. El clima había cavado barrancos y canales en el suelo, y todas las laderas resguardadas estaban colonizadas por arbustos.

Para sorpresa de Rincewind, el edificio de la cima estaba oxidado. Era de hierro: tejado de hierro en punta, paredes de hierro y entrada de hierro. En el suelo había unos cuantos nidos y algunos detritos, pero por lo demás estaba vacío. Sería el primer lugar donde mirarían.

Ahora el mundo estaba rodeado por una muralla de nubes. En su corazón estallaban los relámpagos y se oían los truenos, no el retumbar suave de los truenos de verano sino el crackackack del cielo al partirse.

Y sin embargo el calor envolvía la llanura como una manta. El aire estaba cargado. Dentro de un momento se iba a poner a llover a jarrones de porcelana.

—Encontrar un sitio donde no me encuentren —murmuró—. La cabeza gacha. La única manera. ¿Qué más me da? Es problema de los demás.

Jadeando en medio de aquel calor opresivo, siguió deambulando.

Lord Hong estaba furioso. Quienes lo conocían se daban cuenta por la forma en que hablaba más despacio y sonreía continuamente.

—¿Y cómo saben los hombres que los dragones de los relámpagos están furiosos? —preguntó—. Puede ser que estén contentos.

—No si el cielo es de ese color —dijo lord Tang—. No es un color propicio para un cielo. Parece un moretón. Un ciclo así es profético.

—¿Y qué profetiza, si se puede saber?

—Es profético en general.

—Sé lo que hay detrás de esto —gruñó lord Hong—. Estáis demasiado asustados para luchar contra siete ancianos, ¿verdad?

—Los hombres dicen que son los legendarios Siete Sabios Indestructibles —dijo lord Fang. Intentó sonreír—. Ya sabéis lo supersticiosos que son…

—¿Qué Siete Sabios? —dijo lord Hong—. Estoy extremadamente al corriente de la historia del mundo y no existen ningunos Siete Sabios Indestructibles legendarios.

—Esto… todavía no —dijo lord Fang—. Eh, pero en un día como hoy… Tal vez las leyendas tienen que empezar en algún momento…

—¡Son bárbaros! ¡Oh, dioses! ¡Siete hombres! No me puedo creer que tengamos miedo a siete hombres.

—Da mala espina —dijo lord McSweeney. Y añadió a toda prisa—: Eso es lo que dicen los hombres.

—¿Habéis hecho la proclama sobre nuestro ejército celestial de fantasmas? ¿Todos?

Los señores de la guerra intentaron evitar su mirada.

—Esto… sí-dijo lord Fang.

—Eso debe de haber subido la moral.

—Ejem. No del todo…

—¿Qué queréis decir, hombre?

—Ejem. Muchos hombres han desertado. Ejem. Han estado diciendo que los fantasmas extranjeros ya eran lo bastante malos, pero…

—¿Pero qué?

—Son soldados, lord Hong —dijo lord Tang en tono cortante—. Todos tienen gente a la que no se quieren encontrar. ¿O no os pasa a vos?

Durante un segundo hubo el asomo de un temblor en la mejilla de lord Hong. Solamente fue un segundo, pero quienes lo vieron tomaron buena nota. La célebre flema de lord Hong se había resquebrajado.

—¿Qué haríais vos, lord Tang? ¿Dejar escapar a esos bárbaros insolentes?

—Claro que no. Pero… no hace falta un ejército contra siete hombres. Siete ancianos vetustos. Los campesinos dicen… dicen…

La voz de lord Hong se había vuelto un poco más aguda.

—Vamos, hombre que habláis a los campesinos. Estoy seguro de que vais a decirnos qué cuentan sobre esos viejos estúpidos e insensatos.

—Bueno, pues de eso se trata. Dicen que si tan estúpidos e insensatos son… ¿cómo han conseguido llegar a tan viejos?

—¡Han tenido suerte!

Era la palabra equivocada. Hasta lord Hong se dio cuenta. Él nunca había creído en la suerte. Siempre había hecho sacrificios, normalmente los de otra gente, para llenar la vida de certezas. Pero sabía que otra gente creía en la suerte. Era una flaqueza de la que siempre se había alegrado de aprovecharse. Y ahora se estaba volviendo contra él y picándole en la mano.

—En el Arte de la Guerra no hay nada que nos cuente cómo cinco ejércitos atacan a siete ancianos —dijo lord Tang—. Sean o no fantasmas. Y eso, lord Hong, es porque nadie pensó nunca que semejante cosa fuera a llevarse a cabo.

—Si tanto miedo tenéis cabalgaré contra ellos solamente con mis doscientos cincuenta mil hombres —dijo.

—No estoy asustado —dijo lord Tang—. Estoy avergonzado.

—Que cada hombre vaya armado con dos espadas —continuó lord Hong, ignorándolo—. Y ya veré la suerte que tienen esos… sabios. Porque, mis lores, yo solamente voy a necesitar suerte una vez. Ellos necesitarán suerte un cuarto de millón de veces.

Se bajó la visera.

—¿Cómo andan de suerte, mis lores?

Los otros cuatro señores de la guerra evitaron mirarse entre ellos.

Lord Hong percibió su silencio resignado.

—Pues muy bien —dijo—. Que suenen los gongs y se enciendan los petardos… para propiciarnos buena suerte, claro.

Había un gran número de rangos en los ejércitos del Imperio y muchos de ellos eran intraducibles. Tres Cerdo Rosa y Cinco Colmillo Blanco eran, más o menos, soldados de reserva, y no solamente porque fueran tímidos y vulnerables y tuvieran tendencia a aislarse del mundo cuando había amenaza de peligro.

De hecho eran tan reservados que casi eran inescrutables. Hasta las mulas del ejército tenían un rango superior al de ellos, porque las buenas mulas eran difíciles de conseguir mientras que los hombres como Cerdo Rosa y Colmillo Blanco se encuentran en todos los ejércitos, allí donde hace falta limpiar una letrina.

Eran tan insignificantes que, reservadamente, habían decidido que un fantasma invisible extranjero chupasangre estaría malgastando su valioso tiempo si los atacara a ellos. Les parecía justo, ya que había venido de tan lejos, darle la oportunidad de matar diabólicamente a alguien superior a ellos.

Por esto habían levantado el campamento con hospitalidad justo antes del alba y ahora estaban escondidos. Por supuesto, si la victoria amenazaba siempre podían volver a plantar el campamento. Era poco probable que se los echara de menos en medio de tanta emoción, y ambos hombres eran bastante expertos en aparecer en los campos de batalla justo a tiempo de unirse a las celebraciones de la victoria. Se tumbaron entre la hierba alta y contemplaron las maniobras de los ejércitos.

Desde aquella altura parecía una guerra impresionante. El ejército de un bando era tan pequeño que resultaba invisible. Por supuesto, si uno aceptaba los rotundos desmentidos de la noche anterior, en realidad era tan invisible que resultaba invisible.

También fue el sitio elevado donde estaban lo que les permitió ser los primeros en ver el anillo que rodeaba el cielo.

Estaba justo encima de la muralla atronadora del horizonte. Allí donde lo alcanzaban los rayos erráticos del sol brillaba en tono dorado. En otras partes era simplemente amarillo. Pero era continuo y tan fino como un hilo.

—Qué nube más rara —dijo Colmillo Blanco.

—Sí —dijo Cerdo Rosa—. ¿Y qué?

Fue mientras estaban enfrascados en aquella conversación, y compartiendo un botellín de vino de arroz que Cerdo Rosa había liberado la noche anterior de las garras de un camarada confiado, cuando oyeron un gemido.

—Ooooohhhhh…

Se les congeló la bebida en las gargantas.

—¿Has oído eso? —preguntó Cerdo Rosa.

—¿Te refieres al…?

—Ooooohhhhh…

—¡Eso!

Se giraron muy despacio.

Algo acababa de salir reptando de un barranco que tenían detrás. Era más o menos humanoide. Iba chorreando barro rojo. De su boca salían extraños ruidos.

—¡ Ooooohhhmierda!

Cerdo Rosa cogió a Colmillo Blanco del brazo.

—¡Es un fantasma invisible chupasangre!

—¡Pues yo lo veo!

Cerdo Rosa entrecerró los ojos.

—¡Es el Ejército Rojo! ¡Han salido de la tierra como dice todo el mundo!

Colmillo Blanco, quien tenía algunas neuronas más que Cerdo Rosa, y lo que es más importante, que solamente iba por su segundo vaso de vino, echó un vistazo más de cerca.

—Podría ser simplemente un hombre normal todo cubierto de barro —sugirió. Levantó la voz—: ¡Eh, usted!

La figura se giró y trató de correr.

Cerdo Rosa le dio un codazo a su amigo.

—¿Es uno de los nuestros?

—¿Con esa pinta?

—¡Cojámoslo!

—¿Por qué?

—¡Porque está corriendo!

—Déjalo que corra.

—Tal vez tenga dinero. Además, ¿adónde va tan deprisa?

Rincewind bajó resbalando por otro barranco. ¡Menuda suerte la suya! Los soldados tendrían que estar en sus puestos. ¿Qué había pasado con el deber y el honor y todas aquellas cosas?

Al fondo del barranco había hierbas muertas y musgo.

Se quedó quieto y escuchó las voces de los dos hombres.

El aire estaba enrarecido. Era como si la tormenta inminente estuviera empujando por delante todo el aire caliente y convirtiendo el llano en una olla a presión.

Y luego el suelo crujió y se combó de repente.

Las caras de los soldados de novillos aparecieron por encima del borde del barranco.

Hubo otro crujido y el suelo se hundió otros cinco centímetros. Rincewind no se atrevía a inhalar por si el peso adicional del aire lo hacía demasiado pesado. Y estaba claro que la más mínima actividad, como por ejemplo saltar, solo iba a empeorar las cosas…

Miró hacia abajo con mucho cuidado.

El musgo muerto había cedido. Ahora parecía estar de pie sobre una viga de madera enterrada bajo el suelo, pero la tierra que caía a ambos lados de la misma sugería que había un agujero debajo.

E iba a romperse en cualquier segund…

Rincewind se lanzó hacia delante. El suelo se le desplomó por debajo de forma que, en lugar de estar de pie sobre un trozo de madera que se iba rompiendo lentamente, ahora estaba colgado con los brazos sobre algo que parecía otro tronco escondido y que, a juzgar por su tacto, estaba tan lleno de podredumbre como el primero.

Y este segundo, posiblemente movido por el deseo de darle la razón, empezó a combarse también.

Y luego se detuvo con una sacudida.

Las caras de los soldados retrocedieron y desaparecieron a medida que los lados del barranco empezaban a hundirse. Una lluvia de tierra seca y piedrecitas cayó por el lado de Rincewind. La notó repicarle en las botas y luego caer al vacío.

Tuvo la sensación, como experto en aquellas cosas, de que estaba colgando sobre las profundidades. Desde su punto de vista, también estaba en las alturas.

El tronco empezó a moverse otra vez.

Aquello, tal como él lo veía, dejó a Rincewind con dos opciones. Podía soltarse y precipitarse a un destino incierto en la oscuridad, o bien podía quedarse colgando hasta que la madera cediera y entonces precipitarse a un destino incierto en la oscuridad.

Y luego, para alegría suya, se abrió una tercera opción. La punta de su bota tocó algo, una raíz o un saliente de roca. No importaba. Pudo apoyar parte de su peso. Lo bastante por lo menos como para ponerlo en un equilibrio precario, no exactamente a salvo, no exactamente cayendo. Por supuesto, solo era una medida temporal, pero Rincewind siempre había considerado que la vida no era más que una serie de medidas temporales puestas juntas.

Una mariposa de color amarillo claro con dibujos interesantes en las alas se acercó revoloteando por el barranco y fue a posarse en la única parcela de color disponible, que resultó ser el sombrero de Rincewind.

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