Había una puertecita delante de él. Parecía no tener guardia.
A pesar de su miedo la atravesó caminando y se abstuvo de correr. La autoridad siempre se fijaba en un hombre que corría. El momento preciso para echar a correr era cuando se oía la «e» de «¡Eh, tú!».
Nadie le prestó ninguna atención. La atención de la gente desplegada en la muralla se centraba en los ejércitos.
—Míralos —dijo en tono amargo en dirección al universo en general—. Estúpidos. Si fueran siete contra setenta, todo el mundo sabría a ciencia cierta quién iba a perder. Solamente porque son siete contra setecientos mil ya no están seguros. ¡Ja!¿Por qué iba yo a hacer algo al respecto? Si ni siquiera conozco tan bien a ese tío. Es verdad que me ha salvado la vida un par de veces, pero esa no es razón para morir horriblemente solo porque no sabe contar. ¡Así que ya puedes dejar de mirarme así! El Equipaje retrocedió un poco. El otro Equipaje…
… a Rincewind le pareció que simplemente parecía hembra. Las mujeres siempre tenían más equipaje que los hombres, ¿no? Debido a todos los —y ahora entró en territorio desconocido— detallitos extra y tal. Era una de esas cosas raras, como el hecho de que tenían pañuelos más pequeños que los hombres a pesar de que sus narices venían a ser del mismo tamaño. El Equipaje siempre había sido el Equipaje. Rincewind no estaba preparado mentalmente para que hubiera más de uno. Estaban el Equipaje y… el otro Equipaje.
—Vamos, los dos —dijo—. Nos vamos de aquí. Ya he hecho lo que podía. Ya no me importa un pimiento. No tiene nada que ver conmigo. No entiendo por qué todo el mundo confía en mí. No soy una persona fiable. Ni siquiera yo mismo me fío de mí, y soy yo.
Cohen miró el horizonte. El cielo se estaba llenando de nubes de color gris azulado.
—Se acerca una tormenta —dijo.
—Es una suerte que no vayamos a estar vivos para mojarnos —dijo Willie el Chaval en tono jovial.
—Tiene gracia. Parece que viene de todas partes al mismo tiempo.
—Asqueroso clima extranjero. No se puede confiar en él.
Cohen desvió su atención hacia los ejércitos de los cinco señores de la guerra.
Parecía que había algún acuerdo entre ellos.
Se habían desplegado en torno a la posición ocupada por Cohen. La táctica parecía bastante clara. Consistía simplemente en avanzar. La Horda podía ver a los comandantes cabalgando de un lado para otro delante de sus legiones.
—¿Cómo se supone que empieza? —dijo Cohen, con el viento creciente agitándole lo que le quedaba de pelo—. ¿Alguien hace sonar un silbato o algo? ¿O simplemente soltamos un grito y cargamos?
—Se suele comenzar por acuerdo mutuo —dijo el señor Saveloy.
—Ah.
Cohen miró el bosque de lanzas y estandartes. Cientos de miles de hombres parecían un buen montón de hombres, vistos de cerca.
—Supongo —dijo lentamente— que ninguno de vosotros tiene ningún plan asombroso que se ha estado callando, ¿no?
—Pensábamos que eras tú quien tenía uno —dijo Truckle.
Ahora varios jinetes se separaron de sus ejércitos respectivos y se acercaron juntos a la Horda. Se detuvieron a poco más de un tiro de lanza y se quedaron quietos mirando.
—Muy bien —dijo Cohen—. Odio decir esto, pero tal vez deberíamos hablar de rendición.
—¡No! —dijo el señor Saveloy, y luego se detuvo, avergonzado por lo fuerte que lo había dicho—. No —repitió en voz más baja—. Si os rendís no viviréis. Simplemente no moriréis en el acto.
Cohen se rascó la nariz.
—¿Cuál es esa bandera… ya sabéis… cuando quieres hablar con ellos sin que te maten?
—Tiene que ser roja —dijo el señor Saveloy—. Pero mira, no sirve de nada que…
—No sé, el color rojo para rendirse, el blanco para los funerales… —murmuró Cohen—. Muy bien. ¿Alguien tiene algo rojo?
—Yo tengo un pañuelo —dijo el señor Saveloy—, pero es blanco y de todos modos…
—Trae aquí.
El maestro bárbaro se lo dio de mala gana.
Cohen se sacó un cuchillo pequeño y gastado del cinturón.
—¡No me puedo creer esto! —dijo el señor Saveloy. Estaba casi llorando—. ¡Cohen el Bárbaro hablando de rendición con una gente así!
—Influencia de la civilización —dijo Cohen—. Debe de haberme reblandecido el cerebro.
Se pasó el cuchillo por el brazo y luego se apretó el pañuelo encima del corte.
—Ahí estamos —dijo—. Pronto tendremos una bonita bandera roja.
La Horda asintió con expresión aprobadora. Era un gesto asombrosamente simbólico, dramático y por encima de todo estúpido, en la mejor tradición del heroísmo bárbaro. Y pareció que tampoco les pasaba por alto a los soldados más cercanos.
—Ahora —continuó Cohen—, me parece que tú, Profe, y tú, Truckle… vais a venir los dos conmigo y hablaremos con esa gente.
—¡Os arrastrarán a sus mazmorras! —dijo el señor Saveloy—. ¡Tienen torturadores que te pueden mantener vivos durante años!
—¿Mande? ¿Qué dice?
—Dice que TE PUEDEN MANTENER VIVO DURANTE AÑOS EN SUS MAZMORRAS, Hamish.
—¡Bien! ¡Por mí bien!
—Oh, cielos —dijo el señor Saveloy.
Echó a andar detrás de los otros dos hacia los señores de la guerra.
Lord Hong se levantó la visera y los observó altivamente mientras se acercaban.
—Bandera roja, mirad —dijo Cohen, agitando el trapo mojado que llevaba en la punta de la espada.
—Sí —dijo lord Hong—. Hemos visto ese pequeño espectáculo. Puede que impresione a los soldados de a pie pero a mí no me impresiona, bárbaro.
—Como quieras —dijo Cohen—. Hemos venido a hablar de rendición.
El señor Saveloy vio que algunos de los lores menos importantes se relajaban un poco. Luego pensó: a un soldado de verdad probablemente no le gusten estas cosas. Uno no quiere acabar en el cielo de los soldados o donde sea que uno vaya y decir: una vez encabecé un ejército contra siete ancianos. No era precisamente para que le dieran a uno una medalla.
—Ah, claro. Y para esto, tanta bravuconada —dijo lord Hong—. Pues deponed vuestra actitud y seréis escoltados de vuelta al palacio.
—¿Perdón? —dijo Cohen.
—Que depongáis vuestra actitud. —Lord Hong soltó un soplido de burla—. Significa que soltéis las armas.
Cohen lo miró con cara perpleja.
—¿Y por qué íbamos a soltar las armas?
—¿No estamos hablando de vuestra rendición?
—¿Nuestra rendición?
El señor Saveloy abrió la boca en una sonrisa lenta y descabellada.
—¡Ja! No esperaréis que me crea que habéis venido a pedirnos a nosotros que…
Se inclinó hacia delante desde su silla de montar y los miró con intensidad.
—Sí que habéis venido a eso, ¿verdad? —dijo—. Pequeños bárbaros descerebrados. ¿Es verdad que solamente sabéis contar hasta cinco?
—Simplemente pensamos que evitaría que la gente saliera herida —dijo Cohen.
—Creíais que evitaría que vosotros salierais heridos —dijo el señor de la guerra.
—Yo diría que también podrían salir heridos algunos de los vuestros.
—Son campesinos —dijo el señor de la guerra.
—Ah, sí. Me olvidaba —dijo Cohen—. Y tú eres su jefe, ¿no? Es como ese juego del ajedrez, ¿verdad?
—Yo soy su señor —dijo lord Hong—. Si hace falta morirán a mi antojo.
Cohen le dedicó una sonrisa amplia y amenazadora.
—¿Cuándo empezamos? —preguntó.
—Regresad con vuestro… con vuestra pandilla —dijo lord Hong—. Y entonces creo que empezaremos… pronto.
Miró con odio a Truckle, que estaba desplegando su hoja de papel. El bárbaro movió los labios con expresión incómoda mientras pasaba un dedo calloso por la página.
—Infeliz… ilegítimo, eso es lo que eres —dijo.
—Madre mía —dijo el señor Saveloy, que era el autor de la tabla de consulta.
Mientras los tres regresaban con la Horda el señor Saveloy oyó un sonido rechinante. Cohen estaba desgastando varios quilates de sus dientes.
—«Morirán a mi antojo» —repitió—. ¡El cabrón ni siquiera sabe cómo tiene que ser un jefe, el muy bastardo! ¡Él y su caballo!
El señor Saveloy miró a su alrededor. Parecía haber alguna discusión entre los señores de la guerra.
—Sabéis —dijo—, lo más probable es que intenten capturarnos con vida. Yo tenía un director así. Le gustaba hacer que las vidas de la gente fueran un tormento.
—¿Quieres decir que intentarán no matarnos? —preguntó Truckle.
—Sí.
—¿Quiere eso decir que tenemos que intentar no matarlos a ellos?
—No, no lo creo.
—A mí me parece bien.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó el señor Saveloy—, ¿Entonamos un cántico de batalla o algo así?
—Esperamos —dijo Cohen.
—En la guerra hay muchas esperas —dijo Willie el Chaval.
—Ah, sí —dijo el señor Saveloy—. He oído decir eso. Dicen que hay largos periodos de aburrimiento seguidos de cortos periodos de emoción.
—No exactamente —dijo Cohen—. Más bien hay cortos periodos de espera seguidos de largos periodos de estar muerto.
—Mierda.
Los campos estaban entrecruzados por zanjas de drenaje. No parecía haber ni un solo camino recto. Y las zanjas eran demasiado anchas para saltar por encima. Parecían lo bastante poco profundas como para vadearlas, pero solamente porque medio metro de agua recubría una profundidad sofocante de barro espeso y rico. El señor Saveloy dijo que el Imperio debía su prosperidad al barro de las llanuras, y ahora mismo Rincewind se sentía extremadamente rico.
También estaba bastante cerca de la colina enorme que dominaba la ciudad. Realmente era redonda, con una precisión que parecía demasiado exacta para deberse a causas naturales. Saveloy había dicho que las colinas de aquella clase eran drumlins, grandes montones de tierra superficial dejadas atrás por los glaciares. Las laderas inferiores de aquella estaban cubiertas de árboles, y en lo alto había un pequeño edificio.
Cubierto. Aquella sí que era una buena palabra. Se trataba de una gran llanura y los ejércitos no estaban muy lejos. La colina tenía un aspecto curiosamente pacífico, como si perteneciera a un mundo distinto. Resultaba extraño que los agateos, que por lo demás parecían pastorear absolutamente en cualquier parte donde un búfalo de agua pudiera estar de pie, la hubieran dejado en paz.
Alguien lo estaba mirando.
Y era un búfalo de agua.
Sería incorrecto decir que lo miraba con interés. Simplemente lo miraba, porque tenía los ojos abiertos y tenía que estar encarado hacia alguna dirección, y había elegido al azar una que incluía a Rincewind.
Su cara albergaba la expresión completamente serena de una criatura que se había dado cuenta hacía mucho tiempo de que era fundamentalmente un tubo con patas y de que había sido instalada en el universo para, en líneas generales, transformar materia prima.
Al otro extremo de la cuerda había un hombre hundido hasta los tobillos en el barro del prado. Llevaba un sombrero de paja de ala ancha, como todos los demás sujetadores de búfalos. Iba vestido con el traje básico estilo pijama del hombre de campo agateo. Y tenía una expresión que no era de idiotez sino de preocupación. Estaba mirando a Rincewind. E igual que en el caso del búfalo, era solamente porque tenía que hacer algo con la mirada.
A pesar de los peligros acuciantes, Rincewind se encontró con que le vencía una curiosidad repentina.
—Esto… Buenos días —dijo.
El hombre lo saludó con la cabeza. El búfalo de agua hizo el ruido de regurgitar lo que estaba rumiando.
—Esto… Perdone si es una pregunta personal —dijo Rincewind—. Pero no puedo evitar preguntarme… ¿por qué se pasa usted el día entero de pie en el campo con el búfalo de agua?
El hombre se lo pensó.
—Es bueno para la tierra —dijo al final.
—¿Pero no se pierde un montón de tiempo? —dijo Rincewind.
El hombre también reflexionó debidamente sobre aquello.
—¿Qué es el tiempo para una vaca? —preguntó.
Rincewind dio marcha atrás para tomar la autopista de la realidad.
—¿Ve a esos ejércitos de ahí? —dijo.
El sujetador de búfalo concentró la mirada.
—Sí —decidió.
—Están luchando por usted.
Al hombre aquello no pareció conmoverlo. El búfalo de agua eructó suavemente.
—Unos quieren verlo a usted esclavizado y otros quieren que gobierne usted el país, o por lo menos que les deje gobernarlo mientras le dicen que en realidad es usted quien lo hace —dijo Rincewind—. Va a haber una batalla terrible. No puedo evitar preguntarme… ¿qué es lo que quiere usted?
El sujetador de búfalo absorbió aquello también para su consideración. Y a Rincewind le pareció que la lentitud del proceso reflexivo no se debía a la estupidez natural sino que tenía más que ver con la magnitud tremenda de la pregunta. Notó que la cuestión se extendía hasta incorporar la tierra y la hierba y el sol y acababa por salir hacia el universo.