Tiempos interesantes (Mundodisco, #17) – Terry Pratchett

Su voz se fue apagando. Ninguna voz podía continuar bajo la presión de aquellas miradas. Incluso Hamish, cuya mirada por lo general se enfocaba en algún punto a ochenta años de distancia, lo miraba con furia.

—No pienso escaparme —dijo Hamish.

—No es escaparse —consiguió decir él—. Es una retirada sensata. Táctica. ¡Por todos los dioses, es sentido común!

—No pienso escaparme.

—¡Pero hasta los bárbaros saben contar! ¡Y ya habéis admitido que vais a morir!

—No pienso escaparme.

Cohen se inclinó hacia delante y le dio unos golpecitos al señor Saveloy en la mano.

—Es lo de ser un héroe, ¿sabes? —dijo—. ¿Quién ha oído hablar de un héroe que se escapa? Todos esos niños de los que hablabas… ya sabes, esos que creían que éramos relatos… ¿te parece que se iban a creer que nos escapamos? Pues entonces. No, escaparse no forma parte de esto. Que se escapen otros.

—Además —dijo Truckle—, ¿dónde íbamos a conseguir una oportunidad como esta? ¡Seis contra cinco ejércitos! ¡Es la hos… es fantástico! Ya no estamos hablando de leyendas, creo que tenemos un pie dentro de la mitología también.

—Pero… vais a… morir.

—Oh, eso es parte de ello, ya lo creo, es parte de ello, Pero qué forma de palmarla, ¿eh?

El señor Saveloy los miró y se dio cuenta de que hablaban en un idioma distinto de un mundo distinto. Un idioma para el que él no tenía clave, un mundo para el que no tenía mapa. Se les podía enseñar a llevar pantalones interesantes y a manejar dinero, pero había algo en sus almas que se quedaba exactamente igual.

—¿Van los maestros a algún sitio especial cuando mueren? —preguntó Cohen.

—Creo que no —dijo el señor Saveloy en tono lúgubre. Durante un momento se preguntó si realmente existía una gran Hora Libre en el cielo. No parecía muy probable. Lo más seguro era que hubiera que corregir exámenes.

—Bueno, pase lo que pase, cuando estés muerto, si te apetece una buena borrachera estás invitado a pasarte cuando quieras —dijo Cohen—. Nos hemos divertido. Eso es lo importante. Y hemos aprendido cosas, ¿verdad, chicos?

Hubo un murmullo general de asentimiento.

—Asombroso, todas esas palabras tan complicadas.

—Y aprender a comprar cosas.

—Y la interacción social, jo, jo… lo siento.

—¿Mande?

—Es una pena que no funcionara, pero nunca se me ha dado bien hacer planes —dijo Cohen.

El señor Saveloy se puso de pie.

—Pues voy a ir con vosotros —dijo ceñudo.

—¿Cómo, a pelear?

—Sí.

—¿Sabes manejar una espada? —dijo Truckle.

—Esto… no.

—Entonces has desperdiciado toda la vida.

El señor Saveloy puso cara de ofendido.

—Espero cogerle el tranquillo sobre la marcha —dijo.

—¿El tranquillo? ¡Pero si es una espada!

—Sí, pero… cuando uno es maestro tiene que aprender las cosas deprisa. —El señor Saveloy sonrió nervioso—. Una vez di clases de alquimia práctica durante un trimestre entero mientras el señor Cisma estaba de baja por hacerse explotar, y hasta aquel momento no había visto nunca un crisol.

—Ten —Willie el Chaval le dio al maestro una espada que sobraba. Saveloy la sopesó.

—Esto… supongo que debe de haber un manual o algo parecido, ¿no?

—¿Manual? No. La coges del lado que no está afilado y con el otro pinchas a la gente.

—Ah, ¿en serio? Bueno, parece bastante sencillo. Yo creía que era más complicado.

—¿Seguro que quieres venir con nosotros?

El señor Saveloy adoptó una expresión firme.

—Por supuesto. Dudo mucho que yo sobreviva si vosotros perdéis y… bueno, parece que vosotros los héroes tenéis un paraíso mejor. Tengo que decir que sospecho bastante que también tenéis una vida mejor. Y la verdad es que no sé adónde van los maestros cuando mueren, pero tengo la horrible sospecha de que estará lleno de profesores de gimnasia.

—Es solamente que no sé si vas a ser capaz de enloquecer de furia como es debido —dijo Cohen—. ¿Alguna vez has sentido que caía sobre tus ojos una niebla rojiza y al despertar te encuentras con que has matado a veinte personas a mordiscos?

—Antes me consideraban bastante cascarrabias cuando la gente hacía mucho ruido en clase —dijo el señor Saveloy—. Y un buen tirador con un trozo de tiza.

—¿Y qué hay de ti, recaudador?

Seis Vientos Benéficos se apartó bruscamente.

—Creo… creo que probablemente yo estoy más hecho para resquebrajar el sistema desde dentro —dijo.

—Muy bien. —Cohen miró a los demás—. Nunca he librado esta clase de guerras oficiales —dijo—. ¿Cómo se supone que funcionan?

—Creo que simplemente hay que alinearse unos enfrente de otros y después cargar —dijo el señor Saveloy.

—Parece bastante sencillo. Muy bien, vamos allá.

Se fueron dando zancadas resueltas, salvo en un caso que se fue rodando y en otro que se movió con el trote plácido del señor Saveloy, por el pasillo. El recaudador los siguió.

—¡Señor Saveloy! —gritó—. ¡Sabe usted lo que va a pasar! ¿Es que ha perdido la razón?

—Sí —dijo el maestro—. Pero puede que haya encontrado otra mejor.

Sonrió para sus adentros. Hasta el momento toda su vida había sido complicada. Había habido horarios y listas y una cesta entera de cosas que tenía que hacer y otras que no podía hacer, y en medio de todo aquello la vida del señor Saveloy había sido una cosita escurridiza que intentaba sobrevivir. Pero ahora todo se había vuelto muy simple de repente. Agarrabas un lado y pinchabas a la gente con el otro. Se podía vivir toda una vida siguiendo una máxima como aquella. Y después tener una vida de ultratumba muy interesante…

—Ten, te hará falta también esto —dijo Caleb, clavándole algo redondo en las costillas mientras salían a la luz gris—. Es un escudo.

—Ah. Es para protegerme, ¿verdad?

—Si te hace falta de verdad, muerde el borde.

—Ah, ya sé —dijo el señor Saveloy—. Eso es cuando uno enloquece de furia, ¿no?

—Puede ser, puede ser —dijo Caleb—. Es por eso que lo hacen muchos guerreros. Pero yo personalmente lo hago porque está hecho de chocolate.

—¿De chocolate?

—Nunca se encuentra comida decente en estas batallas.

Y aquí estoy yo, pensó el señor Saveloy, desfilando por la calle en compañía de héroes. Son los grandes luch…

—Y en caso de duda, quítate toda la ropa —dijo Caleb.

—¿Para qué?

—Quitarse toda la ropa es señal de que uno enloquece bien de furia. Hace que el enemigo se cague de miedo. Y si alguien se echa a reír, dales con la espada.

Hubo un movimiento bajo las mantas de la silla de ruedas.

—¿Mande?

—Digo que DALES CON LA ESPADA, Hamish.

Hamish levantó un brazo que parecía un hueso recubierto de piel y daba la impresión de ser demasiado flaco para cargar con el hacha con que, de hecho, estaba cargado.

—¡Eso es! ¡En todos los cataplines!

El señor Saveloy le dio un codazo a Caleb.

—Debería apuntarme todo esto —dijo—. ¿Dónde están exactamente los cataplines?

—Es una pequeña cordillera cerca del Eje.

—Fascinante.

Los ciudadanos de Hunghung estaban desplegados a lo largo de las murallas de la ciudad. Una pelea como aquella no se veía todos los días.

Rincewind se abrió paso entre el gentío dando codazos y patadas hasta que llegó con los miembros de la unidad, que se las habían apañado para ocupar una posición privilegiada sobre la puerta principal.

—¿Pero por qué os quedáis aquí? —preguntó—. ¡Podríais estar a kilómetros de distancia!

—Queremos ver qué pasa, por supuesto —dijo Dosflores con un resplandor en las gafas.

—¡Yo sé lo que va a pasar! ¡Que la Horda va a ser aniquilada al instante! —dijo Rincewind—. ¿O qué esperáis que pase?

—Ah, pero te estás olvidando de los fantasmas vampiros invisibles —dijo Dosflores.

Rincewind se lo quedó mirando.

—¿Qué?

—Su ejército secreto. Y he oído decir que nosotros también tenemos uno. Seguro que es un espectáculo interesante.

—Dosflores, no hay ningún fantasma vampiro invisible.

—Ah, sí, todo el mundo va por ahí negándolo —dijo Flor de Loto—. Así que algo de verdad debe de haber.

—¡Pero si me lo inventé yo!

—Ah, tú puedes creer que te lo inventaste —dijo Dosflores—. Pero tal vez seas un peón del Sino.

—Escucha, no exist…

—El mismo Rincewind de siempre —dijo Dosflores en tono jovial—. Siempre has sido tan pesimista en todo, pero al final las cosas siempre han salido bien.

—No existen los fantasmas y no existen los ejércitos mágicos —dijo Rincewind—. Solamente…

—Cuando siete hombres salen a luchar contra un ejército cien mil veces más grande el combate solo puede terminar de una manera —dijo Dosflores.

—Eso mismo. Me alegra que le eches un poco de sentido común.

—Ganarán —dijo Dosflores—. Tienen que ganar. Si no, es que el mundo no funciona como es debido.

—Tú pareces una mujer culta —le dijo Rincewind a Mariposa—. Explícale por qué se equivoca. Es por culpa de una cosita que tenemos en nuestro país. No sé si aquí habéis oído hablar de ella. Se llama matemática.

La chica le sonrió.

—No me crees, ¿verdad? —dijo Rincewind en tono fatigado—. Eres igual que él. ¿Qué creéis que es esto, guerra homeopática? ¿Cuanto más pequeño sea tu bando, más probable es que ganes? Pues bueno, no es así. Me gustaría que fuera así, pero no lo es. Nada lo es. ¡No existen los golpes increíbles de suerte, ni las soluciones mágicas, y la buena gente no gana porque sean pequeños y valerosos! —Hizo un gesto irritado con la mano en dirección a algo.

—Pues tú siempre sobreviviste —dijo Dosflores—. Tuvimos aventuras increíbles y siempre sobreviviste.

—No fue más que una coincidencia.

—Pero seguiste sobreviviendo.

—Y conseguiste sacarnos de la cárcel —dijo Flor de Loto.

—No ha sido más que un montón de coinci… ¿ Quieres largarte de una vez?

Una mariposa se apartó juguetona de su manotazo.

—Malditos bichos —murmuró. Y añadió—: Bueno, se acabó. Me largo. No puedo verlo. Tengo cosas que hacer. Además, después me temo que una gente muy desagradable se va a poner a buscarme.

Entonces se dio cuenta de que Flor de Loto tenía lágrimas en los ojos.

—Pen… pensábamos que ibas a hacer algo —dijo.

—¿Yo? ¡Yo no puedo hacer nada! ¡Sobre todo magia! ¡Soy famoso por eso! ¡No vayas por ahí creyendo que los grandes hechiceros te solucionan todos los problemas, porque no existen y no solucionan nada, y yo lo sé muy bien porque no soy uno!

Se apartó.

—¡Esto me pasa siempre! Yo estoy ocupándome de mis asuntos y entonces se ponen mal las cosas y de pronto todo el mundo confía en mí y dice: «Oh, Rincewind, ¿qué vas a hacer para ayudarnos?». Bueno, pues lo que va a hacer el hijo de la señora Rincewind, suponiendo, claro está, que existiera una señora Rincewind, es nada, ¿entendido? ¡Tenéis que arreglarlo todo vosotros! Ningún ejército mágico misterioso va a… ¿Queréis dejar de mirarme así? ¡No veo por qué es culpa mía! ¡Yo tengo otras cosas que hacer! ¡No es culpa mía!

Se dio media vuelta y echó a correr.

La multitud no le prestó mucha atención.

Las calles estaban desiertas para tratarse de Hunghung, lo cual quería decir que se podían ver a menudo los adoquines. Rincewind avanzó a empujones por los callejones cercanos a la Muralla, en busca de otras puertas donde los guardias estuvieran demasiado ocupados para hacer preguntas.

Oyó unos pasos tras su espalda.

—Mirad —dijo, dándose la vuelta—. Ya os lo he dicho, podéis todos…

Era el Equipaje. Se las apañó para parecer un poco avergonzado.

—Ah, por fin hemos aparecido, ¿eh? —dijo Rincewind en tono feroz—. ¿Qué pasó con aquello de seguir al amo a todas partes?

El Equipaje arrastró los pies. De un callejón cercano salió una versión de sí mismo un poco más grande y adornada. En la tapa tenía encajes de madera decorativa y a Rincewind le pareció que sus pies eran bastante más delicados que los pies callosos y con las uñas descuidadas del Equipaje. Además, llevaba las uñas pintadas.

—Oh —dijo—. Vaya. Por todos los dioses. Está bien, supongo. ¿En serio? O sea… sí. Bueno. Vamos, pues.

Llegó al final del callejón y se giró. El Equipaje estaba dando empujoncitos suaves al baúl más grande, apremiándolo para que lo siguiera.

Las experiencias sexuales de Rincewind no eran demasiadas, aunque había visto diagramas. No tenía ni la menor idea de cómo se aplicaban a los accesorios de viaje. ¿Dirían cosas como «¡Vaya curvas!» o «No te pierdas esas bisagras»?

En última instancia, no tenía ninguna razón para pensar que el Equipaje fuera macho. Era cierto que tenía una naturaleza homicida, pero también la tenían muchas de las mujeres que Rincewind había conocido, y a menudo se habían vuelto todavía más homicidas como resultado de conocerlo a él. La capacidad para la violencia, según había oído Rincewind, era unisex. No estaba seguro de qué quería decir unisex, pero sospechaba que era lo que él experimentaba normalmente.

Autore(a)s: