Tiempos interesantes (Mundodisco, #17) – Terry Pratchett

—Bien —dijo Ridcully—. Decidido entonces. Ya le he dicho al señor Stibbons que empiece a buscar…

—¿Con ese artefacto demoníaco?

—Sí.

—Entonces nada puede salir mal, seguro —dijo el decano en tono amargo.

—Una trompeta de langostas, si es tan amable.

—Y el tesorero está de acuerdo.

Los señores de la guerra se habían reunido en los aposentos de lord Hong. Se mantenían cuidadosamente a distancia los unos de los otros, como correspondía a enemigos que estaban formando la más precaria de las alianzas. Una vez se hicieran cargo de los bárbaros, la batalla todavía podía continuar. Pero querían garantías acerca de una cuestión en particular.

—¡No! —dijo lord Hong—. ¡Que esto quede absolutamente claro! No existe ningún ejército invisible de fantasmas chupasangre, ¿lo entienden? La gente que vive al otro lado de la Muralla es como nosotros, aunque inmensamente inferior en todos los sentidos, por supuesto. Y totalmente visibles.

Uno o dos de los lores no parecían muy convencidos.

—¿Y todos esos rumores sobre el Ejército Rojo? —preguntó uno de ellos.

—¡El Ejército Rojo, lord Tang, es una chusma indisciplinada a la que se aplastará con fuerza ejemplar!

—Ya sabéis de qué Ejército Rojo hablan los campesinos —dijo lord Tang—. Dicen que hace miles de años…

—Dicen que hace miles de años un mago que no existió cogió barro y relámpagos y creó unos soldados que no podían morir —dijo lord Hong—. Sí. Es solo un cuento, lord Tang. Un cuento inventado por campesinos que no entendían lo que estaba pasando realmente. El ejército de Un Espejo de Sol simplemente tenía —hizo un gesto vago con la mano— mejores armaduras y más disciplina. No me dan miedo los fantasmas, y ciertamente no me da miedo una leyenda que probablemente no existió nunca,

—Sí, pero…

—¡Adivino! —saltó lord Hong. El adivino, que no se lo esperaba, dio un respingo.

—¿Sí, mi señor?

—¿Cómo van esas entrañas?

—Esto… Ya están casi listas, mi señor —dijo el adivino.

El adivino estaba más bien preocupado. Se dijo a sí mismo que tal vez se hubiera equivocado de ave. Lo único que le estaban diciendo las entrañas era que si conseguía salir vivo de aquello, él, el adivino, podía tener la fortuna de disfrutar de una cena a base de pollo. Pero lord Hong sonaba como un hombre con el tipo más peligroso de impaciencia.

—¿Y qué te dicen?

—Esto… el futuro es… el futuro es…

Las entrañas de pollo nunca habían tenido aquel aspecto. Durante un momento le pareció que se estaban moviendo.

—Esto… es incierto —aventuró.

—Pues cerciórate —dijo lord Hong—. ¿Quién vencerá por la mañana?

Unas sombras parpadearon sobre la mesa.

Había algo revoloteando por delante de la luz.

Parecía una polilla común y amarillenta, con dibujos negros en las alas.

Las capacidades precognitivas del adivino, que eran considerablemente más poderosas de lo que él creía, se lo dijeron: aquel no era un buen momento para ser clarividente.

Por otro lado, ningún momento era bueno para ser horriblemente ejecutado, así que…

—Sin ningún asomo de duda —dijo—, el enemigo será derrotado de la forma más rotunda.

—¿Cómo puedes estar tan seguro? —dijo lord McSweeney,

El adivino puso cara de ofendido.

—¿Veis esta cosita que tiembla junto a los riñones? ¿Queréis discutir con esta cosita verde que chorrea? ¿De pronto lo sabéis todo sobre el hígado? ¿De acuerdo?

—Ahí lo tienen —dijo lord Hong—. El sino nos sonríe.

—Con todo… —empezó a decir lord Tang—. Los hombres están muy…

—Podéis decirle a los hombres… —empezó a decir lord Hong. Se detuvo. Sonrió—. Podéis decirle a los hombres que que hay un ejército enorme de fantasmas vampiros invisibles.

—¿Qué?

—¡Sí! —Lord Hong se puso a dar zancadas de un lado a otro y a chasquear los dedos—. Sí que hay un ejército terrible de fantasmas extranjeros. Y eso ha enfurecido tanto a nuestros propios fantasmas… ¡Sí, un millar de generaciones de nuestros antepasados están cabalgando a lomos del viento para repeler la invasión bárbara! ¡Los fantasmas del Imperio se levantan! ¡Millones y millones! ¡Incluso nuestros demonios están furiosos por esta intrusión! Van a descender como una niebla de garras y dientes sobre… ¿Sí, lord Sung?

Los señores de la guerra se estaban mirando nerviosos entre ellos.

—¿Estáis seguro de esto, lord Hong?

A lord Hong le resplandecieron los ojos detrás de sus gafitas diminutas.

—Hagan las proclamas necesarias —dijo.

—Pero hace solamente unas horas que les dijimos a los hombres que no había…

—¡Pues decidles lo contrario!

—Pero ellos creerán que…

—¡Creerán lo que se les diga! —gritó lord Hong—. Si el enemigo cree que su fuerza reside en el engaño, entonces usaremos su engaño contra ellos. ¡Decidle a los hombres que tendrán como apoyo a mil millones de fantasmas del Imperio!

Los demás señores de la guerra intentaron evitar su mirada. Nadie iba a atreverse a sugerir que al soldado medio no le haría mucha gracia tener fantasmas por delante y por detrás, sobre todo teniendo en cuenta lo caprichosos que eran los fantasmas.

—Bien —dijo lord Hong. Bajó la vista—. ¿Todavía estás aquí?

—¡Estoy limpiando mis menudillos, señor! —chilló el adivino.

Recogió los restos de su pollo desmenuzado y puso pies en polvorosa.

Al fin y al cabo, se dijo a sí mismo mientras regresaba a toda prisa a su casa, tampoco he dicho el enemigo de quién.

Lord Hong se quedó solo.

Se dio cuenta de que estaba temblando. Probablemente fuera la furia. Pero quizá… Quizá podía darle la vuelta a la situación para su propio beneficio. Los bárbaros venían del exterior, y para la mayoría de la gente todo lo que había en el exterior era lo mismo. Sí. Los bárbaros eran un detalle insignificante, fácil de solucionar, pero tal vez, si se gestionaba de la forma adecuada, podían tener un lugar en el conjunto de su estrategia.

También estaba jadeando.

Fue a su estudio privado y cerró la puerta.

Sacó la llave.

Abrió la caja.

Hubo unos minutos de silencio, excepto por el susurro de la tela.

Luego lord Hong se miró al espejo.

Se había esforzado mucho para conseguir aquello. Había usado a diversos agentes, ninguno de los cuales conocía todo el plan. Pero el sastre de Ankh-Morpork había hecho bien su trabajo y había seguido las medidas con exactitud. Desde las botas en punta y las calzas hasta el jubón, la capa y el sombrero con una pluma, lord Hong supo que era un perfecto caballero de Ankh-Morpork. La capa estaba forrada de seda.

La ropa le caía incómoda y le rozaba de forma poco familiar, pero aquellos eran detalles menores. Aquel era el aspecto de un hombre en una sociedad que respiraba, que se movía y que podía ir a alguna parte…

Caminaría por la ciudad aquel gran primer día y la gente se quedaría muda cuando viera a su líder natural.

Nunca le pasó por la cabeza que alguien pudiera decir: «¡Mira, menudo capullo repeinado! ¡Tírale medio ladrillo!».

Las hormigas corretearon. La cosa que hacía «parp» hizo parp.

Los magos se apartaron. No había gran cosa que hacer cuando Hex trabajaba a todo gas, salvo mirar los peces y engrasar las ruedas de vez en cuando. Los tubos emitían destellos ocasionales de octarino.

Hex estaba elaborando varios centenares de conjuros por minuto. Así de simple. Un humano tardaría más de una hora en hacer un conjuro ordinario de búsqueda. Pero Hex podía hacerlo más deprisa. Una y otra vez. Estaba peinando todo el mar de lo oculto en busca de un pez escurridizo en concreto.

Al cabo de noventa y tres minutos terminó lo que de otra forma le habría tomado varios meses al profesorado.

—¿Lo ven? —dijo Ponder, con la voz un poco temblorosa mientras recogía la hilera de bloques de la ranura de salida—. Ya les dije que él lo podía hacer.

—¿Quién es él? —preguntó Ridcully.

—Hex.

—Ah, se refiere a esta cosa.

—A eso me refería, señor… esto… sí.

Otra cosa que tenía la Horda, se había fijado el señor Saveloy, era su capacidad para relajarse. Aquellos ancianos tenían la capacidad gatuna de no hacer nada cuando no había nada que hacer.

Habían afilado sus espadas. Habían comido —trozos grandes de carne para casi todos y una especie de gachas para Hamish el Loco, que se manchó casi toda la barba— y se habían asegurado de la salubridad de la comida trayendo al cocinero, clavándolo al suelo por el delantal y suspendiendo un hacha de una soga que pasaba por encima de una viga del techo y cuyo otro extremo sostenía Cohen, mientras comía.

Luego habían afilado sus espadas otra vez, por pura costumbre, y… se habían detenido.

De vez en cuando uno de ellos silbaba un fragmento de una melodía, a través de los dientes que le quedaban, o bien se inspeccionaba un resquicio corporal en busca de algún piojo particularmente recalcitrante. Principalmente, sin embargo, estaban sentados con la mirada perdida.

Al cabo de un rato largo, Caleb dijo:

—¿Sabéis? No he estado nunca en XXXX. He estado en todos los demás sitios. A veces me pregunto cómo debe de ser.

—Una vez naufragué allí —dijo RB197673800HK—. Un sitio raro. Infestado de magia. Hay castores con pico y ratas gigantes con colas largas que van dando saltos por ahí y boxean entre ellas. Y tíos negros por todas partes. Dicen que están en un sueño. Pero son listos. Dales un trozo de desierto con un árbol muerto en medio y al cabo de un minuto han encontrado una comida de tres platos con frutas y frutos secos de postre. Y la cerveza es buena.

—Tiene buena pinta.

Hubo otra larga pausa.

Y luego:

—Supongo que por aquí deben de tener juglares, ¿no? Sería una jodida pérdida de tiempo si nos mataran y nadie escribiera ninguna canción, ¿verdad?

—Una ciudad como esta debe de tener montones de juglares.

—Ah, entonces no hay problema.

—No.

—No.

Hubo otra pausa larga.

—No es que nos vayan a matar.

—No, claro. No tengo intención de dejarme matar mientras viva, ja, ja.

Otra pausa.

—¿Cohen?

—¿Sí?

—¿Tú eres un hombre religioso?

—Bueno, en mi época asalté montones de templos y maté a unos cuantos sacerdotes locos. No sé si eso cuenta.

—¿Qué cree tu tribu que pasa cuando mueres en la batalla?

—Oh, que vienen unas mujeres gordas con cuernos en los cascos y te llevan a los salones de Ío donde hay peleas y juerga y papeo para toda la eternidad.

Otra pausa.

—O sea, ¿para toda la eternidad, en serio?

—Yo creo que sí.

—Porque por lo general uno se harta hasta de comer pavo alrededor del cuarto día.

—Muy bien, ¿pues en qué creen los tuyos?

—Yo pienso que vamos al infierno en una barca hecha de uñas cortadas de los pies. O algo parecido, vamos.

Otra pausa.

—Pero no vale la pena hablar de ello porque hoy no nos van a matar.

—Tú lo has dicho.

—Ja, no vale la pena morirse si lo único que te espera son sobras de carne y flotar por ahí en una barca que huele a tus calcetines, ¿no?

—Ja, ja.

Otra pausa.

—En Klatch creen que si eres bueno en vida te recompensan enviándote a un paraíso lleno de jovencitas.

—¿Y esa es tu recompensa?

—No sé. Tal vez sea el castigo de ellas. Pero me acuerdo de que te pasas el día bebiendo sorbete.

—Ja. Cuando yo era niño teníamos sorbete como es debido, en unos tubitos y con una pajita de regaliz para chupar. Hoy ya no se encuentran esas cosas. La gente lo hace todo con prisas.

—Aun así, tiene mejor pinta que zamparte las uñas de los pies.

Otra pausa.

—¿Alguna vez has creído en eso de que todos los enemigos que matas se convierten en tus sirvientes en el otro mundo?

—No sé.

—¿A cuántos has matado?

—¿Cómo? Ah. A unos dos o tres mil. Sin contar a los enanos y a los trolls, claro.

—Entonces está claro que no te va a faltar quien te cepille el pelo o te abra las puertas cuando estés muerto.

Pausa.

—Pero está claro que no vamos a morir, ¿verdad?

—Verdad.

—O sea, una proporción de cien mil a uno… ja. La diferencia no son más que un montón de ceros, ¿verdad?

—Verdad.

—O sea, con camaradas recios a nuestro lado, un brazo poderoso… ¿qué más podemos pedir?

Pausa.

—Un volcán nos iría de perlas.

Pausa.

—Vamos a morir, ¿verdad?

—Sí.

Los miembros de la Horda se miraron entre ellos.

—Con todo, mirando el lado bueno, me acuerdo de que todavía le debo a Fafa el Enano cincuenta dólares por esta espada —dijo Willie el Chaval—. Parece que voy a terminar ganándole esta mano.

El señor Saveloy se llevó las manos a la cabeza.

—Lo siento mucho —dijo.

—No te preocupes —dijo Cohen.

La luz gris del amanecer apenas era visible en las ventanas altas.

—Mirad —dijo el señor Saveloy—. No hace falta que muráis. Podemos… bueno. Podemos escabullirnos. Tal vez volver a salir por la tubería. Tal vez podamos llevar en brazos a Hamish. La gente entra y sale todo el tiempo. Estoy seguro de que podemos salir de… la ciudad… sin… ningún…

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