Tiempos interesantes (Mundodisco, #17) – Terry Pratchett

Rincewind respiró hondo.

—Es una posibilidad de uno contra un millón —dijo—. Pero puede funcionar.

Los Cuatro Jinetes cuya cabalgada presagia el fin del mundo son conocidos como Muerte, Guerra, Hambre y Peste. Pero hasta los acontecimientos menos importantes tienen sus propios jinetes. Por ejemplo, los Cuatro Jinetes del Resfriado Común son Moquera, Congestión De Pecho, Napia y Falta de Pañuelos. Los Cuatro Jinetes cuya aparición anuncia cualquier fiesta del calendario son Tormenta, Ventolera, Aguanieve y Carril Habilitado En Sentido Contrario.

Entre los ejércitos acampados en la amplia llanura aluvial que rodeaba Hunghung, los jinetes invisibles conocidos como Desinformación, Rumor y Cotilleo ensillaron sus caballos…

Un ejército grande acampado tiene todos los tediosos problemas de una ciudad y ninguna de las ventajas. Sus fogatas de guardia y sus piquetes de asedio acaban por abrirse a los civiles del lugar, sobre todo si estos tienen algo que vender y más todavía si se trata de mujeres cuya virtud tiene cierta componente comercial, e incluso a veces sí parecen estar vendiendo alguna comida que rompa la monótona dieta del ejercito. La comida que se estaba vendiendo en aquellos momentos era ciertamente una ruptura.

—¡Bolas de cerdo! ¡Bolas de cerdo! Cómprenlas mientras están… —Hubo una pausa mientras el vendedor ambulante ensayaba mentalmente formas de terminar la frase y acababa por rendirse—. ¡Bolas de cerdo! ¡En palillo! ¿Qué me dice, shogun? Parece usted la clase… Espera, ¿tú no eres…?

—¡Callacallacallacalla!

Rincewind empujo a A.KM.H.E.H.K. Esculidi-san a las sombras que había junto a una tienda de campaña.

El mercader miró la cara angustiada y enmarcada por un traje de eunuco y un sombrero grande de paja.

—Eres el Hechicero, ¿no? ¿Cómo est…?

—¿Te acuerdas de que tenías muchas ganas de hacerte muy rico con el comercio internacional? —preguntó Rincewind.

—Sí. ¿Podemos empezar ya?

—Pronto, pronto. Pero primero tienes que hacer una cosa. ¿Has oído ese rumor sobre el ejército de fantasmas vampiros invisibles que se dirige hacia aquí?

Los ojos de A.F.M.H.E.H.K. Esculidi-san giraron nerviosamente. Pero formaba parte de su arsenal comercial no parecer nunca ignorante de nada salvo, tal vez, de cómo dar el cambio correcto.

—Sí… —dijo.

—¿Ese que dice que son millones? —dijo Rincewind— ¿Y que tienen mucha hambre porque no han comido nada en todo el camino? ¿Y que el Gran Hechicero los ha vuelto especialmente feroces?

—Esto… sí…

—Bueno, pues no es verdad.

—¿Ah, no?

—¿No me crees? ¿Quién lo va a saber mejor que yo?

—Eso es verdad.

—Y no queremos que cunda el pánico, ¿verdad?

—El pánico siempre es muy malo para los negocios —dijo A.F.M.H.E.H.K., asintiendo con expresión incómoda.

—Pues asegúrate de decirle a la gente que no hay nada de verdad en ese rumor, ¿de acuerdo? Que ya pueden estar tranquilos.

—Buena idea. Esto… Esos fantasmas vampiros invisibles… ¿no llevarán dinero de alguna clase?

—No. Porque no existen.

—Ah, sí. Me había olvidado.

—Y no son 2.300.009 —dijo Rincewind. Estaba bastante orgulloso de aquel pequeño detalle.

—No son 2.300.009… —dijo A.F.M.H.E.H.K. con la mirada un poco vidriosa.

—En absoluto. No son 2.300.009, no importa lo que diga nadie. Y el Gran Hechicero no ha duplicado su tamaño normal. Muy bien. Ahora me tengo que ir…

Rincewind se alejó a la carrera.

El mercader se quedó un momento reflexionando. Se le ocurrió de pronto que probablemente ya había vendido bastantes cosas por el momento y que tal vez debería marcharse a casa y pasar una noche tranquila dentro de un barril en el sótano con un saco en la cabeza.

Su ruta lo llevó a través de la mayor parte del campamento. Se aseguró de que los soldados con que se encontraba se enteraran de que el rumor era totalmente falso, aunque aquello comportara invariablemente que, antes de nada, tuviera que decirles cuál era exactamente el rumor.

Un conejo de juguete chilló nervioso.

—¡Y tengo miedo a loz fantazmaz vampiroz inviziblez! —sollozó Perla Favorita.

Los soldados congregados en torno a aquella fogata en concreto intentaron tranquilizarla, pero por desgracia no había nadie que los tranquilizara a ellos.

—¡Yo he oído que ya se han comido a algunos hombres!

Un par de soldados miraron por encima del hombro. No se veía nada en la oscuridad, aunque aquello no era precisamente un signo tranquilizador.

El Ejército Rojo se desplazaba oblicuamente de una fogata a otra

Rincewind había sido muy específico. Se había pasado toda su vida adulta, o por lo menos aquellas partes de la misma en que no estaba siendo perseguido por cosas que tenían más patas que dientes, en la Universidad Invisible, y tenía la sensación de saber de qué estaba hablando en aquellos momentos. No le digáis nada a la gente, les dijo. No se lo digáis. Uno no conseguía sobrevivir como mago en la UI creyendo en lo que le decía la gente. Sino creyendo en lo que no le decía.

No se lo digáis. Preguntádselo. Preguntadles si es verdad. Podéis suplicarles que os digan que no es verdad. O podéis incluso decirles que os han dicho que les digáis que no es verdad, y esa es la mejor de todas.

Porque Rincewind sabía muy bien que cuando los Cuatro Jinetes más bien pequeños y desagradables del Pánico echaban a cabalgar, Desinformación, Rumor y Cotilleo hacían siempre un buen trabajo, pero los tres juntos no eran nada comparados con el cuarto jinete, que se llamaba Negación.

Al cabo de una hora Rincewind se sintió bastante innecesario.

Brotaban conversaciones en todas partes, sobre todo en las zonas del margen de los campamentos, donde la noche se extendía enorme y oscura y tan obviamente vacía.

—Muy bien, ¿entonces cómo es posible que digan que no son 2.300.009, eh? Si no existen, ¿por qué hay un número?

—Mira, los fantasmas vampiros invisibles no existen, ¿de acuerdo?

—¿Ah, sí? ¿Cómo lo sabes? ¿Alguna vez has visto alguno?

—Escucha, he ido a preguntarle al capitán y me ha dicho que está seguro de que ahí fuera no hay ningún fantasma invisible.

—¿Cómo puede estar seguro si no puede verlos?

—Dice que los fantasmas vampiros invisibles no existen.

—¡Oh! ¿Y cómo es que ahora de repente dice eso? Mi abuelo me contó que había millones de ellos fuera de la…

—Espera… ¿Qué ha sido eso…?

—¿El qué?

—Juraría que he oído algo…

—Pues yo no veo nada.

—¡Oh, no!

Las cosas debían de haberse filtrado al Alto Mando porque, cuando se acercaba la medianoche, sonaron las trompetas por los campamentos y se leyó una proclama especial.

La proclama confirmaba que los fantasmas vampiros eran reales en general pero negaba su existencia en cualquier sentido específico e inmediato. Era una obra maestra de su género, sobre todo porque llevaba todo el asunto a las orejas de los soldados que el Ejército Rojo todavía no había podido alcanzar.

Una hora más tarde la situación había llegado a su punto crítico y Rincewind estaba oyendo cosas que no se había inventado personalmente y que en líneas generales preferiría con mucho no oír.

Se puso a charlar con un par de soldados y dijo:

—Estoy seguro de que no existe un ejército inmenso de fantasmas vampiros hambrientos.

Y ellos le dijeron:

—No, hay siete ancianos.

—¿Solamente siete ancianos?

—He oído que son muy, muy ancianos —dijo un soldado—. Demasiado para morir. Alguien de palacio me ha dicho que pueden atravesar las paredes y hacerse invisibles.

—Oh, venga ya —dijo Rincewind—. ¿Siete ancianos luchando contra todo este ejército?

—Da que pensar, ¿eh? El cabo Toshi dice que los ayuda el Gran Hechicero. Tiene lógica. Yo no lucharía contra un ejército entero si no tuviera un montón de magia de mi lado.

—Esto… ¿Alguien sabe qué aspecto tiene el Gran Hechicero? —preguntó Rincewind.

—Dicen que es más alto que una casa y que tiene tres cabezas.

Rincewind asintió con expresión alentadora.

—He oído —dijo un soldado— que el Ejército Rojo también va a luchar de su lado.

—¿Y qué? El cabo Toshi dice que son un hatajo de críos.

—No, lo que yo he oído… el Ejército Rojo de verdad… ya sabéis…

—¡El Ejército Rojo no se va a poner del lado de unos invasores bárbaros! Además, el Ejército Rojo no existe. No es más que un mito.

—Igual que los fantasmas vampiros invisibles —dijo Rincewind, dándole otra vueltecita al mecanismo de ansiedad.

—Esto… sí.

Los dejó discutiendo.

No había nadie que desertara. Adentrarse corriendo en una noche llena de terrores no específicos era peor que quedarse en el campamento. Pero aquello estaba bien, decidió. Quería decir que la gente verdaderamente asustada se estaba quedando en su sitio y buscando que sus compañeros los tranquilizaran. Y no había nada como alguien repitiendo «Estoy segurísimo de que no existen los hechiceros vampiros» y yendo a la letrina cuatro veces por hora para insuflarle agallas a un pelotón.

Rincewind se escabulló de vuelta a la ciudad, rodeó una tienda en las sombras y chocó con un caballo, que le dio un pisotón tremendo en el pie.

—¡Tu mujer es un hipopótamo enorme!

LO SIENTO.

Rincewind se quedó paralizado, agarrándose el pie dolorido con las dos manos. Solamente conocía a una persona con una voz que parecía un cementerio en pleno invierno.

Intentó dar un saltito hacia atrás y chocó con otro caballo.

RINCEWIND, ¿VERDAD?, dijo la Muerte. SÍ. BUENAS TARDES. CREO QUE NO CONOCES A GUERRA. RINCEWIND, GUERRA. GUERRA, RINCEWIND.

Guerra se tocó el yelmo a modo de saludo.

—El placer es mío —dijo. Señaló a los otros tres jinetes—. Me gustaría presentarle a mis hijos, Terror y Pánico. Y a mi hija Clancy.

Los niños dijeron hola a coro. Clancy tenía el ceño fruncido, aparentaba unos siete años y llevaba un casco y una insignia del Pony Club.

NO ESPERABA VERTE AQUÍ, RINCEWIND.

—Ah, bien.

La Muerte se sacó un reloj de arena de la túnica, lo alzó a la luz de la luna y suspiró. Rincewind estiró el cuello para ver cuánta arena quedaba.

AUNQUE YA PUESTOS, PODRÍA…

—No hace falta que hagas ningún arreglo especial solamente por mí-se apresuró a decir Rincewind—. Yo, esto… supongo que estáis aquí todos por la batalla…

SÍ. PROMETE SER EXTREMADAMENTE… CORTA.

—¿Quién va a ganar?

VENGA, SABES QUE NO TE LO DIRÍA, NI AUNQUE LO SUPIERA.

—¿Aunque lo supieras? —dijo Rincewind—. ¡Yo creía que tú lo sabías todo!

La Muerte levantó un dedo. Algo bajó revoloteando del cielo nocturno. A Rincewind le pareció que era una polilla, aunque daba la impresión de ser menos suave y tenía un extraño dibujo moteado en las alas.

Se posó un momento en el dedo extendido y luego remontó el vuelo y se alejó de nuevo.

EN UNA NOCHE COMO ESTA, dijo la Muerte, LA ÚNICA COSA SEGURA ES LA INCERTIDUMBRE. TRILLADO, LO SÉ, PERO CIERTO.

En algún punto del horizonte sonó un trueno.

—Esto, bueno, yo me tendría que ir yendo —dijo Rincewind.

DÉJATE VER UN POCO MÁS, dijo la Muerte, mientras el mago se iba corriendo.

—Un tipo raro —dijo Guerra.

CON ÉL AQUÍ, HASTA LA INCERTIDUMBRE ES INCIERTA. Y NI SIQUIERA ESTOY SEGURO DE ESO.

Guerra sacó de sus alforjas un paquete grande envuelto en papel.

—Tenemos… déjame ver… huevo con berros, pollo al curry y queso curado con pepinillos crujientes, me parece.

HOY EN DÍA HACEN UNOS BOCADILLOS MARAVILLOSOS.

—Oh… y beicon sorpresa.

¿EN SERIO? ¿Y QUÉ TIENE DE SORPRENDENTE EL BACON?

—No sé. Supongo que para el cerdo debió ser una sorpresa.

Ridcully había estado librando una larga lucha consigo mismo y la había ganado.

—Vamos a traerlo de vuelta —dijo—. Ya lleva cuatro días. Y luego podemos mandarles de vuelta el tubo ese de los cojones. Me da repelús.

Los magos veteranos se miraron entre ellos. A nadie le hacía mucha gracia una universidad con Rincewind en sus filas, pero el perro de metal les daba bastante repelús. Nadie había querido acercarse a él. Habían amontonado unas cuantas mesas a su alrededor e intentaban fingir que no estaba allí.

—Muy bien —dijo el decano—. Pero Stibbons no paraba de hablar de cosas que pesan lo mismo, ¿no? Si mandamos eso de vuelta, ¿no quiere decir eso que Rincewind llegará aquí muy deprisa?

—El señor Stibbons dice que está trabajando en el conjuro —dijo Ridcully—. O también podríamos amontonar algunos colchones en un extremo del pasillo o algo así.

El tesorero levantó la mano.

—¿Sí, tesorero? —dijo Ridcully en tono alentador.

—¡Eh, patrón, una pinta de vuestra mejor cerveza! —dijo el tesorero.

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