Tiempos interesantes (Mundodisco, #17) – Terry Pratchett

Hizo una pausa para recuperar el aliento y luego siguió más despacio.

—Pero aquí… Aquí podríais ser reales. Podríais dejar de jugar con vuestras vidas. Podríais volver a poner este Imperio vetusto y bastante podrido en el mundo. Por lo menos… —perdió el hilo—. En eso confiaba yo. De verdad pensé que tal vez podríamos conseguir algo…

Se sentó.

La Horda se quedó con la vista clavada en sus diversos pies y ruedas.

—Ejem. ¿Puedo decir algo? Todos los señores de la guerra estarán en contra de vos —dijo Seis Vientos Benéficos—. Están ahí fuera con sus ejércitos. Normalmente lucharían entre ellos, pero ahora lucharán todos contra vos.

—¿Prefieren tener a un envenenador como el Hong ese en

lugar de a mí? —dijo Cohen—. ¡Pero si es un bastardo!

—Sí, pero… es su bastardo, ¿sabéis?

—Podemos hacernos fuertes aquí. Este sitio tiene unas paredes muy gruesas —dijo Vincent—. Me refiero a las que no están hechas de papel.

—Ni lo sueñes —dijo Truckle—. Nada de asedios. Los asedios son una lata. Odio comer botas y ratas.

—¿Mande?

—Dice que NO QUEREMOS UN ASEDIO DONDE TENGAMOS QUE COMER BOTAS Y RATAS, Hamish.

—¿Qué pasa, que se nos han acabado las piernas?

—¿Cuántos soldados tienen ellos? —preguntó Cohen.

—Creo que… unos seiscientos o setecientos mil —dijo el recaudador.

—Perdonadnos —dijo Cohen, bajando del trono—. Tengo que reunirme con mi Horda.

La Horda hizo un corrillo. De vez en cuando se oía un «¿mande?» entre las intensas conversaciones masculladas entre dientes. Por fin Cohen se giró.

—¿Mares de sangre, no? —dijo.

—Esto… Sí —dijo el recaudador.

El corrillo volvió a lo suyo.

Al cabo de algunas deliberaciones más la cabeza de Truckle asomó.

—¿Dijiste montaña de cráneos? —quiso saber.

—Sí. Sí, creo que eso es lo que dije —dijo el recaudador. Miró de reojo nervioso a Rincewind y al señor Saveloy, que se encogió de hombros.

Susurro, susurro, mande…

—¿Perdón?

—¿Sí?

—La montaña, ¿cómo de grande? Es que los cráneos cuestan de amontonar.

—¡No sé cómo de grande! ¡Con muchos cráneos!

—Era por saberlo.

La Horda pareció tomar una decisión. Se giraron para mirar al resto de los hombres.

—Vamos a luchar —dijo Cohen.

—Sí, todo eso de la sangre y los cráneos nos lo tendríais que haber dicho antes —dijo Truckle.

—¡Les vamos a enseñar si estamos muertos o no! —graznó Hamish.

El señor Saveloy negó con la cabeza.

—Creo que no lo habéis oído bien. ¡La proporción es de cien mil contra uno! —dijo.

—Supongo que eso sí que enseñará a la gente que seguimos vivos —dijo Caleb.

—Sí, pero el sentido mismo de mi plan era mostraros que se podía llegar a la cima de la pirámide sin tener que abrirse camino luchando —dijo el señor Saveloy—. Realmente es posible en una sociedad tan anquilosada. Pero si intentáis luchar contra cientos de miles de hombres, moriréis.

E inmediatamente, para su sorpresa, se encontró a sí mismo añadiendo:

—Probablemente.

La Horda le sonrió.

—Las desventajas enormes no nos asustan —dijo Truckle.

—Nos gustan —dijo Caleb.

—Verás, Profe, la proporción de mil a uno no es mucho peor que la de diez a uno —dijo Cohen—. Las razones son… —Se puso a contar con los dedos—. Uno, el típico soldado que no lucha por su vida sino por una paga no va a poner el cuello cuando están todos esos otros tipos que pueden poner el suyo. Dos, no se nos podrán acercar muchos de ellos a la vez, y van a estar todos dándose empujones y codazos, y… —Se miró los dedos con expresión de cálculo terminal.

—Tres… —dijo el señor Saveloy, hipnotizado por aquella lógica.

—… Tres, sí… La mitad del tiempo, cuando intenten dar con la espada le darán a uno de sus compañeros y así nos ahorrarán un poco de esfuerzo. ¿Lo ves?

—Pero aunque eso sea cierto solamente funcionaría durante un ratito —protestó el señor Saveloy—. Aunque consiguierais matar a doscientos, os cansaríais y mientras tanto seguirían viniendo más tropas frescas a atacaros.

—Oh, pero ellos también estarían cansados —dijo Cohen alegremente.

—¿Por qué?

—Porque para entonces, si quisieran llegar a nosotros, tendrían que correr colina arriba.

—Eso es lógica, sí señor —dijo Truckle en tono aprobador.

Cohen le dio unas palmaditas en la espalda al afligido maestro.

—No te preocupes por nada —dijo—. Hemos conseguido el Imperio siguiendo tu plan y ahora lo conservaremos siguiendo el nuestro. Tú nos has enseñado la civilización y nosotros te enseñamos la barbarie.

Dio unos cuantos pasos y luego se giró con un destello perverso en la mirada.

—¿La barbarie? ¡Ja! Cuando matamos gente lo hacemos en su cara, mirándolos a los ojos, y estaremos encantados de invitarles a una copa en el otro mundo, sin rencores. Nunca he conocido a un bárbaro que rajara lentamente a la gente en cuartuchos, ni torturara a mujeres para que estuvieran guapas, ni pusiera veneno en la comida de la gente. ¿La civilización? ¡Si eso es la civilización, se la pueden meter donde el sol no brilla!

—¿Mande?

—Dice que SE LA PUEDEN METER DONDE EL SOL NO BRILLA, Hamish.

—¡Ah! Yo he estado ahí.

—¡Pero la civilización es más que eso! —dijo el señor Saveloy—. Están… la música, la literatura, el concepto de justicia y los ideales de…

Las puertas correderas de bambú se abrieron. Como un solo hombre, y con las articulaciones crujiendo, la Horda se giró con las armas en alto.

Los hombres del umbral eran altos e iban mucho más ricamente vestidos que los campesinos, y se movían al estilo de la gente que está acostumbrada a que no se interponga nadie en su camino. Delante de ellos, sin embargo, había un campesino tembloroso sujetando un palo con una bandera roja. Lo pincharon con una espada para hacerlo entrar en la sala.

—¿Bandera roja? —susurró Cohen.

—Significa que quieren parlamentar —dijo Seis Vientos Benéficos.

—Ya sabes… como con nuestra bandera blanca para rendirnos —dijo el señor Saveloy.

—Nunca he oído hablar de ella —dijo Cohen.

—Quiere decir que no puedes matar a nadie hasta que estén listos.

El señor Saveloy trató de acallar los murmullos que sonaban a su espalda.

¿ Por qué no los invitamos a cenar y los masacramos a todos mientras estén borrachos?

Ya le has oído. Son setecientos mil.

¡Ah! Entonces tendría que ser algo sencillo con pasta.

Un par de los lores caminaron hasta el centro de la sala. Cohen y el señor Saveloy fueron a su encuentro.

—Y tú también —dijo Cohen, agarrando a Rincewind mientras este intentaba alejarse—. Eres como una comadreja que sabe qué decir para salir de los apuros, así que venga.

Lord Hong los contempló con la expresión de un hombre cuyos antepasados le habían legado la capacidad de mirar cualquier cosa por encima del hombro.

—Me llamo lord Hong. Soy el gran visir del emperador. Os ordeno que abandonéis este recinto de inmediato y os sometáis a juicio.

El señor Saveloy se volvió hacia Cohen.

—Ni en coña —dijo Cohen.

El señor Saveloy intentó pensar.

—Ejem, ¿cómo expresaría esto? Gengis Cohen, líder de la Horda de Plata, presenta sus respetos a lord Hong pero…

—Dile que se vaya al carajo —dijo Cohen.

—Creo, lord Hong, que tal vez hayáis percibido ya la corriente general de opinión que fluye por aquí —dijo el señor Saveloy.

—¿Dónde está el resto de tus bárbaros, campesino? —preguntó lord Hong.

Rincewind miró al señor Saveloy. Aquella vez pareció que el viejo profesor se quedaba sin palabras.

El mago quería irse corriendo. Pero Cohen había estado en lo cierto. Por descabellado que pareciera, es probable que estuviera más seguro cerca de él. Escapar corriendo lo acercaría, tarde o temprano, a lord Hong.

Quien creía que había más bárbaros en alguna parte.

—Os digo una cosa, y solamente una —dijo lord Hong—. Si salís ahora mismo de la Ciudad Prohibida, por lo menos vuestras muertes serán rápidas. Y luego vuestras cabezas y partes importantes serán exhibidas en desfile público por las ciudades del Imperio para que la gente conozca vuestro terrible castigo.

—¿Castigo? —dijo el señor Saveloy.

—Por matar al emperador.

—No hemos matado a ningún emperador —dijo Cohen—. No tengo nada contra matar emperadores, pero no hemos matado a ninguno.

—Hace una hora que lo mataron en su cama —dijo lord Hong.

—No hemos sido nosotros —dijo el señor Saveloy.

—Has sido tú —dijo Rincewind—. Pero como matar al emperador va contra las reglas, querías que pareciera que lo había hecho el Ejército Rojo.

Lord Hong se lo quedó mirando como si lo viera por primera vez y no se alegrara precisamente de ello.

—Dadas las circunstancias —dijo lord Hong—. Dudo que alguien os creyera.

—¿Qué pasa si nos rendimos ahora? —preguntó el señor Saveloy—. Son cosas que me gusta saber.

—Que moriréis muy despacio de formas… interesantes.

—Es la saga de mi vida —dijo Cohen—. Siempre he estado muriendo muy despacio de formas interesantes. ¿Qué va a ser? ¿Combates por las calles? ¿Casa por casa? ¿Batalla campal sin reglas o qué?

—En el mundo real —dijo otro de los lores—, nosotros batallamos. No hacemos escaramuzas como los bárbaros. Nuestros ejércitos se reunirán al despuntar el alba.

—¿Qué es lo que van a despuntar?

—Quiere decir al amanecer, Cohen.

—Ah, lenguaje civilizado otra vez. ¿Dónde?

—¡En la llanura que hay frente a la ciudad!

—Muy bien —dijo Cohen—. Nos abrirá el apetito para el desayuno. ¿Podemos hacer algo más por vosotros?

—¿Cómo de grande es tu ejército, bárbaro?

—No os creeríais lo grande que es —dijo Cohen, y era probablemente cierto—. Hemos arrasado países enteros. Hemos borrado ciudades del mapa. Por donde pasa mi ejército, ya no crece nada.

—Eso por lo menos es cierto —dijo el señor Saveloy.

—¡No hemos oído hablar nunca de vosotros! —dijo el señor de la guerra.

—Sí —dijo Cohen—. Así de buenos somos.

—Esto, hay otra cosa que decir sobre su ejército —dijo alguien.

Todos se volvieron hacia Rincewind, que había estado casi tan sorprendido como ellos de oír su voz. Pero una línea de pensamiento había alcanzado su estación terminal.

—¿Sí?

—Puede que se hayan preguntado por qué solamente han visto a los… generales —continuó Rincewind, despacio, como si fuera pensando sobre la marcha—. Es porque, ¿saben?, los hombres en si son… invisibles. Ejem. Sí. Fantasmas, de hecho. Todo el mundo sabe esto, ¿no?

Cohen se lo quedó mirando con la boca abierta de asombro,

—Fantasmas chupasangre, para ser precisos —dijo Rincewind—. Al fin y al cabo, todo el mundo sabe que eso es lo que hay al otro lado de la Muralla, ¿no?

Lord Hong soltó un soplido de burla. Pero los señores de la guerra miraron a Rincewind con cara de tener la firme sospecha de que la gente del otro lado de la Muralla eran de Carne y Hueso pero también conscientes de depender de millones de personas que creían lo contrario.

—¡Eso es ridículo! Vosotros no sois fantasmas invisibles chupasangre —dijo uno de ellos.

Cohen abrió la boca de forma que le brillaron los dientes de diamante.

—Exacto —dijo—. Porque nosotros somos… de los visibles.

—¡Ja! ¡Menudo intento patético! —dijo lord Hong—. ¡Fantasmas o no, os venceremos!

—Bueno, ha ido mejor de lo que yo esperaba —comentó el señor Saveloy después de que se marcharan los señores de la guerra—. ¿Acaso estaba usted intentando usar un poco de guerra psicológica, señor Rincewind?

—¿Eso ha sido? Yo sé bastante de eso —dijo Cohen—. Es como cuando te pasas toda la noche anterior a la batalla golpeando tus escudos para que el enemigo no pueda dormir y cantando: «Os vamos a cortar los tolones» y cosas por el estilo.

—Parecido —dijo el señor Saveloy, diplomático—. Pero me temo que no ha funcionado. Lord Hong y sus generales son demasiado sofisticados. Es una lástima enorme que no pudierais probarlo con los soldados de a pie.

Se oyó el chillidito débil de un conejo detrás de ellos. Se dieron la vuelta y vieron que estaban haciendo entrar a la unidad más bien joven del Ejército Rojo. Mariposa iba con ellos. Incluso le dedicó una débil sonrisa a Rincewind.

Rincewind siempre había confiado en la huida. Pero a veces, tal vez, había que quedarse y luchar, aunque solamente fuera porque no quedaba ningún sitio al que huir.

Pero las armas no se le daban nada bien.

Por lo menos las normales.

—Esto… —dijo—. Si nos marchamos del palacio ahora, nos matarán, ¿verdad?

—Lo dudo —dijo el señor Saveloy—. Ahora las cosas han pasado a la jurisdicción del Arte de la Guerra. Alguien como Hong probablemente nos degollaría, pero como ahora se ha declarado la guerra, las cosas se tienen que hacer de acuerdo con la tradición.

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