Tiempos interesantes (Mundodisco, #17) – Terry Pratchett

—¿Eh? —dijo Cohen—. Ah. Sí. Ya me está bien. Trozos grandes. Una cosa, señor Recaudador… ¿a qué se dedica esta gente todo el día?

—¿Qué le gustaría que hicieran?

—Me gustaría que se largaran cagando leches.

—¿Perdón, mi señor?

—[Pictograma complicado] —dijo el señor Saveloy. El nuevo lord chambelán pareció un poco asustado.

—¿Cómo, aquí mismo?

—Lo dice en sentido figurado, muchacho. Solamente quiere decir que quiere que todo el mundo se marche deprisa.

La corte se fue corriendo. Un pictograma lo bastante complicado vale más que mil palabras.

Después de la estampida el artista Tres Ranas Sólidas se puso de pie, se sacó el pincel de la nariz, bajó su caballete de un árbol e intentó tener pensamientos plácidos.

El jardín ya no era lo que había sido.

El sauce estaba torcido. La pagoda había sido demolida por un luchador de tsimo fuera de control, que también se había comido el tejado. Las palomas se habían ido volando. El puentecillo estaba roto. Su modelo, la concubina Abanico de Jade, se había marchado llorando en cuanto había conseguido salir chapoteando del estanque ornamental.

Y además alguien le había robado el sombrero de paja.

Tres Ranas Sólidas se ajustó lo que le quedaba del vestido y se esforzó por recobrar la compostura.

El plato donde había estado dibujando estaba hecho trizas, claro.

Sacó otro de su bolsa y buscó su paleta.

Que tenía la huella enorme de un pie en medio…

Quería llorar. Aquella pintura le estaba gustando tanto. Había estado convencido de que iba a ser la que la gente recordaría durante mucho tiempo. ¿Y los colores? ¿Acaso alguien entendía lo caro que se había puesto el bermellón?

Se tranquilizó un poco. Parecía que solamente le quedaba color azul. Bueno, pues ya verían…

Intentó no hacer caso de la devastación que tenía delante y se concentró en la imagen que tenía en mente.

Vamos a ver, pensó. Abanico de Jade perseguida sobre un puente por un hombre que agita los brazos y grita: «¡Sal de en medio!», seguidos por un hombre con una picana, tres guardias, cinco empleados de la lavandería y un luchador incapaz de detenerse.

Tenía que simplificarlo un poco, claro.

Los perseguidores doblaron un recodo, salvo el luchador, que no tenía la complexión adecuada para una maniobra tan difícil.

—¿Adonde ha ido?

Estaban en un patio. Había pocilgas a un lado y vertederos al otro.

Y en medio del patio, un sombrero puntiagudo.

Uno de los guardias extendió la mano y agarró a uno de sus compañeros del brazo para impedirle que siguiera adelante.

—Con cuidado —dijo.

—No es más que un sombrero.

—¿Y dónde está el resto? No puede haber desaparecido… sin más… en…

Retrocedieron.

—¿Tú también has oído hablar de él?

—¡Decían que hizo un boquete en la muralla con un simple gesto de las manos!

—¡Eso no es nada! ¡Yo oí que apareció a lomos de un dragón invisible en lo alto de las montañas!

—¿Y qué le decimos a lord Hong?

—¡Yo no quiero estallar en pedazos!

—Pues yo no quiero decirle a lord Hong que lo hemos perdido. Ya tenemos bastantes problemas. Y este casco lo acabo de pagar.

—Bueno… podemos coger el sombrero. Será una prueba.

—Vale. Cógelo tú.

—¿Yo? ¡Cógelo tú!

—Puede estar rodeado de hechizos terribles.

—¿Ah, sí? ¿Y por eso está bien que lo coja yo? ¡Gracias! ¡Haz que lo coja uno de ellos!

Los empleados de la lavandería retrocedieron mientras el hábito hunghungués de obedecer se evaporaba como el rocío de la mañana. Los soldados no eran los únicos que habían oído rumores.

—¡Nosotros no!

—¡Tengo un encargo urgente de calcetines!

El guardia se dio la vuelta. Un campesino salía dando tumbos de una de las pocilgas, cargado con un saco y con la cara tapada por un sombrero grande de paja.

—¡Eh, tú!

El hombre se puso de rodillas y golpeó el suelo con la cabeza.

—¡No me matéis!

Los guardias se miraron.

—No te vamos a matar —dijo uno de ellos—. Solamente queremos que intentes recoger ese sombrero de ahí.

—¿Qué sombrero, oh poderoso guerrero?

—¡Ese de ahí! ¡Venga!

El hombre se arrastró estilo cangrejo sobre los adoquines.

—¿Este sombrero, oh gran señor?

Los dedos del hombre reptaron sobre las piedras y palparon el ala raída del sombrero.

Y entonces soltó un grito.

—¡Tu mujer es un hipopótamo enorme! ¡Se me derrite la cara! ¡Se me derrite la cararrrrgh!

Rincewind esperó a que desapareciera el ruido de sandalias a la carrera y luego se levantó, le quitó el polvo a su sombrero y lo metió en el saco.

La cosa había ido mucho mejor de lo que esperaba. Así pues, había otro dato valioso a saber del Imperio: nadie miraba a los campesinos. Debía de ser la ropa y el sombrero. Nadie salvo la gente corriente vestía de aquella forma, así que alguien vestido de aquella forma tenía que ser una persona corriente. Era el principio publicitario del sombrero de mago, pero al revés. Uno se mostraba cauteloso y cortés en compañía de alguien que llevara un sombrero puntiagudo, por si acaso se ofendía de forma muy física, mientras que alguien con un sombrero grande de paja era susceptible de un «¡Eh, tú!» y de…

Fue exactamente llegado a aquel punto cuando alguien detrás de él gritó: «¡Eh, tú!» y golpeó a Rincewind entre los hombros con un palo.

Delante de él apareció la cara iracunda de un sirviente. El hombre blandió un dedo delante de la nariz de Rincewind.

—¡Llegas tarde! ¡Eres un hombre malo! ¡Entra ahora mismo!

—Yo…

El palo volvió a golpear a Rincewind. El sirviente señaló una puerta lejana.

—¡Qué insolencia! ¡Qué vergüenza! ¡A trabajar!

El cerebro de Rincewind preparó las palabras: Ah, con que nos creemos que somos Listillo-san porque tenemos un palo bien grande, ¿no? Bueno, pues resulta que yo soy un gran hechicero y ya sabes lo que puedes hacer con tu palo bien grande.

Y en alguna parte entre su cerebro y su boca aquellas palabras se convirtieron en:

—¡Sí, señor! ¡Ahora mismo!

La Horda se quedó a solas.

—Bueno, caballeros, lo hemos conseguido —dijo al final el señor Saveloy—. El mundo está a sus pies.

—Todos los tesoros que queramos —dijo Truckle.

—Es verdad.

—No nos entretengamos, pues —dijo Truckle—. Vamos a buscar unos sacos.

—No tiene ningún sentido —dijo el señor Saveloy—. Solamente estarían robándose a ustedes mismos. Esto es un Imperio. ¡Uno no lo mete en un saco y se lo reparte en la próxima fogata de campamento!

—¿Y las violaciones?

El señor Saveloy suspiró.

—Hay, según tengo entendido, trescientas concubinas en el harén imperial. Estoy seguro de que estarán encantadas de verles, aunque todo resultará más fácil si se quitan ustedes las botas.

Los ancianos tenían la misma expresión perpleja que tendría un grupo de peces intentando entender el concepto de bicicleta.

—Tendríamos que llevarnos solo las cosas pequeñas —dijo Willie el Chaval al final—. Mayormente rubíes y esmeraldas.

—Y tirar una cerilla encendida al salir —dijo Vincent—. Estas paredes de papel y toda esta madera lacada seguro que arden de maravilla.

—¡No, no, no! —dijo el señor Saveloy—. ¡Solamente los jarrones de esta sala tienen un precio incalculable!

—Naaa, demasiado grandes. No se pueden llevar a caballo.

—¡Pero les he enseñado la civilización! —dijo el señor Saveloy.

—Sí. No está mal para visitarla. ¿Verdad, Cohen?

Cohen estaba encorvado en su trono, mirando la pared distante.

—¿Cómo dices?

—Digo que agarremos todo lo que podamos llevar y nos vayamos a casa, ¿verdad?

—A casa… sí…

—Ese era el Plan, ¿verdad?

Cohen evitó la mirada del señor Saveloy.

—Sí… el Plan… —dijo.

—Es un buen plan —dijo Truckle—. Una gran idea. ¿Hacerte el jefe de esto? Bien. Buen golpe. Nos ahorramos problemas. Nada de trastear con cerraduras y cosas. Y luego nos volvemos todos para casa, ¿no? Con todos los tesoros que podamos llevar.

—¿Para qué? —dijo Cohen.

—¿Para qué? Son tesoros.

Cohen pareció adoptar una decisión.

—¿En qué te gastaste tu último botín, Truckle? Dijiste que te habías llevado tres sacos llenos de oro y piedras preciosas de aquel castillo encantado.

Truckle pareció perplejo, como si Cohen le hubiera preguntado a qué olía el color púrpura.

—¿En qué lo gasté? Y yo qué sé. Ya sabes cómo va. ¿Qué importa en qué lo gastes? Es botín. Además… ¿en qué gastaste el tuyo?

Cohen suspiró.

Truckle abrió la boca y le clavó la mirada.

—¿No estarás pensando quedarte aquí en serio? —Dirigió la mirada desafiante al señor Saveloy—. ¿Habéis estado tramando algo los dos?

Cohen tamborileó con los dedos en el brazo del trono.

—Has dicho volver a casa —dijo—. ¿Dónde está eso?

—Bueno… donde sea…

—Y Hamish…

—¿Mande? ¿Quéé?

—O sea… tiene ciento cinco años, ¿no? Ya es hora de que siente la cabeza, quizá.

—¿Mande?

—¿Sentar la cabeza? —dijo Truckle—. Tú mismo lo intentaste una vez. ¡Robaste una granja y dijiste que ibas a criar cerdos! Lo dejaste después de… ¿Cuánto?… ¿Tres horas?

—¿Qué diceee? ¿Qué diceee?

—Dice que ES HORA DE QUE SIENTES LA CABEZA, Hamish.

—¡Y una mierda!

Las cocinas estaban alborotadas. La mitad de la corte había terminado allí, en la mayoría de los casos por primera vez. El lugar estaba tan abarrotado como un mercado callejero, a través del cual los sirvientes intentaban ocuparse de sus tareas lo mejor que podían.

El hecho de que uno de ellos no tuviera muy claro en qué consistían sus tareas pasaba bastante desapercibido en medio del tumulto.

—¿Lo habéis olido? —preguntó lady Dos Arroyos—. ¡Qué peste!

—Es como un día caluroso en las porquerizas —dijo lady Pétalo de Melocotón.

—Me alegra poder decir que yo nunca he experimentado eso que dices —dijo lady Dos Arroyos dándose aires.

Lady Noche de Jade, que era bastante más joven que las otras dos y que se había sentido más bien atraída por el olor de Cohen a león sucio, no dijo nada.

El jefe de cocineros dijo:

—¿Nada más que eso? ¿Trozos grandes? ¿Y por qué no se come una vaca ya que se pone?

—Esperad a oír sobre una comida diabólica llamada salchicha —dijo el lord chambelán.

—Trozos grandes —el cocinero estaba casi llorando—, ¿dónde está el talento en servir trozos grandes de carne? ¿Sin salsa siquiera? ¡Prefiero morir que limitarme a calentar trozos grandes de carne!

—Ah —dijo el lord chambelán—. Yo me andaría con pies de plomo con esas cosas. El nuevo emperador, ojalá se bañe durante diez mil años, tiende a interpretar eso como una petición…

El murmullo de voces se detuvo. La causa del silencio repentino fue un solo ruido pequeño y brusco. Una botella al descorcharse.

Lord Hong tenía el talento de los grandes visires para surgir aparentemente de la nada. Barrió las cocinas con la mirada. Era sin duda la única tarea doméstica que había llevado a cabo en su vida.

Dio un paso adelante. Se acababa de sacar un botellín pequeño y negro de la manga de su túnica.

—Traedme la carne —dijo—. Y no os preocupéis por la salsa.

Los congregados allí observaron con interés horrorizado. El envenenamiento era parte de la etiqueta de la corte hunghunguesa, pero la gente solía hacerlo en algún lugar donde nadie los viera, por una cuestión de buenos modales.

—¿Hay alguien —preguntó lord Hong— que tenga algo que decir?

Su mirada fue como una guadaña. A medida que segaba la sala entera la gente temblaba, se bamboleaba y caía.

—Muy bien —dijo lord Hong—. Prefiero morir que ver a un… bárbaro en el trono imperial. Vamos a servirle sus… trozos grandes. Traedme la carne.

Hubo un movimiento en el suelo, luego un ruido de gritos y un porrazo. Se acercó un campesino empujando con desgana un carrito donde llevaba una enorme bandeja cubierta.

Cuando vio a lord Hong empujó el carrito a un lado, se tiró al suelo y se prosternó.

—Mi mirada aparto de vuestro… un huerto favorablemente situado… mierda… semblante, oh señor.

Lord Hong palpó con el pie a la figura postrada.

—Es bueno ver que se conserva el arte del respeto —comentó—. Levanta la tapa.

El hombre se incorporó y sin dejar de hacer reverencias y mirar para otro lado, alzó la tapa.

Lord Hong le dio la vuelta al botellín y lo tuvo así hasta que la última gota hubo salido con un siseo. Su público estaba transfigurado.

—Y ahora que se lo lleven a los bárbaros —dijo.

—Por supuesto, su… cepillo para tinta… fronda de sauce… rectitud celestial.

—¿De dónde eres, campesino?

—De Bes Pelargic, oh señor.

—Ah. Ya me parecía.

Las grandes puertas de bambú se abrieron. El nuevo lord chambelán entró seguido de una caravana de carritos.

—El desayuno, oh señor por un millar de años —anunció—. Trozos grandes de cerdo, trozos grandes de cabra, trozos grandes de buey y siete raciones de arroz frito.

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