Tiempos interesantes (Mundodisco, #17) – Terry Pratchett

Y el suelo tembló. Los luchadores empezaron a avanzar esperanzados hacia los hombres, en una carrera lenta pero decidida y diseñada para que la detuviera únicamente la colisión con otro luchador o con un continente.

—¡Ooooorr!

Rincewind echó a correr hacia la puerta más lejana y la atravesó. Había un par de hombres sentados en un cuartito bebiendo té y jugando a shibo, mientras un tercero miraba.

—¡Los luchadores están nerviosos! —gritó—. ¡Creo que tenéis una estampida en marcha!

Uno de los hombres dejó caer sus fichas de shibo.

—¡Maldición! ¡Y llevamos al menos una hora sin darles de comer!

Los hombres agarraron varias redes y palos y artículos de ropa protectora y dejaron solo a Rincewind.

Había otra puerta. La atravesó pavoneándose. Nunca antes se había pavoneado, pero le pareció que esta vez se lo merecía por su agilidad mental.

Se encontró en otro pasillo. Echó a correr, basándose en la idea de que la ausencia de persecución no es razón para dejar de correr.

Lord Hong estaba doblando papel.

Era todo un experto en aquello porque cuando lo hacía le dedicaba toda su atención. La mente de lord Hong era como un cuchillo, aunque tal vez fuera un cuchillo de hoja curvada.

Se abrió la puerta corredera. Un guardia con la cara roja de tanto correr se arrojó al suelo.

—Oh lord Hong, exaltado seáis…

—Sí, sí —dijo lord Hong en tono distante, probando un doblez complicado—. ¿Qué ha salido mal esta vez?

—¿Mi señor?

—Te he preguntado qué ha salido mal.

—Ejem… hemos matado al emperador tal como nos fue dictado…

—¿Por quién?

—¡Mi señor! ¡Vos lo ordenasteis!

—¿Yo? —dijo lord Hong, doblando el papel a lo largo.

El guardia cerró los ojos. Tuvo una visión, una visión muy corta, del futuro. Y en ella había una estaca. Continuó:

—¡Pero a los… prisioneros no los encontramos por ningún sitio, señor! Hemos oído acercarse a alguien y luego… bueno, hemos visto a dos personas, señor. Los estamos persiguiendo. Pero los demás han desaparecido.

—¿Nada de eslóganes? ¿Nada de carteles revolucionarios? ¿Nada de culpables?

—No, señor.

—Ya veo. Quédate aquí.

Las manos de lord Hong continuaron doblando mientras observaba al otro ocupante de la sala.

—¿Tienes algo que decir, Dos Fuego Hierba? —preguntó en tono amable.

El líder revolucionario tenía una expresión avergonzada.

—El Ejército Rojo ha resultado bastante caro —dijo lord Hong—. Solamente las facturas de la imprenta… Y no se puede decir que yo no os haya ayudado. Abrimos las celdas y matamos a los guardias y les dimos a los desgraciados de tus compañeros espadas y un mapa, ¿no es cierto? Y ahora apenas puedo afirmar que hayan matado al emperador, ojalá siga muerto durante diez mil años, si no han dejado ningún rastro. La gente hará demasiadas preguntas. No puedo matar a todo el mundo. Y parece que también tenemos a algunos bárbaros en el edificio.

—Algo debe de haber salido mal, mi señor. —Hierba estaba hipnotizado por el movimiento de aquellas manos que acariciaban el papel.

—Qué pena. No me gusta que las cosas salgan mal. ¿Guardia? Redime a tu miserable persona. Llévatelo. Tendré que probar un plan distinto.

—¡Mi señor!

—¿Sí, Dos Fuego Hierba?

—Cuando vos… cuando acordamos… cuando se acordó que el Ejército Rojo os sería entregado, me prometisteis inmunidad.

Lord Hong sonrió.

—Ah, sí, me acuerdo. Lo que dije, si no recuerdo mal, es que no ordenaría de palabra ni por escrito la orden de vuestra muerte. Y tengo que mantener mi palabra, ¿en qué me convertiría de lo contrario?

Llevó a cabo el último doblez y abrió las manos, dejando el pequeño ornamento de papel encima de la mesa lacada que tenía delante. Hierba y el guardia se lo quedaron mirando.

—Guardia… llévatelo —dijo lord Hong.

Era la figurita maravillosamente construida de un hombre.

Pero no parecía haber bastante papel para hacerle una cabeza.

La corte más íntima parecía componerse de ochenta hombres, mujeres y eunucos en diversos estados de somnolencia.

Y estaban mirando con asombro lo que ocupaba el trono.

Y la Horda miraba con cierto asombro a la Corte.

—¿Quiénes son las viejas brujas con cara avinagrada de delante? —susurró Cohen, que se dedicaba a tirar ociosamente un cuchillo arrojadizo al aire y cogerlo otra vez—. Yo ni siquiera les pegaría fuego.

—Son las esposas de los emperadores previos —dijo entre dientes Seis Vientos Benéficos.

—No tenemos que casarnos con ellas, ¿verdad?

—Creo que no.

—¿Por qué tienen los pies tan pequeños? —preguntó Cohen—. Me gusta ver buenos pies grandes en las mujeres.

Seis Vientos Benéficos se lo dijo. La expresión de Cohen se endureció.

—Estoy aprendiendo mucho sobre la civilización, ya lo creo —dijo—. Uñas largas, pies deformes y sirvientes que van por ahí sin las joyas de la familia. Ja.

—¿Qué está pasando aquí, si se puede saber? —preguntó un hombre de mediana edad—. ¿Quién sois vos? ¿Quiénes son estos viejos eunucos?

—¿Quién eres tú? —respondió Cohen. Desenvainó la espada—. Necesito saberlo para ponerlo en tu lápida…

—Me pregunto si podría llevar a cabo algunas presentaciones llegado este punto —dijo el señor Saveloy. Dio un paso adelante—. Este —continuó— es Gengis Cohen… guarda eso, Gengis… que técnicamente hablando es un bárbaro, y esta es su Horda. Han invadido vuestra ciudad. ¿Y usted es…?

—¿Invasores bárbaros? —dijo el hombre en tono altivo, sin hacerle caso—. ¡Los invasores bárbaros vienen a millares! ¡Son hombres enormes gritando a lomos de caballos pequeños!

—Os lo dije —dijo Truckle—. ¿Pero alguien me escucha alguna vez?

—¡…Y hay incendios, terror, rapiña, saqueos y sangre en las calles!

—Todavía no hemos desayunado —dijo Cohen, lanzando otra vez su cuchillo al aire.

—¡Ja! ¡Prefiero morir que someterme a alguien como vos!

Cohen se encogió de hombros.

—¿Por qué no lo dijiste antes?

—Ups —dijo Seis Vientos Benéficos.

Fue un lanzamiento muy certero.

—¿Quién era, a todo esto? —preguntó Cohen, mientras el cuerpo se doblaba por la cintura—. ¿Alguien sabe quién era?

—Gengis —dijo el señor Saveloy—. Hace tiempo que te lo quería decir: cuando la gente dice que prefiere morir, no está diciendo que prefiera morir de verdad. No siempre.

—¿Entonces por qué lo dicen?

—Es lo habitual.

—¿Es otra vez la civilización?

—Me temo que sí.

—Dejemos esto claro de una vez, ¿de acuerdo? —dijo Cohen. Se puso de pie—. Que levante la mano quien prefiera morir antes que tenerme como emperador.

—¿Alguien? —preguntó el señor Saveloy.

Rincewind tomó otro pasillo al trote. ¿Es que aquel lugar no tenía salidas? En varias ocasiones le había parecido encontrar una, pero solamente daba a un patio interior del enorme edificio, lleno de fuentes tintineantes y de sauces.

Y el lugar entero estaba despertando. Se oían unos…

… pasos corriendo tras su espalda.

Una voz gritó:

—¡Eh…!

Se lanzó hacia la puerta más cercana.

La sala que había al otro lado estaba llena de vapor. Enormes nubes arremolinadas de vapor. Pudo distinguir a duras penas una figura forcejeando con una rueda enorme y las palabras «cámara de torturas» le vinieron a la cabeza hasta que el olor a jabón las reemplazó por la palabra «lavandería». Unas figuras pálidas pero increíblemente limpias levantaron la vista de sus cubas y lo miraron con apenas una pizca de interés.

No parecía gente que estuviera al corriente de los últimos acontecimientos.

Medio corrió y medio paseó por entre los calderos burbujeantes.

—Así mismo, buen hombre. Así, frotad, frotad, frotad. A ver cómo escurren esos rodillos. Así se hace. ¿Hay otra puerta para salir de esta sala? Buenas burbujas ahí, muy buenas burbujas. Ah…

Uno de los trabajadores de la lavandería, que parecía estar al mando, lo miró con recelo y pareció estar a punto de decir algo…

Rincewind avanzó como pudo por un patio entrecruzado con cuerdas de tender la ropa y se detuvo, jadeante, con la espalda contra una pared.

Aunque iba en contra de sus principios generales, tal vez fuera el momento de pararse a pensar.

Había gente persiguiéndolo. Es decir, persiguiendo a una figura que corría vestida con una túnica de color rojo desgastado y un sombrero puntiagudo muy chamuscado.

A Rincewind le costó un gran esfuerzo hacerse a la idea, pero existía la posibilidad de que si se cambiaba de ropa tal vez dejaran de perseguirlo.

En la cuerda que tenía delante había camisas y pantalones ondeando bajo la brisa. Su confección era a la sastrería lo que cortar leña era a la carpintería. Alguien había aprendido el arte de tejer tubos y se había quedado allí. Aquello se parecía a la ropa que llevaba casi todo el mundo en Hunghung.

El palacio era casi una ciudad en sí mismo, dijo la voz de la razón. Debía de estar lleno de gente llevando a cabo toda clase de recados, añadió.

Eso significaría… quitarse el sombrero, concluyó.

Rincewind vaciló. Para un no-mago resultaría difícil entender la magnitud de aquella sugerencia. Un mago prefiere ir por ahí sin túnica y sin pantalones que renunciar a su sombrero. Sin su sombrero, la gente podía pensar que era una persona normal.

Hubo gritos a lo lejos.

La voz de la razón comprendió que si no tenía cuidado iba a terminar tan muerta como el resto de Rincewind y añadió con sarcasmo: muy bien, quédate con nuestro maldito sombrero. Fue nuestro maldito sombrero el que nos metió en este lío para empezar. ¿Es que crees que te va a quedar cabeza en que llevarlo?

Las manos de Rincewind, también conscientes de que los tiempos iban a ser extremadamente interesantes y muy breves a menos que ellas tomaran cartas en el asunto, se levantaron lentamente, descolgaron unos pantalones y una camisa y los embutieron dentro de la túnica.

La puerta se abrió de golpe. Seguía habiendo guardias tras él, y un par de los pastores tsimo se habían unido a la persecución. Uno de ellos señaló a Rincewind con una picana.

El salió corriendo hacia un pasadizo abovedado y desembocó en un jardín.

Tenía una pequeña pagoda. Había sauces y una mujer guapa en un puente dando de comer a los pájaros.

Y un hombre pintando un plato.

Cohen se frotó las manos.

—¿Nadie? Bien. Todo arreglado entonces.

—Ejem.

Un hombre pequeño que estaba delante de la multitud dejó bien claro que no tenía las manos levantadas, pero dijo:

—Perdone, pero… ¿qué pasaría en la situación hipotética de que llamáramos a los guardias y os denunciáramos?

—Que os mataríamos a todos antes de que acabaran de entrar por la puerta —dijo Cohen en tono despreocupado—. ¿Más preguntas? —añadió en dirección al coro de gente tragando saliva.

—Esto… el emperador… es decir, el último emperador… tenía unos guardias muy especiales…

Hubo un ruidito metálico. Algo pequeño y con muchas puntas bajó rodando los escalones y se quedó dando vueltas en el suelo. Era una estrella arrojadiza.

—Ya los hemos conocido —dijo Willie el Chaval.

—Bien, bien —dijo el hombrecillo—. Todo parece en orden entonces. ¡Diez Mil Años de Vida al Emperador!

El grito fue secundado de forma un poco vacilante.

—¿Cómo se llama usted, joven? —preguntó el señor Saveloy.

—Cuatro Grandes Cuernos, mi señor.

—Muy bien. Muy bien. Veo que llegará usted lejos. ¿A qué se dedica?

—Soy el Gran Ayudante del lord chambelán, mi señor.

—¿Cuál de ustedes es el lord chambelán?

Cuatro Grandes Cuernos señaló al hombre que había preferido morir.

—Así están las cosas, ¿lo ven? —dijo el señor Saveloy. A la gente adaptable le llegan deprisa los ascensos, lord chambelán. Y ahora, el emperador va a desayunar.

—¿Y qué le gustaría? —preguntó el nuevo lord chambelán, esforzándose por parecer jovial y adaptable.

—Toda clase de cosas. Pero de momento, trozos grandes de carne y montones de cerveza. Ya veréis que es muy fácil encargarse de la comida del emperador. —El señor Saveloy sonrió con la sonrisa astuta con que a veces sonreía cuando sabía que era el único que pillaba el chiste—. Al emperador no le gusta lo que él llama «porquerías extranjeras complicadas llenas de ojos y cosas así», sino que prefiere con diferencia comida sencilla y saludable como las salchichas, que están hechas de órganos misceláneos de animales triturados y metidos en un pedazo de intestino. Jajajá. Pero si queréis complacerlo, simplemente traed muchos trozos grandes de carne. ¿No es así, mi señor?

Cohen había estado observando a los cortesanos reunidos. Cuando uno lleva noventa años sobreviviendo a todos los ataques que le puedan lanzar hombres, mujeres, trolls, enanos, gigantes, cosas verdes con muchas piernas y en una ocasión una langosta enfurecida, uno puede saber muchas cosas mirando las caras.

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