—¿Lo ves? —dijo—. Ya lo… han… matado…
Una docena de soldados miraban asombrados a Rincewind.
Oyó tras él el crujido del suelo y luego una especie de «fiuuuu» seguido de un ruido como de cuero mojado chocando contra piedra.
Rincewind miró al soldado más cercano. El hombre tenía una espada en la mano.
Una gota de sangre resbaló por la hoja y, tras una breve pausa para el efecto dramático, cayó al suelo.
Rincewind levantó la vista y se alzó el sombrero.
—Les ruego me perdonen —dijo en tono alegre—. ¿No es esta el aula 3B?
Y echó a correr como alma que lleva el diablo.
Los suelos chillaron bajo sus pies, y tras su espalda alguien gritó el apodo de Rincewind, que era: «¡No dejéis que se escape!».
Dejad que me escape, rezó Rincewind, oh, por favor, dejad que me escape.
Resbaló al doblar un recodo, atravesó una pared de papel y aterrizó en un estanque ornamental. Pero Rincewind en plena huida tenía habilidades felinas, incluso mesiánicas. El agua apenas se onduló bajo sus pies cuando rebotó sobre la superficie y se alejó de allí.
Otra pared estalló y se encontró en un pasillo que posiblemente fuera el mismo.
Detrás de él alguien aterrizó pesadamente sobre una valiosa carpa koi.
Rincewind salió disparado de nuevo.
De, aquel era el factor más importante de cualquier fuga a ciegas. Uno siempre se escapaba de algo. El hacia ya venía por sí solo.
Rebasó un largo tramo descendente de escalones bajos de piedra, rodó al final para levantarse y salió pitando por otro pasillo al azar.
Sus piernas ya se habían organizado para entonces. Primero la carrera enloquecida y salvaje para salir del peligro inmediato y luego las zancadas firmes y sólidas para alejarse todo lo posible de él. Ese era el truco.
La Historia hablaba de un corredor que había corrido sesenta kilómetros después de una batalla para informar del desenlace favorable en su ciudad natal. Tradicionalmente se lo consideraba el mejor corredor de todos los tiempos, pero si se hubiera tratado de llevar la noticia de una batalla inminente, Rincewind lo habría superado.
Y sin embargo… alguien lo estaba alcanzando.
Un cuchillo atravesó la pared del Salón del Trono y abrió un agujero lo bastante grande como para dejar espacio a un hombre erguido o a una silla de ruedas.
La Horda emitió algunos murmullos.
—Bruce el Huno nunca entró por detrás.
—Cállate.
—No le gustaban las puertas traseras, a Bruce el Huno.
—Cállate.
—Cuando Bruce el Huno atacó Al Khali, lo hizo directamente por la torre principal de la guardia, con un millar de hombres gritando a lomos de caballos muy pequeños.
—Sí, pero… la última vez que vi a Bruce el Huno, su cabeza estaba en una estaca.
—Muy bien, eso lo admito. Pero por lo menos estaba sobre la puerta principal. O sea, por lo menos consiguió entrar.
—Su cabeza sí.
—Oh, cielos…
El señor Saveloy se sintió complacido. La habitación en la que acababan de entrar bastaba para hacer callar a la Horda, aunque fuera brevemente. Era grande, por supuesto, pero aquel no había sido su único propósito. Un Espejo de Sol, mientras fundía todas las tribus, los países y las pequeñas naciones isleñas en un solo imperio, hizo que le construyeran una sala que dijera a los caciques y los embajadores: este es el espacio más grande en el que habéis estado nunca, es más esplendido que nada que hayáis podido imaginar y tenemos un montón de salas más como esta.
Había querido que fuera impresionante. Estaba muy claro que había querido intimidar a los simples bárbaros hasta tal punto que se rindieran allí y entonces. Que haya estatuas gigantes, dijo. Y enormes colgantes decorativos. Que haya columnas y tallas. Que el visitante quede enmudecido ante tanta magnificencia. Que el lugar le diga: «Esto es la civilización, únete a ella o muere. Ahora ponte de rodillas o prepárate para perder estatura de alguna otra forma».
La Horda le dio el beneficio de su inspección.
Por fin Truckle dijo:
—Está bien, supongo, pero no tiene comparación con la choza de nuestro jefe tribal allá en Skund. Ni siquiera tiene una fogata en medio del suelo, mirad.
—Chabacano, creo yo.
—¿Mande?
—Típicamente extranjero.
—Yo quitaría casi todo lo que hay y pondría un montón de paja en el suelo como debe ser y unos escudos en las paredes.
—¿Mande?
—Eso sí, metiendo unos centenares de mesas se podría montar una juerga de narices.
Cohen cruzó el salón gigantesco en dirección al trono, que estaba debajo de un tremendo dosel decorativo.
—Hala, mirad, si tiene un paraguas.
—Eso es que hay goteras en el techo. No te puedes fiar de las tejas. Un buen tejado de cañas te aguanta cuarenta años sin una gota.
El trono era de madera lacada, pero tenía incrustadas muchas piedras preciosas. Cohen se sentó.
—¿Ya está? —dijo—. ¿Ya lo hemos hecho, Profe?
—Sí. Claro que ahora hay que conservarlo —dijo el señor Saveloy.
—Lo siento —dijo Seis Vientos Benéficos— ¿Qué es eso que han hecho?
—¿Sabe aquella cosa que veníamos a robar? —dijo el maestro.
—Sí.
—Era el Imperio.
La expresión del recaudador permaneció inmutable durante unos segundos, luego se transformó en una sonrisa horrorizada.
—Creo que habría que desayunar antes de hacer ninguna otra cosa —dijo el señor Saveloy—. Señor Vientos, ¿sería usted tan amable de llamar a alguien?
El recaudador seguía con su sonrisa petrificada.
—¡Pero… pero… no se puede conquistar un Imperio de esta forma! —consiguió decir—. ¡Hay que tener un ejército, como los señores de la guerra! Entrar aquí sin más… ¡va contra las reglas! Y… y… hay miles de guardias.
—Sí, pero están todos ahí fuera —dijo el señor Saveloy.
—Protegiéndonos —dijo Cohen.
—¡Pero al que están protegiendo es al emperador de verdad!
—Que soy yo —dijo Cohen.
—¿Ah, sí? —dijo Truckle—. ¿Quién se ha muerto y te ha nombrado emperador a ti?
—No tiene que morir nadie —dijo el señor Saveloy—. Se llama usurpamiento.
—Eso es —dijo Cohen—. Solamente hay que decir: mira, Gunga Din, a la calle, ¿vale? Piérdete en alguna isla, o vete a tomar por…
—Gengis —dijo el señor Saveloy amablemente—. ¿Crees que podrías evitar referirte a los extranjeros en tono tan ofensivo? No es nada civilizado.
Cohen se encogió de hombros.
—De todas maneras van a tener ustedes problemas graves con los guardias y esas cosas —dijo Seis Vientos Benéficos.
—Tal vez no —dijo Cohen—. Díselo, Profe.
—¿Ha visto usted alguna vez al, esto… anterior emperador? —preguntó el señor Saveloy—. ¿Señor Vientos?
—Claro que no. Casi nadie ha visto…
Se detuvo.
—Eso mismo —dijo el señor Saveloy—. Muy espabilado, señor Vientos. Tal como corresponde al lord jefe supremo de la Recaudación Fiscal.
—Pero no funcionará porque… —Seis Vientos Benéficos se detuvo otra vez. Las palabras del señor Saveloy llegaron a su cerebro—. ¿Lord jefe supremo? ¿Yo? ¿El gorro negro con el emblema rojo de rubí?
—Sí.
—Y una pluma también, si quieres —dijo Cohen dadivoso.
El recaudador meditaba embelesado.
—Así pues… si hubiera, por ejemplo, un simple administrador de distrito que estuviera siendo increíblemente cruel con sus subalternos, y en concreto con un ayudante muy trabajador, y que realmente mereciera una paliza de padre y señor mío…
—En calidad de lord jefe supremo de la Recaudación Fiscal, por supuesto, esa tarea sería asunto exclusivamente de usted.
La sonrisa de Seis Vientos Benéficos amenazaba ahora con desprender la parte superior de su cabeza.
—Sobre la cuestión de los nuevos impuestos —dijo—. A menudo he pensado que el aire fresco está demasiado disponible por un precio muy inferior a los costes de producción…
—Escucharemos sus ideas con extremo interés —dijo el señor Saveloy—. Entretanto, por favor, encárguese del desayuno.
—Y haz que vengan —dijo Cohen— todos esos gilipollas que creen saber qué aspecto tiene el emperador.
El perseguidor se acercaba.
Rincewind giró un recodo a resbalones y allí, bloqueándole el paso, se topó con tres guardias. Estos no estaban muertos. Estaban todos vivos y tenían espadas.
Alguien chocó con su espalda, lo derribó al suelo y saltó por encima.
Cerró los ojos.
Se oyeron un par de porrazos, un gemido y luego un ruido metálico muy extraño.
Era un casco que estaba girando y girando en el suelo.
Alguien le puso de pie de un tirón.
—¿Te vas a quedar todo el día en el suelo? —dijo Mariposa—. Vamos, ¡que les llevamos poca ventaja!
Rincewind se quedo mirando a los guardias tendidos y luego echó a trotar detrás de la chica.
—¿Cuántos hay? —consiguió decir.
—Ahora siete. Pero dos están cojos y a uno le está costando respirar. Vamos.
—¿Les has atizado tú?
—¿Siempre malgastas el aliento de esa forma?
—¡Nunca había encontrado a nadie que corriera tanto como yo!
Doblaron un recodo y a punto estuvieron de chocar con otro guardia.
Mariposa ni siquiera se paró. Dio un paso de lo más refinado, se volteó con un solo pie y le asestó al hombre una patada tan fuerte en la oreja que lo hizo girar sobre su propio eje y aterrizar de cabeza.
Ella hizo una pausa, jadeó y se puso un pelo en su sitio.
—Tendríamos que separarnos —dijo.
—¡Oh, no! —dijo Rincewind—. O sea, ¡tengo que protegerte!
—Yo volveré con los demás. Tú lleva a los guardias a algún sitio lejos de…
—¿Todos vosotros sabéis hacer eso?
—Claro —dijo Mariposa con irritación—. Ya te dije que luchamos contra los guardias. Ahora, si nos separamos uno de nosotros podrá escapar. ¡Asesinos! ¡Y se supone que nosotros íbamos a cargar con la culpa!
—¿No te intenté avisar? ¡Yo creía que tú lo querías ver muerto!
—Sí, pero nosotros somos rebeldes. ¡Ellos eran guardias de palacio!
—Esto…
—No hay tiempo. Nos vemos en el Cielo.-Se fue disparada.
—Oh.
Rincewind miró a su alrededor. Todo estaba en silencio.
Aparecieron guardias al final del pasillo, pero con cautela, como corresponde a alguien que acaba de conocer a Mariposa.
—¡Ahí!
—¿Es ella?
—¡No, es él!
—¡A por él!
Rincewind volvió a acelerar, dobló una esquina y descubrió que estaba en un cul-de-sac que sin duda, a juzgar por los ruidos, se iba a convertir en una vía muerta. Pero había un par de puertas. Las abrió de una patada, corrió dentro y aminoró el paso…
El espacio del otro lado estaba a oscuras pero el ruido y la atmósfera sugerían un lugar de grandes dimensiones, y cierto componente flatulento indicaba que se trataba de una especie de establo.
Había un poco de luz, sin embargo, procedente de un fuego. Rincewind trotó en aquella dirección y vio que el fuego estaba debajo de un caldero gigante, del tamaño de un hombre, lleno de arroz hirviendo.
Y ahora que los ojos se le estaban acostumbrando a la penumbra se dio cuenta de que había una serie de formas tumbadas en unas losas dispuestas a lo largo de las paredes de una sala enorme.
Estaban roncando suavemente.
De hecho, eran gente. Puede que fueran incluso humanos, o por lo menos habían tenido a humanos entre sus antepasados antes de que alguien, cientos de años atrás, dijera: «Veamos cómo de grande y gorda podemos criar a la gente. Intentemos conseguir a unos cabrones realmente grandes».
Cada cuerpo gigante iba vestido con lo que parecía un pañal a ojos de Rincewind, y estaba dormitando felizmente junto al cuenco que contenía el suficiente arroz como para hacer explotar a veinte personas, por si acaso se despertaba en plena noche y le apetecía un tentempié ligerito…
Un par de sus perseguidores aparecieron en el umbral y se detuvieron. Luego avanzaron, pero con mucho cuidado, mirando con precaución aquellos montículos que se movían suavemente.
—¡Eeeooo! —gritó Rincewind.
Los hombres se pararon y lo miraron con ojos muy abiertos.
—¡Arriba todos! ¡A ver esas moles nacientes! —Cogió un cucharón enorme y se puso a aporrear al caldero del arroz—. ¡Levantaos! ¡Dejad de tocaros… ejem… lo que podáis encontrar y poneos los calcetines!
Los durmientes se movieron.
—¿Ooooorrrrr?
—¡Oooooaaaooooor!
La sala tembló cuando cuarenta piernas grandes como troncos se descolgaron de sus losas. La carne se reorganizó de forros que, en la penumbra, dio la impresión de que a Rincewind lo estaban observando veinte pirámides pequeñas.
—¿Haaaarooooooohhhh?
—Esos hombres —dijo Rincewind, señalando desesperadamente a sus perseguidores, que ahora retrocedían lentamente—. ¡Esos hombres tienen un sándwich de cerdo!
—¿Ooorryorrrrrah?
—¿Ooooorrrr?
—¡Con mostaza!
Veinte cabecitas diminutas se giraron. Un total de ochenta neuronas especializadas se encendieron.