Tiempos interesantes (Mundodisco, #17) – Terry Pratchett

—¿Oook?

—¿Sí, Bibliotecario?

El Bibliotecario de la Universidad Invisible, que había estado dormitando con la cabeza sobre la mesa, se incorporó de sopetón. Echó la silla hacia atrás y, agitando los brazos para no perder el equilibrio, salió corriendo de la sala con sus piernas patizambas.

—Probablemente se acabe de acordar de un retraso en devolver un libro —comentó el decano. Bajó la voz—: Por cierto, ¿soy el único aquí que piensa que no dice mucho sobre la categoría de esta universidad tener a un simio en el cuadro académico?

—Sí —dijo Ridcully en tono seco—. Lo eres. Tenemos al único bibliotecario del mundo que puede arrancarte el brazo con la pierna. La gente respeta esas cosas. El otro día sin ir más lejos el jefe del Gremio de Ladrones me preguntó si podíamos convertir a su bibliotecario también en simio, y además, es el único de todos vosotros que pasa más de una hora al día despierto, cabrones. En todo caso…

—Bueno, a mí me resulta embarazoso —dijo el decano—. Además, no es un orangután como debe ser. He estado leyendo un libro y dice que un macho dominante debe tener unos discos faciales enormes. ¿Acaso él tiene discos faciales enormes? No me lo parece. Y además…

—Cállate, decano —dijo Ridcully—. O no te dejaré ir al Continente Contrapeso.

—No veo qué tiene de malo plantear de forma perfectamente válida… ¿Qué?

—Están pidiendo al Gran Hechicero —dijo Ridcully—. Y yo he pensado inmediatamente en ti. —Por ser el único hombre que conozco que puede sentarse en dos sillas al mismo tiempo, añadió para sí mismo.

—¿Al Imperio? —chilló el decano—. ¿Yo? ¡Pero si odian a los extranjeros!

—Y tú también. Os llevaríais de maravilla.

—¡Está a diez mil kilómetros! —dijo el decano, cambiando de táctica—. Todo el mundo sabe que con la magia no se puede viajar tan lejos.

—Esto… De hecho, creo que sí se puede —dijo una voz desde el otro extremo de la mesa.

Todos miraron a Ponder Stibbons, el miembro más joven y el más deprimentemente entusiasta del profesorado. Tenía en las manos un complicado mecanismo de barras de madera deslizantes y atisbaba a los demás magos por encima de su parte superior.

—Ejem… No debería resultar muy difícil —añadió—. Antes se pensaba que sí, pero estoy bastante seguro de que no es más que una cuestión de absorción energética y de atención a las velocidades comparadas.

La afirmación estuvo seguida del silencio perplejo y receloso que solía venir después de cada uno de sus comentarios.

—Velocidades comparadas —dijo Ridcully.

—Sí, archicanciller. —Ponder observó su prototipo de regla de cálculo y esperó. Sabía de sobra que a Ridcully le resultaría necesario añadir un comentario en aquel punto para demostrar que había entendido algo.

—Suele alcanzarse mayor velocidad sin paradas…

—Me refiero a lo rápido que van las cosas comparadas con otras cosas —saltó Ponder, aunque no saltó lo bastante rápido—. Tendríamos que ser capaces de resolver el problema con facilidad. Esto… usando a Hex.

—Ah, no —dijo el conferenciante de Runas Recientes, echando su silla hacia atrás—. Eso no. Eso es inmiscuirnos en cosas que no entendemos.

—Bueno, pero es que somos magos —dijo Ridcully—. Se supone que nos dedicamos a inmiscuirnos en cosas que no entendemos. Si esperáramos a entender las cosas nunca haríamos nada.

—Mire, no me importa invocar a un demonio y pedírselo —dijo el conferenciante de Runas Recientes—. Eso es normal. Pero construir un artilugio mecánico para que piense por ti, eso va… contra la Naturaleza. Además —añadió en tono ligeramente menos aprensivo—, la última vez que lo usaron para resolver un problema grande el maldito cacharro se rompió y se nos llenó todo el sitio de hormigas.

—Eso ya lo solucionamos —dijo Ponder—. Lo…

—Tengo que admitir que la última vez que miré, había un cráneo de carnero dentro —dijo Ridcully.

—Tuvimos que añadirlo para hacer las transformaciones ocultas —dijo Ponder—, pero…

—Y ruedas dentadas y muelles —continuó el archicanciller.

—Bueno, a las hormigas no se les da muy bien el análisis diferencial, así que…

—¿Y esa extraña cosa temblorosa que tiene un cuco?

—El reloj de tiempo irreal —dijo Ponder—. Sí, eso nos parece esencial para resolver…

—En todo caso, esto que discuten es bastante insustancial, porque está claro que yo no tengo intención de ir a ninguna parte —dijo el decano. Envíe a un estudiante si no le queda más remedio. Tenemos más que de sobra.

—¿Ciruela de pudding de más poco un pasarme de amable tan sería? —dijo el tesorero.

La mesa quedó en silencio.

—¿Alguien ha entendido eso? preguntó Ridcully.

El tesorero no estaba loco según la definición usual. Hacía ya tiempo que había cruzado los rápidos de la locura y ahora se dedicaba a remar en alguna plácida laguna situada al otro lado. Solía ser bastante coherente, aunque no según los parámetros humanos normales.

—Ejem, está reviviendo el día de ayer —dijo el prefecto mayor—. Esta vez hacia atrás.

—Tendríamos que enviar al tesorero —dijo el decano con firmeza.

—¡Ni hablar! Es probable que allí no haya pastillas de extracto de rana…

—¡Oook!

El Bibliotecario volvió a entrar en el estudio corriendo con las piernas arqueadas y agitando algo en alto.

Era algo rojo, o por lo menos lo había sido en algún momento. También podría haber sido un sombrero puntiagudo, pero la punta se había abollado y la mayor parte del ala estaba quemada. Tenía una palabra bordada con lentejuelas. Muchas se habían quemado, pero la palabra ECHICERO … todavía podía distinguirse en letras de color claro sobre la tela chamuscada.

—Sabía que la había visto antes —dijo Ridcully—. En un estante de la biblioteca, ¿verdad?

—Oook.

El archicanciller examinó los restos.

—¿Echicero? —dijo—. ¿Qué clase de persona lamentable y desesperada necesita escribir ECHICERO en el gorro?

Unas pocas burbujas rompieron la superficie del mar y mecieron la balsa un poco. Al cabo de un momento aparecieron flotando un par de trozos de piel de tiburón.

Rincewind suspiró y dejó su caña de pescar. El resto del tiburón sería arrastrado a la orilla más tarde, lo sabía. No entendía muy bien por qué. No es que sirviera de mucho como alimento. Sabía a botas viejas bañadas en orina.

Cogió uno de los remos improvisados y puso rumbo a la playa.

No era una mala islita. Las tormentas parecían dejarla siempre de lado. Y también los barcos. Pero había cocos y frutos del árbol del pan y una especie de higos silvestres. Incluso sus experimentos con el alcohol habían tenido bastante éxito, aunque se pasó dos días sin poder caminar bien. La laguna le proporcionaba gambas, langostinos, ostras, cangrejos y langostas, y en las aguas profundas y verdes más allá del arrecife los enormes peces plateados se peleaban entre ellos por el privilegio de morder un pedazo de alambre doblado al final de un cordel. De hecho, después de seis meses en la isla a Rincewind solamente le faltaba una cosa. Ni siquiera se le había ocurrido hasta aquel momento. Y ahora no se la podía quitar de la cabeza, o mejor dicho, no se las podía quitar de la cabeza.

Era raro. En Ankh-Morpork casi nunca pensaba en ellas, porque estaban disponibles siempre que las quería. Ahora que no las tenía a su alcance, las anhelaba.

Su balsa chocó con la arena blanca aproximadamente en el mismo momento en que una canoa de gran tamaño rodeaba el arrecife y entraba en la laguna.

Ahora Ridcully estaba sentado ante su mesa, rodeado de sus magos superiores. Todos intentaban decirle cosas a pesar del bien conocido peligro que entrañaba intentar decirle cosas a Ridcully, que consistía en que él elegía los datos que le gustaban y dejaba que el resto pasara de largo.

—Entonces —dijo— no es un tipo de queso.

No, archicanciller —dijo el catedrático de Estudios Indefinidos—. Rincewind es un tipo de mago.

—Era —dijo el conferenciante de Runas Recientes.

—No es un queso —dijo Ridcully, reacio a deshacerse de aquel dato.

—No.

—Pues es el tipo de nombre que uno asocia con el queso. O sea, medio kilo de Rincewind maduro, es una frase que se deja decir…

—¡Por todos los dioses, Rincewind no es un queso! —gritó el decano, perdiendo momentáneamente los nervios—. ¡Rincewind tampoco es un yogur ni ningún otro derivado de la leche agria! ¡Rincewind es un jodido incordio! ¡Una auténtica y completa vergüenza para la hechicería! ¡Un idiota! ¡Un fracasado! En todo caso, no se lo ha visto por aquí desde aquel… asunto desagradable con el Rechicero, hace años.

—¿De veras? —preguntó Ridcully, con una especie de cortesía maliciosa—. Tengo entendido que hubo un montón de magos que se portó muy mal cuando pasó aquello.

—Ciertamente —dijo el conferenciante de Runas Recientes, y miró con el ceño fruncido al decano, que torció el gesto.

—Yo no sé nada de eso, Runas. Por entonces yo no era decano.

—No, pero eras un mago de rango muy alto.

—Tal vez, pero es que resulta que, para tu información, en aquellos momentos yo estaba visitando a mi tía.

—¡Pero si estuvieron a punto de volar por los aires la ciudad entera!

—Mi tía vive en Quirm.

—Y Quirm resultó bastante afectado, según recuerdo.

—Cerca de Quirm. Cerca de Quirm. Y no tan cerca, ya que nos ponemos. En la misma costa pero bastante lejos…

—¡Ja!

—En todo caso, tú sí que pareces muy bien informado, ¿no, Runas? —preguntó el decano.

—¿Yo… qué?… Yo… estaba estudiando mucho por entonces. Casi ni me enteré de lo que pasaba.

—¡Pero si tiraron media universidad abajo! —El decano recordó algo y añadió—: Bueno, eso es lo que oí. Más tarde. Al volver de casa de mi tía.

—Sí, pero es que yo tengo una puerta muy maciza…

—Y resulta que yo sé que el prefecto mayor estaba aquí, porque…

—… Con todo este paño verde tan grueso apenas se oye nada…

—Siesta mi de hora la es que creo.

¡¿Queréis callaros todos de una maldita vez?!

Ridcully fulminó a sus subordinados con la mirada clara e inocente de alguien que había nacido con la bendición de una carencia total de imaginación y que de verdad había estado a cientos de kilómetros durante la embarazosa historia reciente de la universidad.

—De acuerdo —dijo cuando consiguió que se callaran—. Ese Rincewind es un poco idiota, ¿no? Tú hablas, decano. Todos los demás que cierren el pico.

El decano pareció vacilar.

—Bueno, esto… O sea, esto no tiene ningún sentido, archicanciller. Ni siquiera sabía hacer nada de magia. ¿De qué le iba a servir él a nadie? Además… Allí donde iba Rincewind —bajó la voz— los problemas le iban detrás.

Ridcully se fijó en que los magos se juntaban un poco entre ellos.

—A mí me parece buena idea —dijo—. El mejor sitio para los problemas es detrás. No conviene tenerlos delante.

—Usted no lo entiende, archicanciller —dijo el decano—. Iban detrás corriendo con cientos de piernecitas.

La sonrisa del archicanciller permaneció en su sitio mientras el resto de sus rasgos se petrificaban alrededor de ella.

—¿Has estado tomando las pastillas del tesorero, decano?

—Le aseguro, Mustrum…

—Pues no digas tonterías.

—Como quiera, archicanciller. Pero supongo que se da cuenta de que tardaremos años en encontrarlo.

—Esto… —dijo Ponder—. Si podemos averiguar su rúbrica táumica, seguramente Hex podría hacerlo en un día…

El decano lo fulminó con la mirada.

—¡Eso no es magia! —dijo en tono cortante—. ¡Eso no es más que… ingeniería!

Rincewind caminó con dificultad por los bajíos y usó una roca afilada para cortar la punta de un coco que se había estado enfriando en un estanque natural entre las rocas, convenientemente resguardado del sol. Se lo llevó a los labios.

Una sombra cayó sobre él.

Le dijo:

—Esto… ¿hola?

Resultaba posible, si uno hablaba durante el tiempo suficiente con el archicanciller, conseguir que algunas ideas llegaran a él.

—Entonces, lo que me estáis diciendo —dijo Ridcully finalmente— es que a ese tal Rincewind le han perseguido prácticamente todos los ejércitos del mundo, ha ido dando tumbos por la vida como un guisante encima de un tambor y probablemente sea el único mago que sabe algo del Imperio Ágata debido a que en cierta ocasión trabó amistad con —miró sus apuntes— «un extraño hombrecillo con gafas» originario de allí que le dio esa cosa rara con piernas a la que os referís constantemente. Y sabe hablar su idioma. ¿Voy bien hasta ahora?

—Exacto, archicanciller. Llámeme idiota si quiere —dijo el decano— pero ¿por qué iba nadie a querer a ese tipo?

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